5 de febrero de 2011



El autor, ex director de la publicación independiente «Le Journal Hebdomadaire», analiza los factores que debilitan la legitimidad del rey marroquí ante el clima de protestas
ABC
ABOUBKR JAMAI / MADRID
Día 03/02/2011 - 19.37h
Al contrario que el Túnez de Ben Ali -y está por ver el caso de Mubarak en Egipto-, el Marruecos de Mohamed VI todavía dispone de válvulas de seguridad y de intermediarios sociales que canalizan la frustración de una sociedad cuyos indicadores de desarrollo se encuentran entre los más bajos del mundo árabe. Es verdad que una erupción del pueblo marroquí no parece inminente, pero el statu quo político será cada vez más cuestionado por los actores políticos locales, animado además por lo que ocurre en Egipto.
Dos acontecimientos recientes inquietan a las élites marroquíes. En primer lugar, esta intermediación que ha evitado hasta el momento una explosión social se debilita cada vez más bajo los embates de la monarquía. La prensa está cada vez más amordazada y a las asociaciones de la sociedad civil realmente creíbles como la Asociación Marroquí de Derechos Humanos les cuesta cada vez más realizar su trabajo. La aparición de un nuevo partido, el Partido Autenticidad y Modernidad, dirigido por un amigo cercano del Rey, margina todavía más a unos partidos políticos tradicionales ya ampliamente domesticados.
El segundo acontecimiento recuerda todavía más a la trayectoria del sistema de Ben Ali: la mafia de los negocios que rodean al Rey. Como pusieron de manifiesto los cables del Departamento de Estado estadounidense revelados por Wikileaks, los hombres de negocios del Rey acaparan las mejores oportunidades económicas del país para enriquecerle, y de paso enriquecerse ellos. Es necesario recordar a título de ejemplo que el monarca controla el primer banco, la primera aseguradora del país y uno de los tres operadores de telecomunicaciones, y que es el primer productor agrícola a través de las «fincas reales», por no hablar de sus numerosas propiedades inmobiliarias.
Hecho agravante, la avidez empresarial de la monarquía la lleva a cometer errores políticos graves. Mohamed VI ha invertido en casinos en Marruecos y en Macao. También controló durante algunos años Les Brasseries du Maroc, principal productor de bebidas alcohólicas en Marruecos. Esas inversiones minan su condición de comendador de los creyentes que se supone que es un pilar de su legitimidad y un arma contra el islamismo extremista.
Esos patinazos deberían incitar a los actores políticos locales, pero también a los socios internacionales, encabezados por la Unión Europea, a presionar a la monarquía de Mohamed VI para retomar un proceso de democratización peligrosamente adormecido. Como esperemos que ponga de manifiesto el caso tunecino, una transición gradual y creíble hacia la democracia entraña menos peligro que una estabilidad de fachada bajo la tutela de un régimen autoritario en el Magreb.