13 de noviembre de 2017
Franco ha muerto
Franco ha muerto
Ningún ataque de retórica guerracivilista justifica atribuir a España
comportamientos fascistas
Una
pancarta en el balcón del Ayuntamiento de Barcelona. JOAN
SÁNCHEZ
Elio Di Rupo, Pablo Iglesias, Carles Puigdemont o cualquiera de los que
se atreven estos días a atribuir a España una política franquista, fascista o
autoritaria podrían aclararse recurriendo a cualquier ejercicio razonable y
objetivo de memoria, a cualquier hispanista o manual de historia reciente o,
simplemente, al mismísimo Le Canard Enchainé, que
en un reciente número ridiculizó las acusaciones del expresident catalán relatando cómo, “pese a todo,
consiguió escapar de las milicias necesariamente fascistas que recorren
Cataluña y alcanzar Bélgica. Un desafío asombroso”. Gracioso, pero esta
confusión requiere algo más que humor.
Las acusaciones de franquismo a España o a su Gobierno no son solo
extemporáneas, absurdas y llamativas. Es sobre todo insultante, ofensivo e
intolerable que un exprimer ministro belga como Elio di Rupo, socialista
francófono al frente del Gobierno belga de 2011 a 2014, haya acusado a Rajoy de
actuar como un “franquista autoritario”, algo que equivaldría a acusar a Angela
Merkel de “nazi totalitaria” por alguna decisión de la justicia alemana de la
que pueda discrepar el señor Di Rupo. Un periódico británico editorializa sobre
los “presos políticos” de Rajoy. Y en una emisora de radio se pregunta a sus
lectores si España está actuando “como un Estado fascista”. ¿Preguntarían lo
mismo sobre Alemania, o un extraño paternalismo hacia España, sumado a la mística
guerracivilista tan trabajada literaria y periodísticamente, sigue recorriendo
de forma facilona la prensa británica en medio de su propia confusión ante el
Brexit y el populismo euroescéptico?
Los ataques al prestigio de la democracia española desde fuera son, sin
duda, material que el Gobierno debe vigilar y combatir con inteligencia, pero
el verdadero problema es seguramente que se han hecho posibles por la facilidad
con la que se realizan y repiten en nuestro propio país. Pablo Iglesias, Irene
Montero, Pablo Echenique y muchos otros han sintonizado con el rabioso discurso
de Puigdemont sobre el supuesto franquismo español en un mímesis inquietante,
más aún porque conocidos nombres izquierdistas como Paco Frutos o Alberto
Garzón —por no hablar de los historiadores profesionales y el sentido común— se
desmarcan de cualquier similitud entre los presos políticos de la dictadura y
los actuales investigados por rebelión, sedición y malversación a cargo de los
tribunales. La propia
Amnistía Internacional, una organización decana en su
lucha por los perseguidos y nada sospechosa de contemporizar con el poder, ha
negado la consideración de presos de conciencia a los miembros del Govern, la
mesa del Parlament y las organizaciones civiles. E hispanistas como Henry Kamen
han aclarado que si alguien está actuando al estilo franquista es el frente
separatista al falsear los datos históricos para construir su relato.
España es una democracia madura que ha sabido dar lecciones de
tolerancia en materia sexual, religiosa e ideológica. Que ha acogido sin
traumas ni brotes racistas a millones de inmigrantes. Que ha escalado en
índices de calidad democrática al puesto 17 de todo el mundo en el índice
de The Economist, por ejemplo, solo por debajo de
Reino Unido y por encima de Estados Unidos, Italia, Francia o la propia
Bélgica. Padece problemas que urge abordar como la corrupción, la precariedad
laboral y la renovación de la Constitución que —entre otras cuestiones— permita
abordar y solucionar el problema catalán. Pero ningún ataque de retórica vacía
y guerracivilista como el que parecen sufrir los populistas, los
independentistas y cierta prensa anglosajona puede justificar las alegaciones
sobre la supervivencia del franquismo. Estamos en 2017 pero, si es preciso, lo
recordaremos: españoles (¡y europeos!), Franco ha muerto.
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