18 de octubre de 2010

La asignatura pendiente

ABC

Economía

La asignatura pendiente

Día 17/10/2010 - 10.46h
ABC
«¡La economía, idiota, la economía!» gritó Clinton a un consejero que le venía con monsergas políticas. Pero cada vez más expertos reconocen que, detrás de la economía, está la educación, un terreno donde los españoles suspendemos, para usar un término familiar en el mismo. Les ofrezco unos datos que muestran el desolador panorama de nuestro campo educativo: el último informe Pisa nos sitúa entre los países con más fracaso y abandono escolar (un 30 por ciento); la indisciplina y violencia en la escuela ha alcanzado un nivel preocupante, como muestran las 4.000 llamadas de ayuda recibidas por el Defensor del Profesor del sindicato de estos (ANPE); la desconexión entre la familia y la escuela es cada vez mayor. Los padres se han desentendido de la labor de educar a sus hijos, con lo que la escuela tiene, además de instruir, que enseñar las normas de convivencia a niños con escasa idea de ellas; si los padres se acercan a la escuela, la mayoría de las veces es para protestar por las malas notas de sus hijos, sin haberse preocupado de que estudien en casa, o para disculpar su falta de disciplina, socavando la autoridad del profesor; extender la escolarización a 16 años ha dado resultados muy diferentes: mientras que algunos alumnos se han beneficiado, otros se convierten en «objetores escolares» que no asisten a clase, y si asisten, no participan en ella, disturbando su avance natural. Por último, entre las doscientas universidades mejores del mundo, no existe ninguna española.
España, a la cola
Con este panorama, es fácil entender que España retroceda puestos en la lista de países desarrollados y le cueste tanto salir de la crisis económica. En el siglo XXI, la potencia y la riqueza de un país se medirá, no por los misiles que almacene, sino por las escuelas, laboratorios, institutos y universidades que tenga. Y no por quien tenga más, sino por quien tenga las más apropiadas. Atención a eso: la enseñanza ha variado sustancialmente. Más que la cantidad, importa la calidad. ¿De qué les sirve a los cubanos tener el menor número de analfabetos del continente si luego solo pueden leer literatura marxista, que cierra todo horizonte cultural? ¿De qué sirvieron a la Unión Soviética sus millones de licenciados, si su economía no permitía aprovecharlos? ¿De qué sirve a España haber multiplicado el número de universitarios, si no corresponden a las necesidades del país? Tampoco debe olvidarse que la educación contribuye al comportamiento. Una buena formación trae, junto con mejoras económicas, más responsabilidad social. Lo que representa mayor provecho para el individuo y para la sociedad en que vive.
Refrescar conocimientos
Aunque la primera reforma educativa ha de afectar a la educación misma... Hasta ahora, educarse era acumular conocimientos. Cuantos más, mejor. En adelante, el énfasis no estará en saberlo todo en un determinado ramo, sino en adivinar lo que falta en él, y descubrirlo. Eso es lo que traerá nuevas patentes que asegurarán la salud de nuestra industria. Ciencias y técnicas avanzan a velocidad de vértigo. Lo que se aprende hoy se queda mañana viejo. Si no refrescan sus conocimientos, los ingenieros se quedan desfasados a los diez años; los programadores, en dos, y algo parecido ocurre a médicos, geólogos, directivos de empresa y docenas de otros profesionales. Renovarse o morir es el lema de la nueva educación. Hay que aprender a aprender lo que aún no existe pero sin duda existirá. La nueva educación ha de ser, pues, abierta, flexible, fluida, antidogmática. El mejor alumno no será el que sepa hoy más, sino el que sea capaz de detectar los huecos en el conocimiento adquirido. Como el mejor profesor será, no el que haga aprender la lección a sus alumnos, sino el que despierte en ellos la curiosidad por lo que le queda por saber.
Algo parecido puede decirse de la masificación de los estudios. Hay que acabar con el tabú de que todo el mundo tiene que tener un título universitario. Todos tienen que tener un título, pero el apropiado a su capacidad y a las necesidades del país, para afrontar la durísima competitividad que existe tanto en el mercado nacional como en el internacional. Sin que sea necesariamente universitario. Incluso sería contraproducente, pues hay especialidades de enorme futuro —como la informática— que requieren una sólida base en un determinado campo y poco más. No es que vayamos hacia el «bárbaro civilizado», sino a buscar un acomodo más racional a todo el mundo. La cantidad de tiempo, dinero y capital desperdiciados en esos licenciados sobrecapacitados para el trabajo luego repercute contra ellos y contra todos. Lo primero para lograr ese reajuste es crear nuevas escuelas profesionales, con programas capaces de competir incluso con los de las universidades en un ramo determinado, sin cubrir todo ese campo. Descargando así a las universidades, que hoy parecen fábricas de títulos y de parados, mientras olvidan su papel fundamental: enseñar a asumir las responsabilidades que llevan consigo los títulos que conceden.
