15 de noviembre de 2011
¿Laicismo? Los políticos todavía no se atreven
Altos prelados, encabezados por el arzobispo de Atenas y Primado de Grecia, Jerónimos II, tomaron juramento este sábado pasado al nuevo Gobierno de Grecia. Es en Europa el ejemplo mayor de maridaje del Estado con una religión. España ha avanzado algo en el camino hacia la laicidad, pero persisten parecidos signos de confesionalismo. Ocurrió todavía en la toma de posesión de los últimos ministros del Gobierno Zapatero, José Blanco (portavoz) y Antonio Camacho (Interior), y de los vicepresidentes Elena Salgado y Manuel Chaves, que cambiaban de rango. Lo hicieron ante un ejemplar de la Constitución, un crucifijo y una Biblia abierta por el capítulo XXX del Pentateuco, el llamado Libro de los Números.
Cada campaña electoral resurge el debate de la laicidad, pero esta vez con menos entusiasmo. Es la consecuencia de promesas incumplidas en el pasado. Pese a todo, hay compromisos de reforma concretos, sobre todo por parte del PSOE, IU y Unión Progreso y Democracia (UPyD). Enfrente, los obispos se muestran convencidos de que no habrá sorpresas, una vez espantada hace un año la amenaza de una ley de Libertad de Conciencia, que Rodríguez Zapatero tenía preparada para poner orden en la confusión entre el Estado y religión católica.
Cada vez hay menos católicos practicantes en España. Se vacían iglesias, se cierran conventos y seminarios y la edad media de los sacerdotes se acerca a los 70 años. Según las encuestas del CIS entre 2000 y 2010, el porcentaje de españoles que se declaran católicos oscila entre el 74% y el 82%. Pero muchos son cristianos romanos de palabra, o por convención social. Por eso no hacen caso a la mayoría de los preceptos del Vaticano, incluido el más cómodo de ir a misa todo los domingos y las llamadas “fiestas de guardar”. Lo hace apenas el 13% de los que se creen creyentes.
Además, pocos católicos, sobre todo entre los políticos, hacen caso de lo que predican sus jerarquías. Pero el poder eclesiástico no cede. Avanza la secularización de la sociedad (el papa Benedicto XVI cree que España es ahora el país más necesitado de una nueva evangelización), pero retrocede la laicidad.
“Vivimos en un país laico y cada vez seremos más laicos”, proclamó Rodríguez Zapatero poco antes de llegar a la presidencia del Gobierno. Fue cuando anunció la promulgación de una ley de Libertad de Conciencia que garantizase la igualdad entre religiones, sin privilegios. El compromiso parecía al alcance de la mano cuando, ya en el poder, la vicepresidenta primera del Ejecutivo, María Teresa Fernández de la Vega, se comprometió incluso a rebajar los milmillonarios subsidios que el Estado aplica cada año para el sostenimiento del clero, el culto y las actividades sociales del catolicismo. “El dinero para la Iglesia tendrá que ir a menos. Los obispos tendrán que cumplir su compromiso de autofinanciarse. No hay ningún país de Europa donde la Iglesia católica esté mejor tratada que en España”, sostuvo en noviembre de 2005.
Se pensó entonces que, si el Gobierno del PSOE se atrevía a tocar la cartera a los obispos, el camino hacia la laicidad podía estar despejándose. Vana ilusión. Dos años más tarde, el Gobierno Zapatero cedía a los prelados un privilegio económico que los Ejecutivos anteriores, incluso los de derechas, les habían negado. Fue en enero de 2007, mediante un simple “canje de notas” entre el ministro de Asuntos Exteriores, entonces Miguel Ángel Moratinos, y el nuncio (embajador) del Estado vaticano en Madrid, el arzobispo portugués Manuel Monteiro.
El nuevo sistema elevó el 34% el coeficiente del IRPF que recibe el episcopado por deseo de los fieles que ponen la equis en la casilla correspondiente (hasta el 0,7% de la cuota). Además, daba carácter “estable” al modelo. El Gobierno libraba así a la jerarquía de una de sus promesas incumplidas: la de autofinanciarse. Ese fue su compromiso cuando firmó los acuerdos de 1979, sustitutos del Concordato franquista de 1953. Dice el artículo dos del acuerdo sobre Asuntos Económicos: “La Iglesia católica declara su propósito de lograr por sí misma los recursos suficientes para la atención de sus necesidades”. Mientras tanto, se añade, “el Estado se compromete a colaborar con la Iglesia católica en la consecución de su adecuado sostenimiento económico, con respeto absoluto del principio de libertad religiosa”.
Para ello se articuló un sistema provisional de “dotación” mientras se encontraba (plazo: tres años) una fórmula más adecuada de asignación de recursos. El proceso parecía diáfano: al final del citado artículo se proclamaba: “Ambas partes se pondrán de acuerdo para sustituir los sistemas de colaboración financiera expresada en los párrafos anteriores, por otros campos y formas de colaboración económica entre la Iglesia católica y el Estado”.
