5 de febrero de 2014

La inmortalidad de la abuela

La Gaceta
  • Kiko Méndez-Monasterio
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    La inmortalidad de la abuela
    Kiko Méndez-Monasterio
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Kiko Méndez-Monasterio
  • Aunque nadie lo diría viendo la repercusión mediática, cada domingo acude muchísima más gente a las iglesias que a los estadios de fútbol.
    La religiosidad de un pueblo no puede extirparse como un tumor, como pensaba Azaña en su momento, cuando creyó que él podía legislar también sobre las almas y dijo aquella estupidez de que España había dejado de ser católica, para ver después como la propia historia le rectificaba con toda contundencia. El mismísimo Leninopinaba parecido, confiando en que su revolución acabaría con el opio espiritual, y que para ello sólo hacía falta tiempo: “Cuando mueran las abuelas, nadie recordará que un día en Rusia hubo una Iglesia”. Pero sucede que esa profecía laica se desmiente en cada generación, y que todos los esfuerzos por arrinconar y silenciar el hecho religioso nunca son suficientes.
    Aunque nadie lo diría viendo la repercusión mediática, cada domingo acude muchísima más gente a las iglesias que a los estadios de fútbol, y el desprestigio de lo católico en ciertas élites culturales y políticas sólo muestra lo distanciadas que están de la sociedad real o, como dirían los anglosajones, lo sordas que son al clamor del contribuyente, que merecería más respeto por parte de los poderes públicos.
    La nueva fiebre anticlerical que enardece a lo progre desde el zapaterismo también es parte de esa herencia que Mariano Rajoy se empeña en no rechazar. Muchos de los ataques que sufre la Iglesia son financiados con los impuestos vía subvenciones a grupos radicales o a espectáculos grotescos camuflados como cultura. Que la práctica sea casi tradicional en los gobiernos socialistas, no quiere decir que haya dejado de ser escandalosa, ni que sea inevitable para el gobierno popular, ni tampoco que el odio antireligioso vaya a conformarse con esto. Crece la hostilidad que sufren los fieles católicos, se interrumpen los oficios religiosos, se ha tratado de prender fuego a más de una iglesia, y ahora al cardenal Rouco lo maltratan en la calle, como en una versión feminista de la naranja mecánica. Más terrible, todavía, resulta comprobar como este clima de fanatismo cristianófobo es alimentado desde ciertos medios de comunicación que -en ocasiones rozando el ilícito penal- parecen querer convertir a la Iglesia en objetivo lícito de la violencia. Tampoco esto es nada nuevo, se empieza por deshumanizar a la víctima, en presentarla como enemiga de la libertad y del progreso, y se acaba por celebrar las fallas en las basílicas. Si hablasen de la religión judía en los términos en los que se califica a la católica en varios periódicos y televisiones, probablemente nos echaban de la ONU. Pero parece que contra Roma vale todo, y les crece el odio y la rabia por la persistencia de lo espiritual en el pueblo español, a pesar de tantos años de acción y propaganda.
    La misma perplejidad asaltaba a los soviéticos en los años ochenta al contemplar como décadas de totalitarismo ateo no habían logrado extirpar la religión, y al tener que asumir que la Iglesia Ortodoxa renaciera con una -para ellos- exasperante vitalidad. Ante el sorprendente regreso de los popes y de las iglesias llenas, un miembro del Politburó se acordaba de las palabras de Lenin y no dudó en matizarlas: “En Rusia las abuelas nunca mueren”. En España, de momento, tampoco.


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