Por otra parte, la nueva educación debe tener en cuenta que la persona que los reciba tendrá posiblemente que cambiar, no ya de puesto de trabajo, sino de trabajo mismo una o varias veces en su vida. La dinámica de las ciencias de que hablábamos alcanza a todo tipo de actividades, introduciendo un grado de inestabilidad laboral antes desconocido. Hasta ahora, uno iba al paro por bancarrota de su empresa. Hoy, puede ir por conocer solo ese trabajo, que se ha quedado obsoleto. Incluso los que no tengan que cambiar de empleo verán cambiar el empleo mismo. El publicista tendrá que saber más psicología que dibujo, como el enviado especial tendrá que saber tanto de satélites como de noticias, porque en otro caso no podrá mandarlas. Incluso la más vieja de las profesiones ha tenido que adaptarse a una de las mayores innovaciones de nuestra época: la tarjeta de crédito. El que no se renueva se muere o es devorado por los demás.
Para resumir, la educación del siglo XXI debe ser:
—Libre y abierta a todo y a todos. Pero en sus niveles más altos, solo para quienes tengan más capacidad, no más dinero.
—Su último objetivo será premiar la excelencia y el esfuerzo, no fomentar la incapacidad.
—Continua, con cursos posgraduados, para ir refrescando conocimientos, y no solo en los centros de enseñanza, sino también en las mismas fábricas y empresas.
—Usará las últimas técnicas, ordenadores preferentemente, pero sin olvidar que el ordenador es solo un instrumento, «muy rápido pero bastante bruto», y que ante él debe haber un cerebro humano que sepa sacarle todo su rendimiento.
Para todo esto tendrían que estar ya preparando alumnos las escuelas, los institutos, las universidades y los centros de formación profesional. Muy pocos, sin embargo, lo hacen, porque justo cuando la educación alcanza su papel más importante en la vida de individuos y naciones se halla en crisis, y no solo por razones educativas. El primer problema hoy en las escuelas es que se les ha echado encima tareas que no les corresponden. Se sigue queriendo que proporcionen a sus alumnos la formación necesaria para abrirse paso en la vida. Pero al mismo tiempo, que les eduquen social y emocionalmente. Que sean el sustituto de las madres que se han puesto a trabajar; de los padres que evitan responsabilidades; de los matrimonios rotos; de las familias con un solo primogenitor, cada vez más abundantes. Todos quieren que la escuela proporcione al niño lo que no tiene en casa. Y eso es imposible, por la sencilla razón de que casa y familia son insustituibles. Eso, sin entrar en los problemas añadidos, de hijos de inmigrantes o conflictos de lenguas, que desbordan toda previsión.
En resumen, la sociedad está volcando sobre los centros de enseñanza todos los problemas que la agobian: drogas y violencia, razas y lenguas, consumismo y narcisismo, superficialidad y egolatría, y el maestro, profesor o catedrático capaz de lidiarlo tiene que ser un genio, un santo y a veces un mártir, pues los ataques de los alumnos e incluso de los padres crecen. Únase a que el prestigio que gozaba la enseñanza decrece, a que sus sueldos no pueden competir con los de otras actividades, y tendrán que quedarse solo los que no tienen otra cosa. La crisis educativa se completa así por ambos extremos.
Y esto llega justo cuando la educación es más valiosa y necesaria que nunca. La escuela, los institutos, las universidades y otros centros educativos son bastante más que la polea de transmisión de saberes. Son la póliza de nuestro futuro. Se ha prestado más atención a la cantidad que a la calidad, al prestigio social que a las necesidades del individuo y del país. Se han lanzado tantos planes de estudio, que la mayoría de los alumnos los han terminado con uno distinto al que los empezaron, lo que a menudo significó que no dominaban bien ninguno. Se ha convertido la Enseñanza Primaria en un enorme cajón de sastre. Y, lo más grave, se ha puesto al mismo nivel la lengua y las matemáticas, que son las bases de todo conocimiento sólido. Así es como están saliendo chicos y chicas con un lenguaje reducidísimo, incapaces de realizar operaciones elementales, sin hábitos de lectura ni otros gustos que los de moda. Por si fuera poco, no se premian el esfuerzo, la constancia y la aplicación, sino el pasotismo y la indolencia.
Asimilar saberes
Nada de extraño tiene que cuando esos alumnos llegan a la Universidad sean incapaces de asimilar los saberes que se imparten, lo que conduce a dos salidas igualmente penosas: o los profesores tienen que ponerse a impartir estudios de tipo medio, o los alumnos lo dejan o tardan montones de años en acabar la carrera. Todo ello mientras se descuida la valiosísima Formación Profesional, produciéndose un enorme déficit de dichos profesionales, que han venido a llenar inmigrantes del Este de Europa.
Las consecuencias están a la vista: una altísima tasa de abandono escolar. Un Bachillerato jibarizado y una Universidad reducida a expedidora de títulos. Naturalmente, siguen saliendo de ellas chicos y chicas bien formados. Pero tienen que marchar al extranjero, contentarse con empleos muy por debajo de su preparación o apuntarse al paro. La educación, en suma, es la asignatura pendiente de la España democrática, que no es tan democrática por eso.

La asignatura pendiente