30 de enero de 2013

O lado sombrio da tecnologia




El tiempo del Príncipe


REPORTAJE

El tiempo del Príncipe

Felipe de Borbón cumple 45 años, en el momento de mayor turbulencia de la Monarquía.

Sensible, cercano, satisfecho con su tarea y feliz en su vida personal, cree que la institución que representa solo tiene sentido si es útil y ética. De ahí su ruptura con Iñaki Urdangarin.

El Príncipe Felipe de Borbón, posa en exclusiva para 'El País Semanal' / JAMES RAJOTTE
En torno a la una de la tarde del martes 30 de enero de 1968, el príncipe Juan Carlos de Borbón, de 30 años, ajustado traje oscuro a medida y un cigarrillo negro tras otro, marcó el número del palacio de El Pardo en el teléfono color pastel de la habitación 604 del sanatorio Nuestra Señora de Loreto de Madrid para anunciar a Franco que su esposa, Sofía de Grecia, acababa de dar a luz a su tercer hijo. Había sido un parto natural. Apenas 20 minutos. Era un varón. Un heredero. Una apuesta de futuro. El dictador parecía feliz. “¿Es machote?”, preguntó al Príncipe. “Sí, mucho, mi general, como su padre”. Y se echaron a reír. Dos días más tarde acordaron cómo se iba a llamar. Juan Carlos optó por Felipe, frente a la otra posibilidad barajada, Fernando. Eran dos nombres emblemáticos de la realeza española y de la estirpe de los Borbones. El dictador estuvo conforme: “Fernando VII todavía está muy cerca; los felipes son más antiguos”, sentenció.
El recién nacido era grande, rubio y de ojos azules. Un par de días más tarde, Juan Carlos permitió que los periodistas le fotografiaran (“sin flas”, exigió) en una habitación del hospital y brindó con ellos con cava. Estaba exultante. Esa anhelada descendencia masculina le acercaba un poco más al trono. Más allá, le daba la oportunidad de materializar algún día esa idea de España que andaba rumiando: conseguir los poderes que detentaba el dictador para entregárselos a la nación rumbo a la reconciliación y la democracia. La hoja de ruta de don Juan Carlos era prescindir del poder heredado del dictador para alcanzar capacidad de influencia y, sobre todo, de representación, arbitraje y moderación entre los españoles. Convertirse en un símbolo aceptado por todos. Aún tendría que esperar al verano de 1969 para que el anciano general le nombrara sucesor, pero las cosas empezaban a rodar tras dos décadas de una travesía del desierto que había comenzado cuando tenía diez años, lejos de sus padres, rodeado de curas y generales y sin tener una posición clara en el régimen: dentro, pero fuera del sistema; ninguneado, controlado y espiado. Mudo. Como confesó al escritor José Luis de Vilallonga, “la soledad comienza con el silencio que es necesario saber guardar. He pasado años sabiendo que cada una de las palabras que pronunciaba iban a ser repetidas en las altas esferas, después de haber sido analizadas e interpretadas según sus conveniencias por gente que no siempre deseaba mi bien. Aprendí a mirar, a escuchar y a callarme”.
“¿Es machote?”, preguntó Franco a Juan Carlos cuando nació Felipe
Con los años, aquel recién nacido, Felipe de Borbón, haría suyo ese consejo: hablar lo justo y nunca mal de nadie en público. Observar. Dominar el arte de la contención. No confiarse. Huir del protagonismo. Tener una conducta intachable. Esperar sin impaciencia. Sonreír. Obedecer. Aguantar. De ese estricto puzle surge una imagen del heredero en ocasiones distante y hermética. El Príncipe no concede entrevistas (estuvo a punto de hacer una en televisión, pero al final la Casa del Rey se echó atrás) y sus declaraciones off the record son contadas. Solo escarbando en sus discursos, donde siempre hila tan fino como si tejiera las barbas de un antílope de Cachemira, se vislumbra algún indicio de lo que piensa. En 2006 me confirmó que los que pronuncia en torno a sus fundaciones (Príncipe de Asturias y Príncipe de Girona) “son los más míos; en ellos siempre meto algún mensaje personal a los españoles, sobre todo a los jóvenes”.
Frente a esos discursos conviene armarse de paciencia y profundizar en sus líneas. Agazapadas entre buenas intenciones y lugares comunes, se pueden encontrar joyas como este esbozo de la Monarquía del futuro que realizó el 14 de diciembre de 2011, en Barcelona (dos días más tarde de que la Casa del Rey calificara de “poco ejemplar”, el comportamiento de Iñaki Urdangarin y le apartara de la agenda de la Jefatura del Estado), durante la presentación en Madrid de la Fundación Príncipe de Girona, centrada en el trabajo con los jóvenes (que el heredero definió ese mismo día como “honesta y transparente”, colocándose, evidentemente, en las antípodas morales de las que presidía sin ánimo de lucro Urdangarin, el Instituto Nóos o la Fundación Deporte, Cultura e Integración Social): “Hacer realidad mi deseo firme y permanente de adaptar y de adecuar la institución a los tiempos que vivimos en cada momento, impulsando un proyecto que une nuestra historia con el futuro, que engarza nuestra tradición a un espíritu de vanguardia y progreso”. O este apunte al natural de su oficio: “Servir con dedicación al Estado, al conjunto de los españoles; trabajar por los intereses generales y promover acciones o iniciativas que sirvan al interés común, constituyen para mí un compromiso personal inalterable y sin matices. Una tarea, en definitiva, a la que dedico mi vida y que forma parte de mis deberes y convicciones, especialmente tras mi juramento de la Constitución. Y ahora también junto a la Princesa”.
