El domingo 20 de noviembre de 2011 se celebran elecciones generales en España. No se presentan candidaturas de la Comunión Tradicionalista. El proceso electoral en curso --que es, no está de más recordarlo, de por sí ilegítimo-- tenía ya en su normativa las marcas del totalitarismo, la corrupción legalizada, el clientelismo y la incongruencia, que aseguraban la nula representatividad de los elegidos. Hace unos meses, las maquinarias de los partidos del sistema han dado un paso más en su dictadura democrática, al añadir requisitos para presentar candidaturas que hacen extraordinariamente difícil la presencia de otras voces que no sean las suyas, las de los oligarcas. El partido único --de hecho-- formado por PP, PSOE, IU y nacionalistas, no quiere competencia.
No existe obligación moral de votar ni de participar en el proceso electoral. El próximo domingo, en casi toda España, la obligación moral es la contraria: la abstención.
La única opción lícita de voto se circunscribe a una región. Es legítimo otorgar el sufragio a las candidaturas de la Plataforma por Cataluña (PxC).
En todas las demás, no es lícito votar. Tampoco debe optarse por el voto en blanco, que la absurda ley electoral hace que favorezca a las listas electas, ni por el voto nulo. Trabajemos por la regeneración de España, al margen de las urnas. El 20 de noviembre, ABSTENCIÓN.
El domingo 20 de noviembre se celebran también elecciones locales parciales, en algunos municipios y entidades locales menores. Puede consultarse aquí el comunicado de la Comunión Tradicionalista sobre las elecciones municipales.
El sistema democrático, tal como generalmente hoy se entiende, se presenta a sí mismo como el único modo de evitar males innumerables en una sociedad ideológicamente dividida. Se pretende que dentro de él cabe dar apoyo a cualquier doctrina política, evitando la confrontación y la violencia. La experiencia demuestra que tal sistema conduce inexorablemente a la degeneración de las costumbres, al deterioro de la convivencia y al desorden en todos los aspectos de la vida social. Lo cual hoy no es sólo evidente para cualquier español, incluso descreído, que observe la realidad que le rodea, sino que era algo previsible a priori. Porque la partitocracia se funda esencialmente en la búsqueda de voto, para lo cual no hay más eficaz procedimiento que el halago de las pasiones individuales.
Los católicos de nuestro país, que al comienzo de la etapa democrática constituían una aplastante mayoría, han dado su consentimiento a ese proceso de degradación gracias a la aplicación de tres principios morales, malentendidos cada uno por separado y cuya conjunción ha dado muestras de una inmejorable eficacia para dejar en la más completa inoperancia política al catolicismo. Tales principios se pueden designar respectivamente como principio del mal menor, principio pacifista y principio de sagacidad.
El primero de ellos, rectamente entendido establece que, cuando no hay más posibilidad que elegir entre dos males, se ha de procurar el mal menor. El mal uso de este principio suele consistir en eliminar posibilidades realmente existentes por razones diversas.
El segundo viene a señalar que la paz es un bien deseable y muy elevado dentro de los bienes socialmente perseguibles. Pero no es un bien absoluto, pues las contiendas y enfrentamientos no sólo son permitidas, sino obligatorias, cuando se trata de salvar un bien mayor que la propia paz. Su mal uso consiste en hacer de la paz humana el bien primero e irrenunciable.
El principio de la sagacidad, vendría a señalar que el católico, el hijo de la luz, ha de obrar con prudencia, es decir con diligencia e inteligencia en las cosas de Dios, como es el ordenamiento de la sociedad política hacia el fin último del hombre. La prudencia se convierte en sagacidad bien cuando se busca un fin bueno por medios moralmente ilícitos, bien cuando se tergiversan los fines con razones que ocultan un interés mundano o carnal.
