11 de diciembre de 2017
TRIBUNA Los enemigos de la Constitución
Los
enemigos de la Constitución
El independentismo catalán no es la enfermedad,
sino el síntoma más grave de la pérdida de ilusión en algo que nos una en
España. La confianza entre ciudadanos y sus representantes se ha roto
EDUARDO ESTRADA
La Constitución roza los 40 años, la edad
del demonio meridiano contra el que proviene el salmo 91. El azote que devasta
en las horas centrales del día, las de mayor calor, cuando uno está más débil.
En la tradición monacal, a esa hora se produce el peor ataque: la acedía, la
tentación por la que el monje se vuelve perezoso y descuidado… y pierde la
esperanza. España vive una crisis de acedía democrática, de pérdida de ilusión
en algo que nos una; es un tiempo de echar las culpas siempre al otro, de
pereza e incluso de crispación para convivir. El independentismo catalán no es
la enfermedad, sólo el síntoma actual más grave.
El constitucionalismo se enfrenta en todo
el mundo a poderosos enemigos culturales. La realidad económica es tan cruda y
la política tan frustrante porque sabemos que el futuro puede ser peor que el
presente. Ahora, la división política más profunda está entre quienes aceptan
esta verdad incómoda como punto de partida del análisis y la de quienes no la
aceptan y se instalan, por ignorancia o por cinismo, en la pos-verdad, es
decir, quienes eligen creer mentiras. Evidentemente, a partir de la realidad se
pueden configurar diferentes políticas, pero la cuestión política central hoy
es la de enfrentar o no la áspera realidad. Juan de Mairena observó: “Lo
corriente en el hombre es la tendencia a creer verdadero cuanto le reporta
alguna utilidad; por eso hay tantos hombres capaces de comulgar con ruedas de
molino”.
Los dos principales enemigos culturales del
constitucionalismo democrático (y lo son porque están instaladas dentro del
sistema y no enfrente como el comunismo o el fundamentalismo) son dos
corrientes de pensamiento que se sitúan confortablemente en la mentira: el
populismo y el nacionalismo independentista. Ambas tienen bastante en común. De
hecho, algunos populismos (los del centro y norte de Europa) son también
nacionalistas y de derechas; y algunos populismos nacionalistas son de
izquierda (ERC, CUP, etcétera).
Populistas y nacionalistas inventan la
comunidad ideal (el pueblo, los catalanes, los vascos, etcétera) oprimida y
saqueada por otros (España, la casta). No es casual que desde posiciones
populistas se hable, incluso, de “fraternidad”, pero sólo entre los miembros
del grupo de las víctimas llamado a redimirse por el nuevo movimiento. Algo así
hizo Robespierre cuando acuñó el concepto contemporáneo de “fraternité” a fin
de establecer el servicio militar obligatorio (el pueblo en armas) frente a la
monarquía absoluta y los aristócratas (la casta del momento).
Nacionalistas y populistas dividen
profundamente porque crean sus respectivos enemigos: habría españoles buenos y
malos; o incluso habría españoles que no son españoles. No celebran el día de
la Constitución porque el significado profundo e inicial de nuestra
Constitución, de cualquier Constitución, es la de crear la comunidad política,
el Estado español: artículo primero, apartado segundo, la soberanía nacional
reside en el pueblo español. Nacionalistas y populistas niegan la existencia de
este pueblo español: impugnan el “nosotros”, que es la cuestión constitucional
central.
Nacionalistas y populistas coinciden en
inventar imaginarios emocionales pero intelectualmente falsos sobre el presente
y sobre la historia, por supuesto, reinventada a propia conveniencia. Historias
y no historia. De ahí su éxito. Populistas y nacionalistas prometen imposibles
ilusionantes; son un destello de luz en medio de la oscuridad más tenebrosa: la
independencia o el ascenso al poder de los “puros” arreglará, per
se, todos
los problemas. Demagogos “tropicalizando” el constitucionalismo en medio de un
pueblo [enfadado]. El bosque abrasado por el calor y la llama en el momento
oportuno.
Pero nacionalistas y populistas no son los
únicos enemigos. Citaré en estrados otros dos: el pensamiento de izquierdas que
considera que la Constitución es una hija (quizá no deseada, pero hija) del
franquismo y que remite la auténtica legitimidad democrática a la República. Y,
por supuesto, los casos de corrupción y su aparente laxo manejo. Todo esto hace
que se haya roto la confianza entre los ciudadanos y sus representantes. Sobre
todo entre los jóvenes. La juventud es el problema político fundamental de
nuestro país.
Hace falta reformar en profundidad nuestra
Constitución, pero no se dan las condiciones porque hemos perdido por el camino
el ingrediente previo y principal, que sí tenían los constituyentes de 1978: el
espíritu de concordia: “Con-cor”, un solo corazón. Algo que va más allá del
consenso, que es un método inteligente de resolver problemas: elegimos no lo
tuyo ni lo mío, pero sí algo que podamos admitir ambos. El consenso es el punto
de llegada de la reforma y la concordia, el punto de partida. Es el deseo de
vivir unidos con un proyecto de convivencia en común. Justo lo que niegan los
enemigos de la Constitución.
La única buena noticia es que, a pesar de nacionalistas,
populistas, corruptos y republicanos historicistas, la vieja Constitución
resiste. Que se lo pregunten a los indepes. Hay que reformarla, pero ¿por dónde
empezar? Un grupo de colegas ha presentado unas ideas interesantes. Pero me
parece que la cuestión primordial ahora ya no es traer al redil constitucional
a los independentistas. Eso es imposible. Jamás se contentarán con menos de lo
que pretenden. Y, además, consolida una evolución de nuestro Estado territorial
que premia a los más ricos (con cupos fiscales que incrementan la
insolidaridad) y a los que peor se portan (los independentistas). Estos tendrán
que aprender a convivir con su deseo frustrado; como lo hace el tercio de
españoles, por ejemplo, que según el CIS querrían abolir por completo las
autonomías (una suma de gente superior a todos los indepes sumados, y creciendo, aunque no hagan
ruido… por ahora).
En este contexto, la primera reforma a
acometer es, creo, la del sistema electoral del Congreso para evitar depender
tanto en las políticas estatales de los partidos nacionalistas autonómicos.
Esquerra, la ex-Convergencia, PNV y Bildu, con el 6,6% de los votos nacionales,
tienen 24 escaños vitales. Hay que encontrar una fórmula electoral que deje de
privilegiarlos. Eso tenía sentido en 1978 pero no en 2018. Estos partidos ya
tendrían el Senado (y mejor si es tipo alemán) para obtener representación y
participar en la toma de decisiones estatales.
Fernando
Rey es
catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Valladolid y consejero
de Educación de Castilla y León.
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