ABC
24 de noviembre de 2010
35 años de estailidad
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Día 21/11/2010 - 04.08h
Hace cinco años, este diario me brindó la oportunidad de reflexionar sobre la evolución de España desde 1975, ejercicio que dio lugar a un texto generalmente optimista. Dada la gravedad de la situación económica actual, sería quizás irresponsable no rectificar algunas de las conclusiones que entonces se plantearon. Sin embargo, una mirada retrospectiva serena permite constatar que el reinado de Don Juan Carlos sigue arrojando un balance notablemente positivo, y no deberíamos permitir que los temores e incertidumbres de hogaño oscurezcan los logros de antaño.
FABIÁN SIMÓN
No obstante, algunas tendencias recientes resultan muy llamativas. De un tiempo a esta parte está de moda atribuir a la transición democrática todos los males que supuestamente arrastra el sistema político español. Más concretamente, se argumenta en ocasiones que la ausencia de una verdadera «ruptura democrática» con el pasado autoritario dio lugar a una democracia de baja calidad, incapaz de hacer frente a los grandes retos que tiene planteados la sociedad española. Algún politólogo ha llegado incluso a resumir esta postura en una fórmula tan falsa como expresiva: «transición pactada = democracia congelada». Increíblemente, visto a través de este prisma revisionista, la transacción y el pacto se nos presentan como la negación de la democracia, cuando podría sostenerse que constituyen su verdadera esencia.
Bajo el Reinado de Don Juan Carlos, los españoles han disfrutado del único sistema político democrático, legítimo y estable que haya conocido España hasta la fecha; el de la II República reunía las dos primeras virtudes, pero no la tercera. A pesar de detectarse cierta insatisfacción con el funcionamiento del sistema de partidos, por ejemplo, la democracia española funciona razonablemente bien, y por ello mismo goza de niveles satisfactorios de aceptación. Si acaso, hay dos fenómenos que preocupan especialmente a la ciudadanía, y que sin duda merman su calidad: la politización del sistema judicial, y el drama de la corrupción. Pero nada tienen que ver con la naturaleza pactada del proceso democratizador.
El aspecto del sistema político que más lo diferencia de su predecesor —además de su naturaleza democrática— es sin duda el relativo a la organización territorial. Ya en 1975, J. Linz observó que España era un Estado para todos los españoles, una nación-estado para gran parte de la población, y solo un Estado y no una nación para minorías importantes, diagnóstico que no ha perdido un ápice de vigencia. El problema, entonces como ahora, radica en que si bien un sistema genuinamente federal no satisfaría a las comunidades con identidades más diferenciadas, uno netamente asimétrico siempre suscitará el rechazo de las demás. Paradójicamente, esta sigue siendo la mejor justificación del Estado de las Autonomías, un sistema sui generis que, a pesar de sus deficiencias, ha hecho posible uno de los procesos de descentralización más ambiciosos de cuantos conoció Europa en la segunda mitad del siglo pasado. Ciertamente, hoy existen dudas sobre la viabilidad del sistema, y también sobre su capacidad para garantizar la cohesión —política, económica, social e incluso cultural— del conjunto de España. Sin embargo, y aunque pueda parecer a veces que entra en contradicción con el lema de los fundadores del sistema norteamericano —E pluribus unum— sigue gozando del apoyo mayoritario de la sociedad española, y a pesar de los excesos que hayan podido cometerse, también ha contribuido a una cierta «redención de las provincias», aspecto que sería injusto ignorar.
Anclaje en Occidente
La democratización del sistema político también permitió la normalización de las relaciones exteriores de España y una radical transformación de su papel en el mundo. La mejor expresión de ello fue sin duda la adhesión a la Comunidad Europea el 1 de enero de 1986, uno de los grandes hitos del reinado de Don Juan Carlos. De forma complementaria, el ingreso en la OTAN en 1982, ratificado en el traumático e innecesario referéndum de 1986, marcó el definitivo anclaje de España en Occidente. El proceso democratizador también hizo posible el nacimiento de la Comunidad Iberoamericana de Naciones, iniciativa inconcebible sin el prestigio acumulado por la clase política española —especialmente, el propio monarca— durante la transición política. A pesar de estos logros, últimamente se percibe cierta preocupación por el declive del peso internacional de España. Es indudable que el proceso de globalización y el auge de ciertas economías especialmente pujantes está acentuando el declive relativo de Europa (y por lo tanto, también el de España) en relación con otras regiones del mundo. Por otro lado, la UE se ha mostrado titubeante a la hora de responder a muchos de los retos a los que se enfrenta, y no ha sabido elaborar políticas comunes en ámbitos como la energía o la inmigración, de especial interés para España. Además, la «españolización» de la agenda europea, inicialmente muy exitosa en relación con América Latina y el Magreb, ha sufrido importantes reveses, como demuestra el escaso éxito de la Unión para el Mediterráneo. En suma, todo apunta a la necesidad de una reevaluación global del papel de España en un mundo rápidamente cambiante, y de los objetivos de su acción exterior. Dada la gravedad de la crisis económica iniciada en 2008, resulta pertinente recordar que, a pesar de su trayectoria ascendente, la economía española ha experimentado notables altibajos durante estos años. El inicio del Reinado de Don Juan Carlos coincidió con el final de un largo ciclo alcista (1961-73), que dio paso al decenio más difícil de la reciente historia económica española (1975-85). De ahí que el crecimiento medio de la economía entre 1977 y 1984 fuese tan solo del 1,1%, resultando incluso negativo en 1981. Esta etapa se superó gracias a la integración en la CE y el consiguiente aumento de la inversión extranjera, iniciándose una prolongada fase de crecimiento acelerado al que también contribuyó el saneamiento de ciertos sectores realizado al final de la etapa anterior.