El bautismo de Felipe de Borbón, ocho días más tarde de su nacimiento, fue una ceremonia de Estado en la que se mezcló como nunca antes el franquismo, la nobleza y la familia real, una parte de la cual (como su abuelo don Juan y su bisabuela la reina Victoria Eugenia) jamás había regresado a España desde su marcha al exilio en 1931. Una elegante puesta en escena con reyes sin tierra, obispos, toisones, espadones, pieles y chaqués, en el escenario del entonces aislado palacete de la Zarzuela, hogar de los Príncipes desde su boda en 1962 por decisión del dictador. Era la primera vez que Franco lo pisaba, aunque se encontraba a solo diez minutos de su residencia de El Pardo. Al general le gustaba marcar distancias. Nunca volvería. Era también la última ocasión en que el dictador iba a cruzarse con don Juan, padre de Juan Carlos, abuelo del neófito, rival político y auténtica bestia negra del dictador a causa de sus posiciones democráticas, que le convertían ante los ojos del franquismo en un liberal peligroso. Aquella tarde de enero, entre el incienso del oficio religioso, se mascaba la alta política en La Zarzuela. Se jugaba el futuro.
Aquel bebé adormilado ante el que los cortesanos se inclinaban con respeto decimonónico, protagonizaba, sin saberlo, el primer acto de una andadura que a partir de entonces iba a ser diseñada hasta en sus menores detalles por otros (su educación, carrera militar y civil, amistades, funciones, equipo, discursos, actividades y, en algún momento, incluso sus parejas), siempre mayores que él, siempre militares o altos funcionarios del Estado, bajo la dirección de su padre, el jefe del Estado, “el patrón”, como a Felipe le gusta llamarle. Un camino tortuoso que alcanzará su momento cumbre el día que le suceda como rey constitucional de un país que tiene muy poco que ver con el que se encontró Juan Carlos en 1975, donde millones de ciudadanos no han vivido el franquismo, la recuperación de las libertades, ni el golpe de Estado del 23-F, y piensan que no le deben nada al Soberano, y menos aún a su hijo, del que ignoran casi todo.
Felipe de Borbón, con DNI 015, será un Rey muy diferente a su padre
Felipe de Borbón y Grecia, con DNI 015, será un monarca diferente; vivirá una situación histórica distinta; tiene otro estilo y carácter; es de otra generación; celebró su mayoría de edad jurando la Constitución; se casó con una periodista plebeya y divorciada; tiene bien interiorizadas las reglas del juego y no las sobrepasa un milímetro. “Cuando tengo una duda, me agarro al cuello de la Constitución y no me suelto”, me explicó durante un viaje a Estados Unidos en 1999. No le gusta la improvisación ni salirse de su carril; es concienzudo y cabezota; preguntón; se fía más del cerebro que del olfato; apuesta por los valores éticos; cree en la solidaridad (un viejo colaborador le describe como “algo así como un socialdemócrata avanzado”); da mil vueltas a las cosas; es un adicto a tomar notas, “apunto ideas que me pueden servir más tarde, así mantienes la cabeza en marcha y refrescas los conocimientos cuando las revisas; lo difícil es clasificarlas”; le gusta discutir y madurar con calma cualquier decisión que le ataña con su escueto equipo; no abre la boca en vano; no es dado a las sorpresas; tiene la obsesión de hacerlo bien, de ser útil; de unir, integrar y trabajar por España; de prestigiar a su país; de ser aceptado por todos más allá de las coyunturas políticas. Cree en la institución monárquica, en su papel en este siglo, en sus posibilidades de ser un vehículo de concordia y convivencia en la España plural, pero también sabe que necesita un lifting. Que hay que ponerla al día, hacerla más transparente, ética y abierta. Durante aquel mismo viaje me describió su trabajo: “Es un oficio que solo tiene un objetivo, servir a los españoles. Un oficio de familia que estamos obligados a perfeccionar a diario; somos una especie de servicio público donde tienes que estar a cualquier hora de cualquier día del año al servicio de tu país. Y ahí caben muchas cosas. Toda mi vida ha estado dirigida a eso”. Nuestra conversación concluía con esta reflexión: “Lo que más me preocupa es que me conozcan los españoles; si no, nada tendría sentido. Quiero conocer cada vez más a mi gente, y que ellos me conozcan a mí y haya entre nosotros un intercambio de información sobre cómo son y qué les preocupa y qué puedo hacer por mi país”.