El Ejecutivo Zapatero también libró a los obispos en 2007 del bochorno de otro gran fracaso: el del llamado “impuesto religioso”, que estaba dejando al descubierto cada año la proverbial tacañería del católico español para con sus jerarcas. Muerto el dictador Franco, su gran protector, los obispos habían asumido en 1979 el final del nacionalcatolicismo de Estado, pero confiaban en que la sociedad, que creían católica en un 98%, les apoyaría económicamente. Por eso asumieron con entusiasmo la idea del impuesto religioso, primero, y la de llegar a autofinanciarse.
Pronto bebieron de un cáliz amargo, cuando vieron que apenas el 34% de los declarantes a Hacienda ponían la equis en la casilla del IRPF que asigna una pequeña parte del impuesto a los obispos, y eso que ese acto no supone pagar más a Hacienda por ser católico, como ocurre en otros países. Por el contrario, es cada español, sea creyente o ateo, niño o anciano, católico o judío, protestante, musulmán o budista, quien paga a través de Hacienda ese impuesto católico. Además, esa asignación de Hacienda a la Conferencia Episcopal —249.456.822 euros el año pasado— es una mínima parte de la ingente aportación económica que diferentes administraciones del Estado hacen a esa confesión. Los expertos cifran en más de 6.000 millones los fondos recibidos por la Iglesia católica, liberada además de todos los impuestos excepto el IVA.
¿Por qué se dejó el Gobierno Zapatero torcer el brazo, cancelando sus promesas de caminar hacia la laicidad? El Ejecutivo buscaba espantar las críticas de los obispos, que le acusaban de persecución de lo religioso y de laicismo beligerante. Pero las críticas no cesaron, incluso con manifestaciones de obispos por las calles de Madrid, encabezados por el cardenal Antonio María Rouco. Benedicto XVI se unió al coro afirmando que el laicismo del Ejecutivo socialista le recordaba las turbulencias de la II República, de cuyo desenlace sangriento fue cómplice la Iglesia católica apoyando desde el principio el criminal golpe de Estado y la larga dictadura del general Franco. Pese a todo, el Gobierno prodigó todo tipo de zalamerías al Pontífice romano cuando visitó en agosto pasado Madrid con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud.
“El Estado laico es imposible en España. Lo impide la propia Constitución, que en el artículo 16.3 mantiene cierta confesionalidad católica y niega los principios de igualdad y neutralidad en materia religiosa. Lo dificulta todavía más el concordato de 1979 que llena de privilegios a la Iglesia católica. Responsabilidad no pequeña en esta imposibilidad le corresponde al PSOE que durante más de 20 años en el poder se ha comportado como rehén de los obispos”. Con esta contundencia se pronuncia el teólogo católico Juan José Tamayo, director de la cátedra de Ciencias de las Religiones Ignacio Ellacuría en la Universidad Carlos III.
De la misma opinión es Dionisio Llamazares, exdirector general de Asuntos Religiosos y catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado en la Universidad Complutense. Dice: “El ideal de laicidad, en interpretación del Constitucional, (separación, sin confusión, de sujetos, actividades y objetivos religiosos y estatales, y neutralidad religiosa e ideológica del Estado), es inalcanzable, mientras sigan vigentes los Acuerdos de 1979 con la Santa Sede. Por dos razones. Primero, porque contienen disposiciones inconstitucionales —en el nombramiento del Vicario General Castrense la última palabra corresponde al Jefe del Estado; la asignación tributaria implica dedicar dinero público a fines religiosos y erosiona el principio de igualdad tributaria; se inserta en el currículum y en el sistema educativo, ideológica y religiosamente neutral, la enseñanza confesional católica y queda así comprometida la constitucionalidad del régimen de la asignatura y de los profesores—. Y segunda razón y más difícil todavía, porque la internacionalidad de los Acuerdos entraña la pérdida de soberanía legislativa del Estado en la protección de derechos fundamentales (igualdad en la libertad de conciencia); es necesario el consentimiento de una organización confesional para su interpretación y revisión, y convierte a la Iglesia en colegisladora o, al menos, con derecho de veto”.
“Después de décadas de democracia formal, los enormes privilegios concedidos a la Iglesia católica, que más que menguar se han acrecentado, hacen que convivamos en un Estado confesional católico, con tendencia a ser multiconfesional”. Es la impresión del exdiputado Francisco Delgado, presidente de Europa Laica. La misma opinión tiene el catedrático Alejandro Torres, de la Universidad Pública de Navarra.