Posteriormente, la recesión de 1992-93 afectó con especial dureza a España, dando lugar a una tasa de desempleo del 24%, superior incluso a la actual. Superada la crisis, se inició un largo ciclo de crecimiento equilibrado, que permitió a España cumplir los criterios de convergencia de Maastricht y sumarse al euro. Esto hizo posible que a principios de este siglo el desempleo descendiese por debajo de los dos dígitos, por vez primera desde 1979.
Modelo productivo
Aunque la renta por habitante de los españoles solo conoció un crecimiento interanual modesto (del 2% aproximadamente) durante el último cuarto del siglo pasado, esta etapa permitió culminar un notable proceso de modernización estructural y apertura exterior. Como es sabido, la crisis actual ha puesto fin a la etapa de crecimiento ininterrumpido más duradera conocida desde 1975. Además, ha dado lugar a un vivo debate sobre la necesaria superación de un modelo productivo excesivamente dependiente de la construcción (que llegó a representar el 14% del PIB), a favor de otro más acorde con los parámetros de la «sociedad del conocimiento» a la que debemos aspirar. Un ajuste de esta magnitud tardará en implementarse, y requerirá de profundas reformas estructurales, como las que se acometieron con éxito en los años ochenta y noventa.
A veces se olvida que toda democratización conlleva un nuevo contrato social. En España comenzó a fraguarse en los Pactos de la Moncloa, siendo uno de sus elementos definitorios un nuevo sistema tributario, que posibilitó un incremento notable de los recursos del Estado. Ello permitió multiplicar por dos el gasto público entre 1975 y 2000, preferentemente en los ámbitos de la educación, la sanidad, y las pensiones, de forma tal que si en 1975 el gasto público social era del 14% del PIB, a principios de este siglo superaba el 20%. No obstante, aún podría hacerse un esfuerzo mayor: en 2007 el PIB per capita de España era el 93% del PIB por habitante de los quince estados que tuvo la UE hasta 2004, pero su gasto público social era solo un 74% del promedio de la UE-15. Ello quizás permitiese paliar la pobreza que todavía padecen actualmente más de nueve millones de españoles.
El rápido desarrollo del Estado de Bienestar, unido al crecimiento económico del país, ha hecho posible una notable mejora en la calidad de vida de los españoles. Según el índice de desarrollo humano de la ONU, que contempla factores como la esperanza de vida al nacer, la tasa de alfabetización de adultos y el acceso a la educación, desde 1980 España ha escalado rápidamente posiciones en el ranking mundial hasta situarse en el vigésimo puesto en 2010, aunque antes de la crisis —en 2007— llegó a ocupar el decimoquinto. Debido en parte a unas bajísimas tasas de natalidad, este progreso no es incompatible con una creciente preocupación por la sostenibilidad del sistema de pensiones, o por la calidad del sistema educativo.
La modernización de España que reflejan estos datos probablemente explique tres de los cambios más visibles experimentados por la sociedad española durante estos años. En un plazo muy breve, lo que históricamente había sido un país de emigrantes se ha convertido en un importante receptor de inmigrantes, de tal manera que en la actualidad el 12% de la población es de origen foráneo. También se constata una aceleración del proceso de secularización iniciado a mediados del siglo pasado, con la consiguiente pérdida de influencia de la Iglesia católica, que posiblemente tenga consecuencias igualmente duraderas. Por último, no puede ignorarse el impacto de las nuevas tecnologías, sobre todo la implantación de Internet y de la telefonía móvil, a la que hoy tienen acceso el 60% y el 94% de la población, respectivamente, fenómeno de consecuencias imprevisibles que ya está revolucionando la vida cotidiana de los españoles.