El Príncipe Felipe de Borbón / JAMES RAJOTTE
Felipe sabe desde niño que el escrutinio público de cada uno de sus actos, gestos y palabras será exhaustivo hasta el final de sus días. Y la comparación con su padre, inevitable. Lo que le complica las cosas, porque Juan Carlos I ha sido durante décadas la imagen del éxito. El hombre atractivo, carismático, deportista, arriesgado y castizo que a base de instinto, astucia e inteligencia política propició el fin de la dictadura; aupó a una nueva generación al poder; movió las piezas para legalizar el Partido Comunista, comprendió el sistema autonómico, impulsó la Constitución, paró a los golpistas, puso a España en el mapamundi y ha convivido con la derecha, la izquierda, la derecha, la izquierda y de nuevo la derecha sin apenas errores políticos. En el camino ha cimentado una Monarquía (el oficio de familia) en la que nadie creía a comienzos de los setenta, cuando la izquierda le motejaba “Juan Carlos el Breve”. El retorno de la Monarquía a España en 1975 ha representado un exotismo político en un panorama mundial que se deshizo mayoritariamente de ese sistema entre el siglo XIX y el XX. La Monarquía volvió a España en 1975 porque la nación la consideraba útil. Porque había un consenso en el Parlamento y en la calle. Porque el Rey remaba a favor de las libertades y el pueblo creyó en él. Desde entonces, la institución está siempre en el alero en un país que carece de sentimientos monárquicos. Y cualquier mancha en su imagen puede resucitar el republicanismo. Como dijo una vez el Rey, “la corona hay que ganársela cada día”.
¿Y qué piensa el Príncipe del Rey? No es fácil adivinarlo más allá de su respeto al estadista, la admiración al personaje histórico y el amor al padre que ha sido su modelo de hombre. Un maestro duro y exigente que ha gobernado La Zarzuela a golpe de silbato. Y no hay que olvidar que bajo el techo del palacio convive una curiosa trinidad: la Jefatura del Estado, la institución monárquica y una familia, “y esta última es la más complicada de gestionar”, según afirma una fuente de la Casa. “Y desde ese flanco han venido los problemas. De ahí que el núcleo duro de la familia real se haya reducido a los Reyes y los Príncipes, y se haya dejado fuera a las infantas Elena y Cristina”.
“Este es un oficio con un solo objetivo, servir a los españoles”, dijo el Príncipe
Quizá la mejor pista de la opinión del Príncipe sobre el Rey se pueda obtener de algunos párrafos del discurso que le dedicó durante la celebración del 70º cumpleaños del Monarca. Vayamos al primero: “Este es tu estilo, tu particular manera de vestir llana y dignamente tus 70 años: con generosidad, sin pretensiones, con la mano tendida y los brazos abiertos y… también –todo sea dicho– con el andar un poco ralentizado por el peso de la experiencia, pero sin perder esa chispa, siempre dispuesta para el humor, la intuición y el coraje que siempre has demostrado, hasta en los momentos más difíciles”. Este el segundo: “Reconozcámoslo; siempre dentro de un orden, te gusta la improvisación propia de estas latitudes, la sorpresa y cambiar el paso de vez en cuando, aunque huyas del desorden, la arbitrariedad y la imprevisión”. Sin olvidar este tercero: “Gracias, querido patrón, por tu permanente ejemplo de vida intensa entregada al servicio de la nación. Ese es el legado que vas conformando día a día y que se convierte sin duda alguna en carta de navegación fiable para los que te seguimos en la vida y damos continuidad a tu vocación, para los que te admiramos y te queremos”. Y este cuarto, en el que no se olvida de su madre, la Reina, que no pasa por su mejor momento ante las fracturas familiares: “Permíteme añadir que si para leer e interpretar correctamente cualquier carta náutica recurrimos a la leyenda, esa la encontramos impecable en tu leal y dedicada mujer, nuestra querida madre”.
La familia real en el Palacio Real durante la celebración de la Pascua Militar, el pasado 6 de enero. / JAMES RAJOTTE
