19 de noviembre de 2017
Ignacio Camacho. El mito fallido
OPINIÓN
Vista desde ahora, con el artículo 155 triunfante, la autonomía intervenida, Puigdemont fugado (y pelado) y la cúpula soberanista procesada o en la cárcel, cuesta creer que la revolución catalana de octubre llegase a parecer tan inquietante. Siempre quedará la duda de si el colapso que amenazó la democracia constitucional, con una gravedad que obligó a la salida en tromba del propio Rey Felipe, se debió a que la respuesta correcta del Estado llegó tarde. El procés no tenía ni media bofetada, y su actual desplome obliga a preguntarse cómo fue posible aquel momento crítico en que la estabilidad de España zozobró bajo la presión del separatismo en las calles.
Todo eso sucedió, sin embargo, y con severos daños colaterales; y acaso hubiese ido a mayores de no haber cometido los independentistas unos errores tan flagrantes. El principal, como ha quedado patente, su tendencia narcisista a autosobrevalorarse. Sabiendo que les faltaba masa crítica y un plan de fondo más allá del ataque, se lanzaron en picado sin pensar en el aterrizaje. Se obcecaron con la declaración de ruptura creyendo que la propia dinámica de la insurrección tendería a solucionar sus carencias estructurales. Su célebre hoja de ruta estaba mal calculada: al minusvalorar la energía del Estado no tuvo en cuenta que la DUI no era el principio sino el final del viaje.
Esta deflación del nacionalismo, que ahora no sabe cómo reformular sus objetivos, responde a una orfandad política e intelectual manifiesta tras el desengaño de su gran mito. La proclamación de independencia no ha servido para nada salvo para disparar en una salva la bala decisiva y dejarles a sus propios promotores una penosa sensación de proyecto fallido. Fue un desahogo, una efusión calenturienta, un éxtasis autocomplaciente de efectos mínimos. O máximos, según se mire, pero en su contra: ahora tienen el autogobierno suspendido, a sus partidarios en estado de shock y la cárcel como expectativa para ellos mismos. Aún pueden ganar las elecciones, sí, pero ya no les sirven de plebiscito. Y además han movilizado en Cataluña a una sociedad civil replegada y han despertado en el resto de España una oleada inédita de patriotismo. Su mejor horizonte es el de mantenerse en una especie de empate infinito.
Todos esas equivocaciones -y las de Podemos, que también se ha confundido- han acabado por fortalecer al sistema en vez de destruirlo; no hay acierto más eficaz que los fallos del enemigo. Pero eso no quiere decir que haya desaparecido el peligro del nacionalpopulismo; sólo que ha tropezado con su propia mitología y se ha metido solo en un laberinto. Ese fracaso abre una oportunidad de oro para el constitucionalismo español, si no cae en la debilidad, en el apaciguamiento apocado o en el complejo remordido. Una ocasión, y una responsabilidad histórica, de enfriar el recalentado proceso catalán durante otro cuarto de siglo.
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