19 de abril de 2016
¿Hacia una izquierda reaccionaria?
¿Hacia una izquierda reaccionaria?
Son muchos los herederos ideológicos de Marx que se han vuelto
comprensivos con la sinrazón religiosa, simpatizan con quienes levantan
comunidades políticas identitarias y muestran antipatía contra el proceso
globalizador
EL PAIS - FÉLIX OVEJERO
Además de algún libro de matemáticas, una vez al año conviene releer el Manifiesto
Comunista. También conviene, en esa hora, tener a mano alguna sustancia
estimulante. Porque cada año el desánimo es mayor. Sobre todo, cuando, no ya
cada año sino cada mes, aparece alguien recomendando la refundación de la
izquierda. Una refundación que, por lo visto, consiste en defender exactamente
lo contrario de lo que defendía aquel magnífico panfleto.
Recordemos lo sabido y al parecer olvidado. Con todos los matices que se
quieran, bien pocos, el socialismo supuso la cristalización más consecuente del
ideal ilustrado que encontró una temprana manifestación en la Revolución
Francesa. Como recogerá el verso de La Internacional, el
movimiento socialista se entenderá así mismo como “la razón en marcha”. Esa
vocación racionalista se mostraba, para empezar, en una tremenda confianza en
el conocimiento científico como instrumento emancipador y en el progreso
material, circunstancialmente encarnado por el capitalismo, que establecía las
bases materiales de esa emancipación. En los mismos días que facturaba el Manifiesto, en
un discurso ante la Sociedad Democrática de Bruselas, Marx remataba sus palabras
con lo que muy bien era un resumen de su convicción en que el desarrollo de las
fuerzas productivas arrasaría con ese pasado “del que hay que hacer añicos”,
para citar de nuevo al famoso himno: “El sistema proteccionista es en nuestros
días conservador, mientras que el sistema del libre cambio es destructor.
Corroe las viejas nacionalidades y lleva al extremo el antagonismo entre la
burguesía y el proletariado”. Sencillamente, el capitalismo contribuía a
reforzar, en la mejor dirección, varias líneas programáticas irrenunciables
para los socialistas.
La primera, una confianza en el crecimiento de las fuerzas productivas
como motor de la emancipación social. Marx conjeturó distintos mecanismos
causales acerca de cómo el desarrollo del capitalismo conllevaba un germen de
autodestrucción creadora. Tales teorías han mostrado muchos problemas
conceptuales o analíticos, pero, en todo caso, se trataba de genuinas teorías,
de esas que no cabe despachar con la famosa frase de aquel genial Nobel de
Física, Pauli, que tantas veces desarma a los científicos sociales: “Ni
siquiera es falso”.En todo caso, en la práctica, una de las
implicaciones de esa perspectiva era una apuesta confiada por la expansión del
comercio y, hasta si se quiere, por el imperialismo.
La segunda
implicación era un profundo desprecio por el nacionalismo costumbrista,
identitario. En perfecta consonancia con los revolucionarios franceses,
quienes, en palabras de Tocqueville, “nada omitieron con tal de hacerse
irreconocibles”, los socialistas, con toda la antipatía, y era mucha, que
sentían hacia el reaccionario Bismarck, no dejaron de apoyar su apuesta por la
unificación alemana, que, según escribía Engels a Marx en una carta de 1866,
“dejará a un lado las reyertas entre las capitales insignificantes”, a la
espera de que “todos los Estados minúsculos serán arrastrados al movimiento,
cesarán las peores influencias localistas y los partidos terminarán por
volverse realmente nacionales, en lugar de ser meramente locales”. Su modelo,
tanto para Alemania como para una Italia todavía más atomizada en mil Estados y
lenguas, era el mismo: “Una república única e indivisible”.
La tercera viene a ser una variante de la anterior: la crítica a las
religiones, viveros de irracionalidad, trampantojos de la injusticia y placebos
del dolor humano. También ahí, los socialistas, según proclamaba el Manifiesto, confiaban
en el buen curso de la historia de la mano de una “burguesía (que) ha
desempeñado, en el transcurso de la historia, un papel verdaderamente
revolucionario”, cuyo régimen, desde “que se instauró, echó por tierra todas
las instituciones feudales, patriarcales e idílicas (…) Echó por encima del
santo temor de Dios, de la devoción mística y piadosa, del ardor caballeresco y
la tímida melancolía del buen burgués, el jarro de agua helada de sus cálculos
egoístas”. Un argumento, por cierto, que desarrollará un siglo y medio más
tarde Albert Hirschman en De las pasiones a los intereses.
Para los
socialistas de siempre la lucha por la emancipación, que era la lucha de la
razón, pasaba por la desaparición de la superstición religiosa, la ruina de las
comunidades sostenidas en la identidad y la tradición y la expansión sin tregua
de unos mercados que extendían la productividad. El capitalismo había comenzado
la tarea pero se mostraba incapaz de rematarla. Por supuesto, siempre es
posible encontrar matices y reservas parciales, como los que se muestran en la
correspondencia entre el anciano Marx y la escritora rusa Vera Zasúlich, pero
eran eso, dudas, descosidas de las tesis fundamentales.
Si por un
instante, a aquellos socialistas les estuviera concedida la oportunidad de
pasearse por nuestro mundo y de echar un par de tardes revisando en serio, con
estadísticas fiables, sus preocupaciones de entonces, seguramente pensarían
que, aunque queda mucho por hacer, nuestro mundo es bastante mejor que el suyo.
Su drama
comenzaría un instante más tarde, cuando, al salir a la calle a buscar a sus
herederos para celebrarlo, se los encontrasen defendiendo muchas veces lo
contrario de aquello por lo que ellos habían peleado.
Porque hoy
una parte de la izquierda, muy representada entre nosotros, se ha vuelto
comprensiva con la sinrazón religiosa, simpatiza con quienes quieren levantar
comunidades políticas sostenidas en la identidad y muestra una antipatía sin
matices contra el proceso globalizador. Incluso se muestra dubitativa de la
peor manera a la hora de valorar la ciencia y el progreso científico. Y eso
que, precisamente porque su defensa de la ciencia había encontrado su
justificación última en la racionalidad práctica, porque se había mostrado
capaz de reconocer que la ciencia es tan solo una de las posibilidades de
ejercer la racionalidad, el socialismo disponía del mejor guion para abordar
los tiempos por venir: la ciencia, también la básica, puede ser tasada por la
razón, incluso frenada en determinadas líneas de investigación potencialmente
devastadoras en sus aplicaciones.
Sin duda,
nuestro mundo, “que es ajeno y confuso de por sí, resulta todavía más confuso”,
con el permiso del poeta. Está plagado de incertidumbres ante las cuales la
perplejidad y el “todavía no sé qué pensar”, quizá sean las respuestas
políticas más decentes. Desgraciadamente, patologías bien conocidas de nuestras
democracias, amplificadas por las nuevas tecnologías de la comunicación, que
desprecia la humildad epistémica, parecen obligar a tener puntos de vista antes
de pararse a pensar. En esa situación, la izquierda, entre las muchas
heurísticas disponibles, parece haber optado por la más idiota: la reactiva, el
“de qué hablan esos, que me apunto a lo contrario”. Lo peor de lo peor: tenerlo
claro a la contra. Una izquierda reactiva que se acerca inquietantemente a una
izquierda reaccionaria.
Félix Ovejero es profesor de la Universidad de Barcelona.
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