El Príncipe cumple 45 años este miércoles; su padre, 75 hace un mes. Ese momento cumbre de la vida del heredero que será la sucesión al trono, donde tendrán que cuajar su herencia, personalidad y sentido común, su madurez como estadista, lo que ha aprendido y su visión renovada de la institución, está cada vez más cerca. No lo tiene fácil. La Monarquía española vive el peor momento desde su restauración en 1975. La imputación de Iñaki Urdangarin, su cuñado, a finales de 2011, por malversación de caudales públicos, fraude, prevaricación, falsedad documental y delito fiscal dentro de una actividad profesional calificada por la Casa del Rey como “poco ejemplar”, ha salpicado el manto de armiño de la institución. Desde el mismo momento en que saltó la noticia del affaire Urdangarin, sus réplicas se reflejaron de inmediato en los sondeos de opinión del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). El 26 de octubre de 2011, el Rey suspendía por primera vez en la serie histórica de la escala de valoraciones del CIS, con un 4,89. Si en 1998 un 72% de los encuestados prefería la monarquía y solo un 11% la república, en 2010 la diferencia era de un 57% frente a un 35%, y en 2012, de 53% a 37%. El Rey era el peor parado (especialmente tras su cacería de elefantes), el Príncipe aguantaba el chaparrón y la Reina (curiosamente) salía reforzada. Los datos demoscópicos que se reciben cada semana en La Zarzuela reflejan esa tendencia: el Rey, a la baja, y el Príncipe, en equilibrio inestable. Según esos datos, las actividades privadas del Rey parecen olvidadas por los ciudadanos, pero el caso Urdangarin sigue lastrando una institución que es además una familia y en la que la Reina sigue defendiendo la inocencia de su yerno. Frente a esa marejada político-familiar, el único que parece conservar los pies en la tierra sin perder la sonrisa es el Príncipe. La procesión va por dentro.
Está convencido de que Letizia es la perfecta compañera de viaje
El Príncipe lleva al menos un par de años pasándolo mal, pero sin arrugar el gesto. Es la paradoja de su vida. Por un lado, es un buen tipo, “una persona que vale la pena”, según me lo definió hace cuatro años su mujer, Letizia Ortiz, que ha logrado a estas alturas del camino madurez, equilibrio, profundidad y aplomo; ha encontrado un sentido a su existencia; es feliz en su vida personal: un padrazo volcado en sus hijas, que hace planes con matrimonios amigos en torno a ellas los fines de semana (“no somos unos extraterrestres aislados entre ciervos y encinas”, me explicaba la Princesa. “No estamos rodeados de camareros con librea que nos sirven en bandeja de plata; somos humanos, somos mortales, somos como cualquier matrimonio de nuestra edad”), y no se apresura en la educación de su primogénita, Leonor, como heredera al trono, aunque sabe por experiencia que ese momento llegará y será duro. Y es también un romántico convencido de que Letizia es la perfecta compañera de viaje. El Príncipe no es un ciudadano normal (no hay otro como él en nuestro país), pero intenta serlo y se siente cómodo con un trabajo para el que nadie le ha dado un guion y en el que no tiene ningún referente. Su obsesión es conectar con la gente y emprender acciones positivas para España y su imagen y prestigio.
Sin embargo, sufre. No es fácil expresar lo que siente. Nunca lo ha tenido fácil. Desde aquel martes de enero de 1968, ese niño rubio e inquieto se convirtió en parte de la vida de los españoles. Le hemos visto crecer en directo como en El show de Truman. Pero no es un personaje de ficción. Es de carne y hueso. Es dormilón, malo en los deportes de balón, tiene dolores de espalda desde los 17 años, padece del estómago en los precipitados viajes intercontinentales y no es un prodigio del orden. Durante la elaboración de un reportaje que realizó El País Semanal sobre los 25 años de la Fundación Príncipe de Asturias, en 2006, me contó cómo se sentía a los 13 años siendo el protagonista de todo el tinglado político y mediático de la inauguración de los Premios: “Fue peor el segundo año. Me pasó como cuando te tiras de un trampolín muy alto y la primera vez no sabes lo que es y te tiras por las buenas, y la segunda ya sabes lo que es y te entra pánico. En 1982 estaba mucho más nervioso. Era más consciente de que era yo el protagonista, y no solo un acompañante. De hecho, no entendí el significado de muchos discursos. Había mucha gente que no conocía. Me sonaban los políticos, pero estaba lleno de gente mayor. Además, me habían hecho una ortodoncia y me molestaba al hablar. Se me nubló todo, se me hizo una sopa de letras, me perdí en pleno discurso, y yo creo que pasaron siete u ocho segundos hasta que pude seguir. Fue un momento terrible. Tuve pesadillas”. El Príncipe también me relató en aquella ocasión sus primeros Premios junto a Letizia Ortiz, en Oviedo, en octubre de 2003, cuando aún no se había hecho público su compromiso: “El primer año con la Princesa fue muy complicado, estábamos juntos, pero no se podía saber. Nos cruzábamos por los pasillos sin saludarnos. Luego, al año siguiente, fuimos como marido y mujer y fue muy especial, uno de esos discursos que marcan tu vida. Tras tantos años yendo solo, tenía alguien a mi lado que compartía mi labor. Una persona con criterio. Con ideas que puedes tener en cuenta; fue un discurso muy especial cuando dije aquello de ‘la ceremonia de este año adquiere para mí un nuevo y emocionante significado, pues me acompaña por primera vez mi esposa, la Princesa de Asturias. A ella me uní hace hoy cinco meses; un paso ilusionado de ambos por construir un hogar, formar una familia y compartir el hermoso afán de servir a España con plena entrega, leales a nuestra historia y comprometidos con el futuro de nuestra sociedad’. Mientras leía el discurso, veía que ella se estaba aguantando para no echarse a llorar y no supe si parar. Al final lo terminé. Luego hubo muchas lágrimas en privado”.
Felipe de Borbón es fieramente humano. Un soñador que intenta no desviarse de la misión que le ha sido encomendada. Y dentro de esa forma de entender el mundo, no comprende la conducta de Urdangarin, que ha puesto en juego el prestigio y el futuro de la institución. Lo considera una traición. Durante estos largos años de aprendizaje ha intentado mantener una enorme coherencia en su vida, basándola en valores como la honestidad, integridad, solidaridad, servicio, utilidad y responsabilidad. Incluso renunció al amor cuando no convenía al futuro de la nación. Y la conducta de su cuñado choca con su concepción del mundo y sus valores más profundos. Es el miembro de la familia real que de forma más radical ha roto con Urdangarin, al que durante un tiempo le unió una buena amistad. Ha colocado su concepto de una Monarquía sin tacha por encima del cariño a su hermana Cristina. No ha flaqueado en esa ruptura. En contra del criterio de la Reina (que es la que más sufre con las fracturas que se han desencadenado en 2012 en su familia). El Príncipe ha sido educado en el convencimiento de que la Monarquía, si no es ejemplar, no sirve, porque eso es lo que les exigen los ciudadanos. Y en ese libro de estilo no cabe la corrupción.
El Príncipe Felipe ha roto de manera radical con Iñaki Urdangarin
En los últimos tiempos ha circulado por La Zarzuela un estudio tituladoMonarquías como marcas corporativas, dirigido por el profesor John M. T. Balmer, de la Universidad británica de Bradford, en el que se analizan las fortalezas y debilidades de las monarquías europeas. Enumera entre sus activos la estabilidad política que proporcionan al Estado; su refuerzo de la imagen exterior del país; el ambiente positivo y con ausencia de conmociones políticas ideal para atraer inversiones; el selecto lobby de influencia que se ha establecido entre los monarcas europeos, asiáticos y árabes; su capacidad de proyectarse como un poderoso símbolo visual con siglos de antigüedad que fortalece la marca-país y atrae el turismo; el perfil avanzado de los países con un sistema monárquico y el sentido de comunidad que establece con sus antiguas colonias (en el caso de España, con Latinoamérica). Sin embargo, el estudio afirma que si las monarquías deterioran su reputación y prestigio por conmociones internas, si pierden el favor del legislativo o de la calle, están abocadas al ocaso. Por tanto, la primera labor de cada casa real es conservar el prestigio de la institución, que los ciudadanos la consideren útil, que nada empañe su imagen. Y ponerlas al día. Esa evolución es básica para su supervivencia. Algo que todos sus titulares han comenzado a hacer renunciando a algunos de sus privilegios, permitiendo a sus herederos que se casen con plebeyas, pagando impuestos, haciendo públicos sus ingresos, borrando las liturgias más palaciegas, eliminando la preferencia del varón sobre la hembra en la sucesión al trono, mezclándose con el pueblo y, en general, adoptando un estilo más austero.
Dentro de esa línea argumental, el príncipe Felipe está convencido de que una Monarquía puesta al día puede prestar aún servicios a España. El trabajo del heredero se mueve a través de tres ejes. El primero, el de representación exterior, promoviendo el comercio internacional y el prestigio de España fuera de sus fronteras, incluida la promoción del español. El segundo, la solidaridad, la innovación, los valores éticos y el conocimiento a través de sus fundaciones, un trabajo del que se encuentra especialmente orgulloso. Y el tercero, a través de lo que en La Zarzuela denominan activos inmateriales, es decir, apoyando la estabilidad, la convivencia, la armonía entre las ideologías y el equilibrio territorial. Simbolizar, representar, arbitrar y moderar. Hoy lo hace a pequeña escala; en el futuro jugará en las grandes ligas.
No lo tiene fácil, pero los nervios no le delatan; sigue ofreciendo una imagen de serenidad. Ni un mal gesto ni una mala palabra. Frente a las turbulencias que vive la Monarquía, él podría contestar con la misma frase del historiador Jaume Vicens i Vives que pronunció en catalán el 14 de diciembre de 2011, solo un mes más tarde de que la Fiscalía Anticorrupción registrara policialmente la sede del Instituto Nóos, en Barcelona, la institución creada por Urdangarin para sus actividades económicas: “Encontraremos el camino y la luz y nos desharemos de la noche y la niebla”.

