20 de diciembre de 2017
TRIBUNA Consideración de Cataluña
Consideración de Cataluña
España solo puede vivirse a partir de la presencia en su seno de
Cataluña. Sin ella pasaríamos a ser otra cosa, seguramente mucho peor. Los
seísmos causados por el independentismo catalán han roto protocolos de
convivencia que costará restablecer
NICOLÁS AZNAREZ
Querer la perfección de Cataluña, su plenitud y la
fidelidad a su destino, es el mejor proyecto para un principado que, como
recuerda Sir John Elliott, se veía a sí mismo en el siglo XIV como una
comunidad política con “un fuerte sentimiento nacional”. Quizá por eso Cataluña
se ha vivido como complementaria y necesaria para que el conjunto de España
pudiera ser, también, perfecto, pleno y fiel a su propio destino. De hecho,
Cataluña no podría ser sin España y ésta no podría serlo sin aquélla. No es de
extrañar que Julián Marías afirmase hace medio siglo que: “El español a quien
le importe Cataluña quiere su perfección, quiere su plenitud, quiere que sea
fiel a su destino, y que lo tenga henchido y lleno de futuro. Y, además, está
dispuesto a todo menos a una cosa: a renunciar a ella, a despedirse con
indiferencia de lo que siente como su propia carne, fundida en un milenio de
altas empresas y crueles fracasos, de amistad y desvío, de ternura e
injusticia, de admiración y rivalidad, de amor y dolor”.
No encuentro mejor descripción de la actitud que
merece Cataluña en estos momentos. Especialmente tras el resultado de las
elecciones autonómicas del 21-D y que es el desenlace del último episodio de
fracaso colectivo provocado por la ofuscación del nacionalismo catalán que mutó
peligrosamente en populismo independentista. Si aceptáremos la consideración de
Cataluña que propone Marías, inauguraríamos una política distinta a la seguida
hasta ahora. Primero, rectificaríamos los errores del momento secesionista que
hemos vivido mediante aciertos basados en la magnanimidad, el respeto y la
admiración hacia un territorio que, como reconoce el filósofo madrileño, tiene
una “extremada personalidad” y una “enérgica conciencia” de sí mismo. Y
segundo, desde esa actitud encontraríamos también el cauce para desactivar la
problematicidad recurrente que acompaña desde la tensión y el conflicto la
presencia histórica de Cataluña dentro de España.
Quienes piensen que la crisis catalana va a
resolverse con el desenlace electoral del 21 de diciembre y la aplicación del
artículo 155 de la Constitución se equivocan. Lo peor habría pasado si un
eventual triunfo de los partidos constitucionalistas abriera un escenario
distinto en las relaciones de poder que han fundado el marco convivencial de
Cataluña desde la Transición. La crisis secesionista se habría saldado con la
victoria del Estado más antiguo y perfecto, en términos renacentistas, de
Europa: el Estado español, antes conocido como la Monarquía hispánica. Un
legado institucional y jurídico que debemos al genio de Fernando el Católico y
que vuelve a hacerle merecedor de que Maquiavelo pensara en él para escribir El
Príncipe. La civilización estatal española se habría impuesto, en ese caso, a
la cultura nacional catalana, por parafrasear provocativamente la dicotomía de
Mann, y la ley como logos racional ha doblado el pulso al sentimiento como
experiencia irracional. Algo que evidencia nuestras saludables imperfecciones
nacionales pero que refuerza nuestra encomiable perfección estatal. De hecho,
nuestra temprana estatalidad surgió del contraste íntimo que provocaba la
singularidad catalana dentro de una monarquía unificada que tenía que
desarrollar una institucionalidad compleja y legal que balanceaba intereses
dispersos entre el Atlántico y el Mediterráneo, norte de África y el centro de
Europa, y sin más vector de identidad común que el que Menéndez Pelayo
vislumbró de la mano del discutido y discutible catolicismo.
Por eso, España solo puede vivirse a partir de la
presencia en su seno de Cataluña. Sin ella pasaríamos a ser otra cosa,
seguramente mucho peor. Primero, porque la amputación rompería nuestra
completitud peninsular de forma irreparable, pues, nos dejaría un muñón
emocional más grave de gestionar que el que produjo la pérdida de América con
las independencias. Y segundo, porque nos precipitaría en una simplificación
repetitiva de nosotros mismos que debilitaría gravemente nuestra identidad nacional
al perder la entraña de alteridad que está en el origen de nuestra mismidad
como nación.
Con todo, los seísmos provocados por el
independentismo catalán han roto protocolos de convivencia que costará
restablecer y para los que la interpretación mayestática que hacen algunos del
artículo 155 como una deidad recentralizadora, no ayuda. Basta volver a Marías
para entender que “no hay nada más antiespañol que el intento de reducir la
personalidad de Cataluña”, circunstancia que hay que relacionar con el hecho de
que si se “siente a veces menos española, es —no se olvide— porque se siente
menos catalana”. Y es que el artículo 155 no puede ser visto como un bien
absoluto con el que enterrar los nacionalismos periféricos bajo el peso de un
nacionalismo español. Hablamos de un instrumento coactivo de lealtad
constitucional, no un vector de renacionalización española del Estado, pues, al
nacionalismo no se le combate con otro mayor. Se le desactiva desde la
fortaleza de sumar constitucionalmente las diferencias. Pero no asfixiándolas
sino respetándolas desde su racionalización. Porque es desde ellas donde radica
la unidad integradora que desactiva la desagregación mediante el patriotismo.
Un patriotismo que hace posible la fraternidad de las diferencias y que evita
la homogeneidad frustrante de la unicidad a machamartillo.
La aproximación a lo que suceda en el futuro de
Cataluña requiere dosis de sensatez integradora y de comprensión de la
diferencia catalana como una oportunidad enriquecedora para todos. Ni Cataluña
es homogénea ni España como conjunto tampoco. Lo recordaba Madariaga: somos
“una Europa en miniatura, es decir, una fuerte unidad de variedades fuertes”. Y
es que la idea de nación legalmente homogénea de la Revolución francesa y la de
su antípoda sentimental esgrimida por el Romanticismo alemán deberían ser
igualmente revisitadas. Ambas han perdido sentido dentro de una coyuntura
postmoderna que erosiona las identidades ontológicas para invocar otras basadas
en el “estar” y la “convivencia”.
Quizá por eso concluía Julián Marías en 1966 que:
“los catalanes no se sienten españoles de la variedad catalana, sino primaria y
directamente catalanes, pero esto no quiere decir que sean menos españoles,
sino de otra manera: no pueden llegar a España sino a través de Cataluña; una
España en que Cataluña falte o esté olvidada o disminuida no le parece suya. No
les basta con que Cataluña obtenga beneficios del resto de España, ni con que
lo necesite; cuando algunos se duelen del descontento habitual de Cataluña y
señalan la multitud de ventajas o situaciones de privilegio, olvidan que el
catalán las da por nulas si no van acompañadas de un reconocimiento de lo
catalán, y precisamente en lo que tiene de irreductible”.
José María Lassalle es secretario de Estado para la Sociedad de
la Información y la Agenda Digital de España.
Etiquetas:
Autonomías - Regionalismo-Separatismo,
Cataluña,
Independentismo,
Tribuna
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario