16 de noviembre de 2009

LOS FRANCO NO DECÍAN GRACIAS AL SERVICIO

Sábado, 14 de noviembre de 2009. AÑO XXI. NÚMERO: 7.271. EDICIÓN MADRID. PRECIO: 1,50 EUROS.
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Todas las familias felices son distintas, pero las desgraciadas son todas iguales (Vladimir Nabokov)

LA OTRA CRONICA

JUAN COBOS ARÉVALO / UN LIBRO CON HISTORIA

LOS FRANCO NO DECÍAN GRACIAS AL SERVICIO

Juan Cobos, mayordomo en el Palacio del Pardo, ha decidido contar lo que vio y oyó cuando trabajaba con la familia Franco. En su libro data la que pudo ser la primera aventura de Ana Obregón

BEATRIZ MIRANDA

Las paredes no oyen. ¿O sí? Creía el caudillo que esas estatuas que convivían con él en el Palacio del Pardo en calidad de servicio doméstico guardarían para siempre los secretos de su intimidad. Lo que jamás imaginó es que, 34 años después de su muerte, los labios de estos fieles vasallos dejarían de estar sellados. Juan Cobos Arévalo, mayordomo del dictador durante la última etapa al frente de España, lo cuenta todo en un libro a la venta a partir del 20-N sobre los detalles de La vida privada de Franco -el título de la editorial Almuzara-. Detalles que retratan los delirios de grandeza de una saga que se creía custodia de una nación pero que también cometió sus renuncios.

Cobos, de 61 años, no era sólo quien servía la mesa o preparaba el reclinatorio de la capilla a Sus Excelencias en la residencia oficial. También era quien le abría la puerta del palacio a Ana Obregón en sus encuentros con Francis, el nieto mayor. «Va a venir la señorita Obregón. La pasa usted a mi dormitorio», le decía el joven al siervo con frecuencia. La pareja se veía en una sala con un recorrido histórico a la altura de la ilustre invitada, ya entonces en todas las salsas. «Esa habitación fue el despacho de Eva Perón y Abdullah de Jordania durante su estancia en España», recuerda.

Desde 1969 hasta 1975, Cobos fue cómplice, que no partícipe, de la gélida rutina de un matrimonio que se vendía como paradigma de la estabilidad. «El dictador estaba colocado en tal pedestal que era Franco las 24 horas del día. Jamás hablaba de lo mundano. Se ponía la misma muralla frente a su familia que frente a cualquier ministro», sostiene. En esas eternas comidas que Carmen Polo y él siempre compartían con otras personas, era ella quien dirigía la conversación. «Él veía, oía y callaba. Había un mutismo total por su parte, pero se enteraba de todo. El silencio era su arma, así dejaba o no dejaba hacer. Nunca dijo nada de la pelea entre el marqués de Villaverde y su médico personal».

DELIRIOS DE GRANDEZA

Cobos sostiene que las conocidas ansias de los Franco por pertenecer a la realeza provenían directamente del matriarcado: «No noté que él quisiera poner a Carmen Martínez-Bordiú en la Zarzuela, pero nunca impidió que en el palacio se tratara de Altezas a los duques de Cádiz. En alguna ocasión, la abuela llegó a hacerle una reverencia a su nieta».

Sometido a unas férreas instrucciones, los criados de los Franco jamás pillaron al dictador en un requiebro. «Debíamos anticiparnos a sus necesidades y hacernos los tontos. El "por favor" y el "gracias" no estaba en su vocabulario ni en el de su familia. Jamás me atreví a felicitarle por Navidad».

Las exigencias de Franco empezaban por sí mismo. Su extrema disciplina se extendía, incluso, al control de sus esfínteres: «En los descansos de los consejos de ministros, los miembros iban al baño, pero él jamás».

Eran muy pocos los que tenían confianza con el Generalísimo, a excepción de las mujeres de la casa y algún familiar excéntrico que se permitía ese lujo. Gonzalo de Borbón, por ejemplo, hizo alarde de su educación en una visita contando que había conocido a una joven que, cuando se la llevó a un hotel «resultó ser un tío». Franco se limitó a mirarle friamente.

La muerte del dictador tampoco está exenta de anécdotas en la memoria del mayordomo. Cobos revela que Carmen madre e hija no renunciaron a su sesión de cine semanal en palacio los días previos al fallecimiento del caudillo, ya ingresado. Es más, rehuyeron con ayuda del servicio una visita protocolaria de consuelo a la familia para no perderse la película. «Nos sentó fatal», sentencia.

elmundo.es

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