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¿Nos merecemos estos políticos?


TRIBUNA

¿Nos merecemos estos políticos?

Las descalificaciones genéricas de la clase política son injustas e impiden sacar lecciones de una crisis que afecta a la sociedad entera. También la ciudadanía es responsable de lo que ocurre en la esfera pública

Cada país tiene los políticos que se merece” suena a frase del Antiguo Testamento. O, por decirlo en unos términos que podría haber suscrito el filósofo norteamericano Hilary Putnam, parece una afirmación planteada desde el punto de vista de Dios. Como si fuera posible colocarse fuera de la realidad y desde ahí, provisto de una tabla de valores indiscutible con la que dictaminar qué es merecido y qué no, sentenciar el vínculo que mantienen los políticos con su sociedad. Pero, si examinamos la frase con un poquito de atención, de inmediato podremos comprobar que la misma encierra una significativa ambivalencia. Porque, de un lado, puede ser interpretada en una clave finalmente exculpatoria de aquellos a los que se refiere. En efecto, los políticos vendrían a expresar algo así como el destino de un pueblo, la materialización de lo que el franquismo gustaba de denominar sus “demonios familiares”. Nada les podría ser reclamado en sentido fuerte en la medida en que ellos mismos, en algún caso a su pesar, no harían otra cosa que representar lo mejor y lo peor de la sociedad que los había aupado al poder.
Pero también cabe poner el acento no tanto en la indulgente desresponsabilización de la llamada clase política como en la responsabilización de otros sectores de la sociedad. Porque hay una forma de rechazar la adecuación políticos-país, que ha hecho notable fortuna entre nosotros últimamente (aunque en otros países, como Argentina, acumulaba una larga tradición), ante la que conviene estar prevenidos por lo que tiene de engañosa. Es la interpretación según la cual los políticos que tenemos vendrían a constituir en última instancia una especie de efecto perverso de la sociedad. Esta los habría colocado en el poder con el encargo de que asumieran las tareas relacionadas con la cosa pública y ahora se encontraría con la desagradable sorpresa de que sus elegidos estarían incumpliendo el encargo que les transmitió, habrían sacado los pies del tiesto e, independizados de toda tutela social, camparían por sus respetos, dedicados a su propio provecho, ejerciendo con todo descaro de élites extractivas, por utilizar la contundente terminología acuñada por Daron Acemoglu y James Robinson en su libro Por qué fracasan los países.
Vivimos una crisis de la sociedad entera, incapaz de pensarse como un todo unitario y sin valores compartidos a los que apelar
Que nuestros políticos han cometido severos errores es cosa que no creo que nadie ponga en duda a estas alturas, pero nada ganaríamos (más bien al contrario) incorporándonos al malintencionado aquelarre de distracción consistente en convertirlos en chivos expiatorios de la situación actual. Incluso en algunos de los reproches que se les suele dirigir —tales como “no haber frenado a tiempo la burbuja inmobiliaria”, “haber tardado demasiado en detectar la gravedad de la crisis”, “no haberse opuesto con suficiente energía a la desregulación de los flujos financieros” y otros similares que tanto se repiten de un tiempo a esta parte— se deja ver el carácter en última instancia subalterno que en muchos momentos les correspondía. Con lo que el segundo sentido de la ambivalente afirmación con la que iniciábamos este artículo podría entonces quedar sustanciado en el formato de una pregunta: ¿acaso también nuestros banqueros, jueces, periodistas, profesores universitarios, etcétera, son los que nos tenemos merecidos?
Pero que nadie vaya a pensar que esta ampliación de la responsabilidad desemboca en alguna variante de difuminación de la misma. Por el contrario, sobre lo que la ampliación pretende llamar la atención es precisamente sobre el calado de la gravedad de la situación que nos está tocando padecer, que tal vez no sea solo de crisis institucional —como ya ha sido señalado, y con toda razón, por múltiples voces— sino de crisis de la sociedad por entero. Una sociedad que está resultando incapaz de pensarse a estas alturas como un todo unitario, como un cuerpo social (por utilizar una metáfora clásica), deshilachada por completo, sin instancias en las que reconocerse ni valores compartidos a los que apelar.
Algún día habrá que pasar cuentas con los teóricos del individualismo posmoderno