Reblandecida la pugnacidad del catolicismo por la ola de acercamiento al mundo que supuso la etapa conciliar, los lamentables eclesiásticos que dirigían la iglesia española, utilizaron su autoridad para favorecer el voto a la Constitución de 1978. A tal efecto, unas veces defendieron abiertamente el pluralismo político y otras, para vencer la resistencia de los muchos recalcitrantes, emplearon el principio del mal menor unido al del irenismo. Aunque los católicos sean más en número --venían a decir-- y la Constitución tenga numerosos puntos inaceptables para la doctrina católica, sólo cabe votar a favor de ella en orden a evitar el enfrentamiento con los partidos de izquierda que, siendo menores por el número, están mejor organizados tras la época de Franco. Eso, unido a la oposición frontal de las jerarquías eclesiásticas a la existencia de partidos políticos nominalmente católicos, produjo un mayoritario apoyo católico a una constitución atea.
A partir de ahí, la velocidad cuesta abajo hizo cada vez más costoso el camino inverso. El padre que, por evitar una pataleta, cede ante el hijo cuando quiere un caramelo antes de comer, carece en lo sucesivo de autoridad moral para no plegarse a los sucesivos caprichos culinarios de la criatura y acabará comprándole pasteles a todas horas. Hasta que una precoz enfermedad del niño obligue a tomar medidas mucho más dolorosas que cualquier perra infantil.
Hechas las primeras elecciones, de las cuales sólo salieron gananciosos los partidos laicistas, entró en juego la mezcla de los tres principios citados: el del pacifismo impedía considerar ni siquiera la posibilidad de un enfrentamiento ante poderes legalizados y enseñoreados. Los otros dos juntos dieron como resultado que se recomendara a los católicos el voto al menos malo de los partidos. Según el principio del mal menor mezclado con el de sagacidad, el voto no se había de realizar conforme a las creencias de los católicos, sino según el astuto cálculo de los votos probables y la elección entre los dos partidos más favorecidos por ese cálculo, despreciando a los partidos opuestos al sistema y defensores del orden político cristiano, porque supuestamente no iban a ser votados. La sagacidad del éxito hizo olvidar el deber. Las disquisiciones sobre las posibilidades de victoria postergaron la obligación de testimoniar las verdaderas creencias. Y así, por poner el ejemplo de la cuestiones familiares (que no son las únicas, ni las básicas), los católicos se acostumbraron a dar su apoyo, primero a los defensores de cierto tipo de divorcio, luego al divorcio indiscriminado y al aborto, para acabar votando al que, según cálculos sagaces de intenciones (siempre errados por cierto), menos infantes pensaran liquidar. Acabarán votando a quienes sólo defiendan el "matrimonio" homosexual y no el bestial o a quienes sólo legalicen la blasfemia y no el sacrilegio. E introducirán por última vez su papeleta cuando elijan entre quienes piensen liquidar limpiamente a los católicos y quienes prefieran usarlos antes como diversión en el circo. Y eso con la bendición episcopal y con la conciencia tranquila del que hace lo que puede y, por tanto, lo que debe.
El auténtico Carlismo, que nunca rehuyó el enfrentamiento necesario, desde el principio se opuso a este proceso. No apoyó ni la Constitución ni, luego, a partido alguno que no defendiera los principios básicos de la multisecular doctrina social de la Iglesia. El principio del mal menor sólo es aplicable cuando no hay otra posibilidad, pero es un engaño dar por imposibles las soluciones molestas, o que conlleven sacrificios, para luego aplicar ese principio. Por eso, hoy, cuando la entente de los partidos mayoritarios ha cambiado la ley electoral hasta impedir que concurra a las elecciones casi ningún partido de ideario tradicional, la Comunión Tradicionalista mantiene en general un abstencionismo militante. No sólo cabe votar a uno de los partidos mayoritarios, sino también torpedear el sistema con un abstencionismo de lucha que, para no confundirse con la abstención apática, debe ir acompañada de una acción política y de una propaganda eficaz. Molesto, sí, pero también moralmente obligatorio.
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