9 de noviembre de 2010

Es el momento de una sana laicidad

Día 09/11/2010
Benedicto XVI, momentos antes del rezo del Ángelus
«Europa ha de abrirse a Dios, salir a su encuentro sin miedo». Esta frase extraída de la homilía pronunciada por Benedicto XVI en Santiago nos sitúa en lo que constituye el gran reto de nuestro tiempo, el reto del hombre y de la verdad del hombre que es inseparable de Dios. En tiempos como los nuestros, de grandes cambios y de una complejidad tan enorme, el Papa nos insta a ir a lo esencial y centrarnos en lo que es el centro de todo: Dios. Al Dios revelado y hecho tangible en la existencia histórica, Jesucristo, en el que al revelarnos la verdad y el misterio del Padre revela, al mismo tiempo, al propio hombre la verdad y el misterio de hombre y le descubre la sublimación de su vocación.
En este contexto cabría afirmar que el reconocimiento de la fe cristiana constituye un bien para la sociedad. Más aún: la defensa y la continuidad de la verdad del hombre y de la verdad histórica de nuestra cultura y de nuestra tradición requiere un reconocimiento de la legitimidad y valor humanizante del cristianismo. Un reconocimiento que abre auténticos caminos para la valoración incondicional de la dignidad personal de todo hombre por su igual vocación de hijo de Dios. Que inspira unos principios que asientan firme e irreversiblemente los fundamentos morales, pre-políticos, del Estado, del orden jurídico y del ejercicio de la autoridad, que se saben sometidos a las exigencias de un derecho superior y universal, el derecho natural, llamado a garantizar la dignidad humana, así como la realización de la paz y la justicia. Que lleva a la convicción de que hay principios fundamentales que no pueden someterse a la decisión cambiante de las mayorías y que no son negociables, porque están indisolublemente ligados a la naturaleza del hombre y a la dignidad de toda persona, y , por tanto, comunes a toda la Humanidad (el respeto a la vida desde la concepción hasta su fin natural; la protección de la familia y el matrimonio verdadero; la libertad religiosa; las libertades educativas, entre otros). Y que lleva también al justo reconocimiento de las raíces cristianas de Europa, y singularmente de España, en cuyo ser ha penetrado la fe de manera indeleble, hasta el punto de que nuestra Nación no sería comprensible sin su huella.
Tal visión de las cosas se compadece plenamente con una laicidad rectamente entendida. Laicidad que no es laicismo. La laicidad se presenta así como una necesidad y, al propio tiempo, como una oportunidad, para el reconocimiento público de la fe cristiana.
La laicidad no es ni puede ser la negación o desconocimiento del pasado, ni la desvinculación de las propias raíces. Como Benedicto XVI, considero que una nación que ignora la herencia espiritual, moral y religiosa de su historia, comete un crimen contra su cultura, contra esa mezcla de historia, patrimonio, arte y tradiciones populares que impregnan tan profundamente nuestra manera de vivir y de pensar. Arrancar la raíz es, por principio, perder el sentido, es debilitar el cimiento de la identidad nacional, es secar aun más los fundamentos de nuestra convivencia, que tanta necesidad tienen de símbolos de memoria. Por este motivo, se deben asumir las raíces cristianas de Europa y también de España; es más, se han de valorar como se merece, esto es, positivamente, porque ahí está nuestro ser, nuestras raíces, nuestra identidad, también la de aquellos que persiguen erradicarlas de nuestra vida pública; se debe asumir el pasado de España, que es su presente y la mejor certidumbre para encaminar su futuro, y ese lazo esencial que desde sus orígenes ha unido a nuestra nación con la fe y la Iglesia católica.
Ha llegado el momento de un llamamiento a una sana laicidad, una laicidad positiva que sea garante del sagrado derecho fundamental a la libertad religiosa; una laicidad que velando por la libertad de creencias, la libertad de creer o de no creer, no considere la religión ni la Iglesia como un peligro para la democracia, sino como una ventaja; una laicidad que sea garante de la libertad de profesar una fe o de no profesarla, pero que, sea garante último para quienes la profesen del derecho de actuar en la vida pública de acuerdo con esas convicciones religiosas y morales, sea garante de la libertad para los padres de procurar a los hijos una educación conforme a sus convicciones.
Ha llegado el momento de que, en un mismo espíritu, la religión, y muy particularmente la religión católica, que es mayoritaria, miren juntas a los desafíos del futuro y no sólo a las heridas del pasado. Sólo desde el firme arraigo a esa fe y a ese patrimonio moral y espiritual que nos han legado dos mil años de cristianismo, podremos servir lealmente al hombre y al bien común de nuestra sociedad; sólo así podremos afrontar la regeneración moral de nuestra sociedad desde sus raíces más profundas y servir a la promoción del bien común.