28 de abril de 2016
Ignacio Sotelo. TRIBUNA Un capitalismo sin alternativa
Un capitalismo sin alternativa
Antes, la lucha quedaba planteada entre los defensores-beneficiarios del
orden socioeconómico establecido y los que pretendían sustituirlo por otro más
ajustado a sus intereses. Hoy, esa concepción se ha evaporado
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Desde la
caída de la Unión Soviética, va a hacer ya un cuarto de siglo, y desaparecidos
prácticamente los sistemas de producción tradicionales, el capitalismo se ha
universalizado sin que se divise una alternativa. La sedicente China comunista
es ya un país capitalista, aunque manejado desde el poder concentrado en el
partido.
Desde el
capitalismo comercial que se consolida en el siglo XIV, pasando por el
industrial que comienza a finales del XVIII, hasta el financiero que con
carácter dominante avanza desde los años 80 del siglo pasado, la novedad
consiste —aunque no se haya recalcado lo suficiente— en que el capitalismo en
esta última etapa no se enfrenta ya a un orden socioeconómico alternativo, como
en la pasada centuria lo hiciera al socialismo. Ni siquiera a uno en su forma
socialdemócrata menos drástica, convertida ya en el capitalismo de nuestro
tiempo.
En un
mundo globalizado —al menos en el futuro que cabe atisbar—, pocos dudan de que
el capitalismo no sea nuestro único destino. Afirmar que navegamos en un barco
del que ya no cabe bajarse parece algo tan obvio como trivial. No tanto porque
hayan menguado los inconvenientes que le atribuimos: el mayor, la enorme
desigualdad social que lleva en su entraña; ni porque sean menos atractivas sus
ventajas, la principal, la enorme dinámica productiva que pone en marcha.
Desde los
que detentan el poder, la idea fuerza es proclamar el bien común como el
vínculo que une a todos los miembros de una comunidad política organizada. Si
la nave es la vieja metáfora del Estado, todos navegamos en el mismo barco. En
cambio, para los que aspiran a conquistarlo, es indispensable distinguir entre
los que lo poseen y los que lo pretenden.
Qué quiere
decir entonces izquierda, si se define, o al menos se definía, por aspirar a un
nuevo orden social más igualitario y justo; y hoy muchos coinciden en que
dentro del orden establecido cabría alcanzar esta meta por la vía democrática.
Al dejar de confrontarse como dos órdenes socioeconómicos opuestos, los
conceptos de izquierda y de derecha han perdido gran parte de su sentido,
aunque con matices ideológicos propios cada una aún retenga a un público fiel.
Lo más llamativo es que tomar conciencia de ello no ha modificado el
comportamiento ni el lenguaje político, necesitados ambos de contraponer ellos a nosotros;
si se quiere, rememorando a Carl Schmitt, el enemigo al aliado. En cuanto lo
político se define como lucha por el poder, implica siempre una contienda entre
bandos enemistados.
En el
marco en que se daba por supuesto que el capitalismo se contraponía al
socialismo, la lucha quedaba planteada entre los defensores-beneficiarios del
orden socioeconómico establecido y los que pretendían sustituirlo por otro que
se ajustase mejor a sus intereses.
Ahora
bien, desde la percepción hoy mayoritaria, el socialismo se muestra tan difuso
como poco atractivo. De hecho, se ha evaporado como alternativa deseable, y con
ella se ha desmoronado la anterior construcción ideológica, montada sobre las
ventajas de uno y otro sistema.
Antes se
aspiraba al poder para defender, o para sustituir, el orden socioeconómico
vigente. Pero cuando se ha aceptado el capitalismo como un destino ineludible,
el combate no reside ya en sustituirlo, sino en conquistarlo. Permanece la
lucha entre la minoría que lo detenta y la mayoría que aspira al poder —es un
combate inacabable—, pero se ha desplomado la anterior construcción ideológica,
montada en la oposición capitalismo-socialismo y en sopesar las ventajas de un
sistema u otro.
¿En qué
argumentos se ha de apoyar entonces la actual pretensión de alcanzar el poder?
¿Desde qué postulados y con qué objetivos una mayoría organizada disputa el
poder a los que lo detentan?
La
dificultad radica en que todos los contendientes acuden a los mismos
argumentos, aunque modulando mejor o peor sus aspectos más demagógicos. El
empeño es encontrar algunos que les sean propios, pero todos pasan por
enfrentar la mayoría —que representarían ellos— a la minoría en el poder.
Desprendida de su raíz capitalista, la cúpula del poder político, social
y económico queda desvirtuada. Resulta difícil identificar a los de arriba, la casta,
sin vincularla al sistema socioeconómico vigente. Pero es exactamente lo que
ocurre cuando se asume el capitalismo como un factor permanente, definitivo y,
por tanto, se deja de tomar en consideración.
La antigua estructura en clases sociales se comprime en una mayoría,
como si formara un solo bloque, gente, cuando, en realidad, sucede
lo contrario: las clases han perdido consistencia, pero por haber sido
pulverizadas en grupos sociales tan variados como poco homogéneos. Una parte
creciente de la población queda aislada, desintegrada, difícilmente recuperable
para un movimiento político unitario.
En este
contexto, los partidos tradicionales —mucho más evidente en la izquierda que en
la derecha— han perdido buena parte de su base social, multiplicándose el
número de fracciones políticas, con la consiguiente fragilidad institucional.
Fraccionamiento social que conlleva el político, que a su vez repercute en la
débil estabilidad institucional.
Si a esta
coyuntura política vinculamos la infraestructura socioeconómica, tan diversa
según las regiones y con una congénita debilidad ocupacional —una tasa alta de
desempleo es el primer rasgo de nuestra estructura productiva— y añadimos el
bajo nivel cultural de nuestra población, que se perpetúa con un sistema
educativo harto deficiente en sus tres niveles de la enseñanza (primaria,
secundaria y universitaria) es difícil avanzar un pronóstico demasiado
optimista; pese a algunos factores, como nuestra situación geográfica entre dos
continentes y el mar Mediterráneo y el océano Atlántico, con un clima, unas
costas y una red hotelera que permiten augurar un futuro brillante a la
industria turística, máxime cuando nuestros competidores (Túnez, Egipto,
Turquía) se enfrentan a graves problemas internos.
Nuestra
pertenencia a la Unión Europea, aunque cada vez más decepcionante, permite, sin
embargo, abrigar esperanzas a mediano plazo, así como otros factores
coyunturales, como el bajo precio del petróleo o el incremento de nuestras
exportaciones.
Pero el
factor decisivo es la capacidad que tenga la sociedad española de conducir el
proceso, aprovechando los factores externos que en un sentido o en otro, según
como se traten, o dejen de hacerlo, son siempre retos que nos abren nuevas
posibilidades. Ahora bien, son tantos y tan distintos que cualquier pronóstico
resulta harto arriesgado. El lenguaje de los políticos es aventurar un futuro
dichoso si se les hace caso. Callar la respuesta de los prudentes, a la vez que
animar a no permanecer ociosos, porque no hacer nada suele ser el peor de los
comportamientos.
Ignacio Sotelo es catedrático de Sociología.
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