14 de diciembre de 2017
EDITORIAL Señal de alarma
Señal de alarma
El crimen de Zaragoza alerta sobre la actual incitación política al odio
Rodrigo
Lanza en 2006, en la presentación del documental 'Ciutat morta'. MASSIMILIANO
MINOCRI EL PAÍS
Si un militante antisistema y violento agrede a un
ciudadano español por lucir unos tirantes con los colores de la bandera
nacional, es fácil adivinar cuál fue el insulto que acompañó a los golpes:
facha. Ha ocurrido en Zaragoza y el agresor ha sido identificado como Rodrigo
Lanza, de pasado violento en sus tiempos de okupa en
Barcelona. La víctima, un hombre de 55 años, ha muerto a consecuencia del
brutal ataque.
El crimen supuestamente cometido por Rodrigo Lanza
es un evidente delito de odio, un hecho aislado, del que no puede culparse más
que a quien lo cometió, pero son demasiados los símbolos que este drama
particular comparte con los que se han puesto en juego en la escena política en
los últimos tiempos. En ella, se prodigan los insultos, la quema de banderas,
la descalificación del contrario y una estrategia de provocación que busca
denodadamente la violencia del bando contrario, exagerando sus ataques, para
apuntalar las propias tesis.
Por fortuna no ha anidado en España la violencia
política que en otros lugares siembran las formaciones extremistas de uno y
otro color. Después de décadas de terrorismo y tensiones territoriales, España
sigue siendo un país pacífico de bajos índices de delincuencia y, hoy, nula
violencia política. El número de homicidios, a la baja, no alcanza los 300
anuales. Todos ellos esconden un drama detrás y muchos (el 15%) forman parte de
la lacra social de la violencia machista. El grave homicidio de Zaragoza es
alarmante porque tiene unas connotaciones especiales al inscribirse en un momento
de especial crispación política y social en la que líderes irresponsables no
dudan en fomentar el odio. Es un fenómeno preocupante, con epicentro en
Cataluña, que, como indican los sondeos, se ha convertido en uno de los más
importantes motivos de inquietud de la sociedad española.
Sin embargo, tras el crimen de Zaragoza no hay una
trama o una organización política dispuesta a sembrar el terror. Responde,
según todos los indicios, a una personalidad agresiva y rencorosa permeable,
eso sí, a los esquemas dominantes de la actual confrontación política. Sus
antecedentes, dejando tetrapléjico a uno de los policías que pretendía
desalojarle del inmueble que okupaba y
sumándose después a las denuncias públicas por torturas de uno de los agentes
que testificaron en su contra dan cuenta de su esquema de valores.
Es de esperar que las consignas del odio que hoy
proliferan sigan siendo incapaces de movilizar negativamente a la sociedad
española y que el homicidio de Zaragoza quede en un hecho aislado, pero este
debería servir al menos para reflexionar acerca del riesgo de esas estrategias
políticas de confrontación que ya están erosionando la convivencia. También,
por cierto, es una apelación a la reflexión sobre la anomalía de este país, una
de las pocas democracias, por no decir la única, que estigmatiza a su propia
bandera con tanta saña. Los nacionalismos, en alianza con los extremismos, han
impedido su normalización. En Zaragoza, una mente perturbada ha identificado
sus colores en unos tirantes como el enemigo a patear.
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