De ser esto cierto, conviene apresurarse a puntualizar que no habríamos emergido en este escenario por casualidad o de manera inexplicable. Acaso lo más correcto fuera decir que, en la prehistoria de la situación actual, se encuentra la demolición de los muros de contención a la que con tanto empeño se afanaron algunos en las últimas décadas y que ha propiciado que, cuando la crisis ha estallado con toda su virulencia (lo que es como decir: cuando el capitalismo financiero y especulativo ha mostrado su más despiadado rostro), nada ha podido barrar el paso a este monstruoso tsunami de codicia que amenaza con llevárselo todo por delante. Los muros demolidos lo eran de muy diversos tipos, incluidos los ideológicos. Algún día habrá que pasar cuentas, puestos a señalar un aspecto nada menor, por el eficaz papel legitimador de lo que terminó ocurriendo desempeñado por aquellos desenvueltos teóricos del individualismo posmoderno, bien considerados incluso por sectores progresistas en las épocas en las que la competitividad más feroz parecía verse recompensada con el premio del triunfo social (y no como ahora, que ha mutado en un descarnado sálvese quien pueda).
No resulta fácil en este paisaje devastado reivindicar los valores imprescindibles para que no se desgarre por completo el tejido de vínculos sociales que nos constituye como seres humanos y fuera del cual no hay otra cosa que la amenaza de la selva. No se trata ahora de entretenerse a llorar sobre la leche derramada, añorando unos presuntos buenos tiempos perdidos, más cohesionados y solidarios. Lo que procede es extraer las lecciones pertinentes de lo ocurrido y obrar en consecuencia. Porque no todo es decepción ni sentimiento de profunda derrota. Buena parte de las iniciativas que de un tiempo a esta parte han ido surgiendo para expresar no solo los rechazos concretos a las diversas operaciones que desde el poder se emprenden con el inequívoco objetivo de desmantelar los servicios públicos y de protección social existentes, sino también la decidida exigencia de auténtica democracia (de democracia real), en cierto modo están señalando la dirección que conviene seguir.
Llevamos acumuladas demasiadas experiencias de frustración como para conceder más cheques en blanco
Por supuesto que semejante exhortación tiene una contrapartida insoslayable. Porque postular el abandono de la condición de meros espectadores de la política y reivindicar como propias determinadas iniciativas surgidas de manera espontánea desde la misma sociedad (llámese 15-M, movimiento antidesahucio o como se quiera) es vinculante. De obrar en consecuencia, estaríamos abandonando la antigua condición de meros reclamantes de los comportamientos de nuestros representantes para pasar a convertirnos en protagonistas, en la cuota que nos correspondiera, a los que también por tanto se les podría exigir responsabilidad. Esta nueva condición adquirida nos obligaría a dar cuenta ante todos de nuestras acciones en la esfera pública, y esto incluye no solo lo que hacemos sino también con quién lo hacemos, o lo que, pudiendo, dejamos de hacer.
Si, para concluir, tuviera que resumir en forma de propuesta todo lo planteado hasta aquí lo haría como sigue. Olvidémonos de predestinaciones (del tipo “cada país tiene...”) y apoyemos a los políticos que realmente se lo merezcan y solo a ellos. Parece haber quedado atrás de forma irreversible el tiempo de la laxitud, el posibilismo y el mal menor como criterios a la hora de seleccionar a nuestros representantes. Llevamos acumuladas demasiadas experiencias de frustración desde aquel ya lejano desencanto de la primera hora de nuestra democracia como para conceder más cheques en blanco a quienes parecen haberse convertido en auténticos profesionales de solicitar en periodo electoral una última oportunidad. Pero, sobre todo, hagámonos nosotros merecedores, si se quiere seguir utilizando tales términos, de otros políticos y especialmente de otras formas de hacer política.
Apenas con diferentes palabras: apliquémonos los mismos estándares de conducta que les reclamamos. Solo eso nos concederá la mínima autoridad moral para no rebajar nuestro nivel de exigencia y de control sobre ellos. (Por poner un ejemplo bien concreto —y dicho sea con tanta franqueza como humildad— yo no creo merecerme el president de la Generalitat que me está tocando la desgracia política de padecer. No dudo que se lo merezcan quienes lo han votado y, sobre todo, quienes tanto han jaleado sus erráticas propuestas, pero en modo alguno, desde luego, quienes desde bien temprano nos manifestamos en contra de las mismas. Hasta aquí podíamos llegar).
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona. Premio Internacional de Ensayo Jovellanos 2012 por su libro Adiós, historia, adiós.

El juez impone a Urdangarin y su socio una fianza civil de 8,1 millones de euros


El juez impone a Urdangarin y su socio una fianza civil de 8,1 millones de euros

El duque de Palma y su socio tienen un plazo de cinco días para depositar el dinero

El instructor del caso justifica su decisión en un auto de unos 500 folios

El juez que investiga la supuesta apropiación indebida de fondos públicos del duque de Palma, Iñaki Urdangarin, y de su socio, Diego Torres, a través del Instituto Nóos ha impuesto una fianza de 8,1 millones de euros a ambos imputados. La mayoría del dinero logrado para organizar eventos relacionados con el deporte y el turismo acabó en la caja de empresas privadas de Urdangarin, de Torres o de ambos. Torres y Urdangarin tienen un plazo de cinco días para reunir el dinero. Ambos deben responder solidariamente, es decir, ponerse de acuerdo, ya que no se establece qué cantidad debe aportar cada uno. En caso de no hacerse efectiva la fianza acarrearía el embargo de sus propiedades.
El instructor José Castro, que justifica su decisión en un auto de 500 folios, ha decidido aceptar la petición fiscal para imponer una fianza de responsabilidad civil a ambos para responder del supuesto daño patrimonial causado a las arcas públicas. Los imputados presuntamente usaron Nóos, una entidad sin ánimo de lucro, para lograr contratos millonarios de los Gobiernos de Baleares, y la Comunidad Valenciana, ambos del PP, sin que mediara concurso alguno.
Torres y Urdangarin montaron un negocio en 2003 basado en laposición privilegiada del yerno del Rey, que se encargaba de las relaciones públicas para lograr contratos de distintas administraciones. Durante los tres primeros años, su negocio, articulado bajo el paraguas de una supuesta entidad sin ánimo de lucro llamada Instituto Nóos, logró más de siete millones de euros de los Gobiernos de Baleares y de la Comunidad Valenciana, en este caso con la colaboración del Ayuntamiento de Valencia.
La mayor parte de ese dinero no se dedicaba a organizar los eventos para los que habían sido contratados sino que formaba parte de los beneficios de Torres y Urdangarin, que simulaban supuestos contratos de prestación de servicios suscritos por el Instituto Nóos con empresas privadas con ánimo de lucro que eran de su propiedad, según la investigación judicial y policial.
Una de las empresas privadas más beneficiadas por el negocio de Urdangarin y Torres a través del Instituto Nóos se llama Aizoon y es propiedad del duque de Palma y de su esposa, la infanta Cristina. Pese a este hecho y a que la infanta formaba parte de la Junta Directiva de Nóos, el juez José Luis Castro, que instruye esta causa, no ha visto indicios suficientes para imputar de momento a la hija del Rey, al considerar que su participación en la trama fue nula.
Sin embargo, en los últimos meses se han conocido correos electrónicos que implicarían a la infanta Cristina en alguna mediación a favor de los negocios de su marido y el socio de Urdangarin, Diego Torres, amenaza con hacer públicos nuevos correos electrónicos para involucrar todavía más a la esposa del duque de Palma en los irregulares negocios de Nóos.
El caso Nóos arrancó tras descubrir el juez en unos registros relacionados con el caso Palma Arena —la construcción de un polideportivo con un 100% de sobrecoste sobre el precio de licitación de la obra— unos documentos sobre los contratos del Gobierno balear que presidía Jaume Matas con el Instituto Nóos para organizar en Palma de Mallorca unos eventos relacionados con el turismo y el deporte.
Tras más de un año de investigación, la fiscalía y el juez han descubierto numerosas ilegalidades en la forma de actuar de Nóos, por lo que imputó a sus dos principales responsables por considerar que hay indicios suficientes de que han podido cometer los delitos de malversación de fondos públicos, falsedad documental y fraude a la administración. La investigación también ha destapado dos supuestos delitos fiscales cometidos por el duque de Palma a través de la empresa Aizoon cuya propiedad comparte con su mujer.

Palma deja sin calle al duque de Palma

El Ayuntamiento de Palma de Mallorca ha decidido retirar la denominación de Rambla de los duques de Palma a la calle que hasta ahora la llevaba. La razón esgrimida ha sido "la indignación popular" ante escándalo de corrupción del caso Urdangarin.
El PP se había opuesto hasta ahora a la petición de la izquierda y los nacionalistas. La Casa Real ha sido ya informada de la rectificación del callejero de la capital balear.