2 de noviembre de 2017
Hispanofobia española
Hispanofobia española
En un momento crítico, Iglesias y sus aliados emprenden una operación de
sabotaje al Estado español que retoma las viejas pulsiones autodestructivas. La
operación de fondo consiste en renegar de la Constitución, de la bandera
‘rancia’ y del ‘sistema‘
EULOGIA MERLE
La simplificación del procés —o el proceso, en sentido kafkiano— a un conflicto
entre Cataluña y España tanto subordina el escenario principal —la división de
Cataluña misma— como subestima la operación de sabotaje de España a la propia
España. La sugestión de una emergencia nacional tendría que haber privilegiado
el deber patriótico respecto al ventajismo político, pero el Gobierno de Rajoy,
muchas veces negligente en la gestión del caos, ha sido expuesto a un
escarmiento de la deslealtad que aspira a la implosión de la sociedad en una
crisis de identidad nacional.
El pretexto es el antimarianismo, la fobia al PP, la maldición de
Génova, pero esta misma bandera exorcista ha introducido confusión y felonía.
Confusión porque los detractores de España en su realidad contemporánea
—los indepes, Pablo Iglesias, los otros nacionalismos—
sobreponen el Estado y el presidente del Gobierno conscientes del desprestigio
de Rajoy. Y felonía porque la operación de fondo no consiste tanto en provocar
la caída de un Ejecutivo como renegar de la Constitución, del “frente
monárquico”, de la bandera rancia y del
“sistema”, cuyo pecado original digno de expiarse sería el linaje franquista y
la derivada del régimen del 78.
Ninguna manera más eficaz de probar semejante corrupción que la
represión brutal de los tricornios, la coacción electoral del 1-O, el
confinamiento de presos políticos —Jordi I y Jordi II— y el sesgo tiránico,
“golpista”, con que se ha interpretado la aplicación severa del artículo 155.
La crónica frívola del victimismo indepe ha
incorporado todas estas falacias como extremos inequívocos de la opresión y
como síntomas de una supresión de derechos. El problema es la celeridad con que
han asumido este mismo discurso incendiario otras formaciones del parlamento
nacional. Y no Bildu o ERC en la connivencia oportunista del separatismo, sino
el PNV desde el chantaje a los presupuestos generales y, sobre todo, Podemos,
cuyo líder ha estimulado las conexiones en Bruselas para denunciar en la
instancia de la Comisión Europea la violencia del Estado español. Exigía la
formación morada, incluso, activar contra la credibilidad y estabilidad de su
propio país el artículo 7 del Tratado de la UE. Habría España infringido el
capítulo de “valores fundamentales”. Y se le debería escarmentar sustrayéndola
del voto y de otras funciones capitales en el organismo supremo e
intergubernamental del Consejo Europeo.
La iniciativa no ha prosperado más allá de su propio exotismo, pero es
ilustrativa no sólo del insólito fervor comunitario que parece haber
descubierto la euroescéptica Podemos, sino de la conspiración que España urde
contra sí misma en un frente abierto e inesperado cuyas energías desestabilizan
la concentración en la prioridad histórica de la crisis catalana.
Se diría que el españolismo se ha convertido en un folclorismo
anacrónico. Y que cualquier escrúpulo hacia la Constitución o hacia la
incolumidad del Estado se interpreta desde Podemos y sus satélites —Ada Colau,
por ejemplo— como una trasnochada veneración sentimental. Ha prosperado no en
Barcelona, sino en Madrid, un ajuste de cuentas que indistintamente denuncia el
genocidio indígena, que maldice los Pactos de la Moncloa y que reconoce la
adanista, pura, identidad de los pueblos, siempre y cuando esa identidad no
consista precisamente en la española ni se revista de la bandera roja y gualda
o incurra en una autoestima patriótica.
Reaparece así una antigua tradición autodestructiva que el historiador
Stanley Payne describió desde la academia y la equidistancia. La peculiaridad
de la leyenda negra de España —su ferocidad
imperialista, su pulsión inquisitorial, su esclavismo, su oscurantismo
intelectual— no consiste sólo en que la fomentaran las potencias rivales desde
la propaganda y la hegemonía geopolítica, sino que le otorgase musculatura la
propia intelectualidad y progresía nacionales. Fue necesario incluso crear un
neologismo hiperbólico, el “excepcionalismo”, para definir la propensión a la
vergüenza patriótica que ha adquirido impostura teatral estas semanas de
camisetas y banderas blancas.
Ya lo escribía la historiadora Elvira Roca Barea: los intelectuales
españoles han tenido que ser hispanófobos para alcanzar una posición de
prestigio. Sucedió con la pérdida de Cuba y de Puerto Rico en el
desmantelamiento del imperio colonial. Ocurrió en el primer brote del
nacionalismo decimonónico. Los rivales de España estaban fuera y estaban
dentro. Y más dentro que fuera están ahora, toda vez que la campaña de
desprestigio que encabeza Pablo Iglesias desde el derecho de autodeterminación
y la aquiescencia de una cierta izquierda mediática, aspira a desfigurar el
modelo de convivencia, incluso a abjurar de un milagro político, la transición,
que se estudia y observa en ultramar como una proeza de responsabilidad,
audacia, cesión y consenso.
No termina de superarse el cainismo celtibérico. La riña a garrotazos de
Goya representa un símbolo cultural y antropológico que exige periódica
renovación de sudor y de sangre. Pero no estamos en la pugna de una España
contra otra España, a la usanza del guerracivilismo ni de las antiguas
implicaciones ideológicas, sino en una hispanofobia de matriz española cuyos
exégetas instan a avergonzarse de la nación, balcanizarla y caricaturizarla
como un parque temático donde están proscritos los sentimientos de pertenencia a
un proyecto común.
Ser español no significa emocionarse con Manolo Escobar, por mucho que
el difunto mito almeriense haya resucitado como una insólita expresión de la
canción protesta. Significa reconocerse en un país que ha prosperado sin
rencor, que ha superado la aberración del terrorismo etarra, que se ha adherido
al proceso de construcción europeo, que ha progresado en la tolerancia y en la
conquista de derechos sociales, que se ha descentralizado, que es solidario y
generoso —la donación de transplantes, las manos blancas—, que ha extirpado de su naturaleza
política la extrema derecha y cuya idiosincrasia plural, compleja
caleidoscópica no consiste en la restricción ni en la exclusión, sino en una
concepción de la identidad enriquecida a la que pretende devorar el oso
cavernario apretando las fauces del populismo y el nacionalismo.
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