¿Es posible un cambio a la vista de los programas electorales? Delgado dice que no. “Analizados los del PSOE y el PP, las cosas van a variar muy poco, y difícilmente pueden empeorar. El PSOE ni siquiera promete ya una ley de Libertad de Conciencia, como en la anterior legislatura. Partidos como IU sí apuestan por medidas trascendentales, así que habrá que contar con ellos para movilizar a la ciudadanía, altamente secularizada, de forma creciente en particular entre los más jóvenes”.
El profesor Alejandro Torres hace estas propuesta concretas.
1. Supresión de la asignación tributaria y sustitución por un sistema de deducción de donaciones en un 25% en el IRPF.
2. Supresión de beneficios fiscales en el IBI en viviendas de los ministros de culto, así como en huertos y jardines.
3. Renuncia al nombramiento del obispo castrense por parte del Jefe del Estado.
4. Revisión del protocolo de Estado, para adecuarlo al principio de laicidad.
5. Reforma de la Ley Hipotecaria y del Reglamento Hipotecario, que permiten a los obispos inmatricular (acceso por primera vez al Registro de la Propiedad) inmuebles a partir de certificaciones de dominio expedidas por ellos mismos.
6. Sustituir el sistema de Acuerdos por un marco de derecho común que se aplique por igual a todas las confesiones inscritas en el Ministerio de Justicia.
Francisco Delgado, en cambio, cree que no es posible caminar hacia “una laicidad razonable” sin reformar la Constitución y denunciar los Acuerdos del 1979 con la Santa Sede. Dice: “Se impone la cancelación de todos los privilegios simbólicos, jurídicos, patrimoniales y políticos. La secularización de la sociedad va muy por delante de la agenda política”.
Por el contrario, el también teólogo católico Josep-Ignasi Saranyana, miembro del pontificio Comité de Ciencias Históricas en el Vaticano, no ve obstáculos en el actual sistema. Subraya: “Las relaciones Iglesia-Estado se regulan por los acuerdos entre la Santa Sede y España, de 1976 y 1979. Son acuerdos entre Estados, al más alto nivel, que nunca han sido denunciados por el Reino de España. Solo ha habido vagas e interesadas declaraciones de algunos políticos, que no afectan a la sustancia de los acuerdos”.
Según Josep-Ignasi Saranyana, también profesor emérito de Teología en la Universidad de Navarra, es en ese marco de los Acuerdos y en la regulación constitucional donde “se inscribe la laicidad del Estado”. Añade: “Esto quiere decir que el Estado español se declara incompetente en materias religiosas, pero no ignorante de la existencia de esas materias, puesto que la sociedad es naturalmente religiosa. El Estado protege esos intereses religiosos, amparando el principio fundamental de libertad religiosa. Se trata de un derecho civil, reconocido también por nuestra Constitución, en su artículo 16. Solo la salvaguarda del orden público puede introducir alguna limitación a tal libertad. Por consiguiente, no afecta a la laicidad del Estado que las autoridades participen en ceremonias religiosas, cualquiera que sea esa confesión, siempre que lo juzguen oportuno, haciéndose así copartícipes de los intereses religiosos de la ciudadanía española, que los organiza”.
Tampoco cree Saranyana que se necesite reforma alguna. “Los marcos jurídicos están bien establecidos y resultan funcionales. Lo que pediría a los políticos es que fuesen siempre muy respetuosos con el derecho, que es respaldo seguro de orden, paz social y tranquilidad ciudadana. En los últimos años ha habido ligereza en las declaraciones de algunos políticos, quizá por una insuficiente preparación jurídica. Sus planteamientos han estado muy contaminados ideológicamente, lejos de la demanda social. Todo político debe conocer muy bien la historia de su pueblo, para no caer en la tentación de liderazgos mesiánicos que a nada conducen”, sentencia.
En cambio, el profesor Llamazares sostiene que “son posibles, tanto la revisión, como la interpretación acorde con la Constitución, ambas consensuadas”. Todo eso en teoría, porque, añade, “no es probable que la Iglesia renuncie a privilegios, de los que disfruta, a cambio de nada”. Quedaría la sentencia interpretativa del Constitucional, poco probable. Cabría incluso la interpretación unilateral del Estado al legislar, y, en última instancia, la denuncia de los Acuerdos, apoyándose en la cláusula rebus sic stantibus (cambio sustancial de las creencias de la sociedad).
Llamazares concluye: “Siendo realista, no creo que Gobierno alguno afronte ese reto, cuando ninguno ha intentado erradicar las reminiscencias de confesionalidad (símbolos religiosos en espacios públicos y participación de poderes o instituciones en ceremonias religiosas) que cobija nuestro ordenamiento y que no gozan del blindaje de los Acuerdos. Estos no son una exigencia constitucional y podrían sustituirse por Acuerdos de Derecho Público Interno, unilateralmente modificables (sin comprometer la soberanía del Parlamento), que garanticen a las confesiones ser escuchadas (informe no vinculante), siempre que una iniciativa legislativa pueda afectar a sus contenidos. Es la opinión pública quien tiene que tenerlo claro”.
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