El día tiene la palidez de una foto velada cuando los tres amigos dejan atrás una gasolinera y un hotel que ofrece habitaciones sin baño a 29 euros, un aparcamiento polvoriento y un McDonald’s, y comienzan a caminar en fila india por el arcén de un carril paralelo a la autovía. Se oyen los coches como perdigonazos y un tren de cercanías zumba a las 11.59 de un martes de febrero. Bolsas y botellas en descomposición ribetean la estrecha lengua de asfalto; ellos charlan y los vehículos los esquivan. Desembocan en una rotonda rodeada de tierra en carne viva. Hay obras a medias y un enorme bloque de viviendas, lustroso y con vistas a la autopista. Abandonan el asfalto y atraviesan un túnel con las paredes cubiertas de grafitis. Imprimen sus huellas en el barro y al otro lado encuentran un lago de aguas estancadas y juncos cetrinos en la orilla. Un ave solitaria levanta el vuelo. Del lago surgen hileras de pilares de hormigón que sostienen el nudo de carreteras sobre sus cabezas. En la orilla opuesta sobrevive un edificio recubierto de escamas de colorines, un centro comercial llamado Opción que solía iluminar con chorros de luz el cielo nocturno de la periferia. Hoy es un espectro cerrado. El ave arranca otro vuelo y los tres amigos suben una cuesta de tierra; al fondo empieza a asomar el verde y blanco de la primera gran nave comercial del polígono, la macroferretería Leroy Merlín. Al pasar a su lado, discuten si es mejor hacer el recorrido “de abajo arriba” o “de arriba abajo” y optan por esto último. Así que pasan de largo Ikea, pero ahí arranca un debate sobre si el perrito que piensan comer al acabar su jornada cuesta un euro o solo 50 céntimos y el euro lo pagas cuando el perrito lleva cebolla caramelizada –“con Coca-Cola es euro y medio, eso seguro”, dice uno–. Rebasan pasos de cebra y restaurantes de chapa y aceras con el firme agrietado, hasta que llegan a Worten, un centro de electrónica de consumo cuyo eslogan es “Aquí tu dinero vale más”. Entonces abren sus mochilas, sacan el taco de hojas con sus currículos, se abren las puertas mecánicas y cruzan el umbral en busca de un empleo.
¿Irme de España? ¿Seguir estudiando? Eso solo se lo puede plantear gente con ahorros o que su familia se lo puede pagar
Noelia Sánchez, 19 años. Sin trabajo desde que acabó el grado medio en Gestión Administrativa
Pueden cambiar los nombres, las conversaciones y el escenario. Pero esto, a grandes rasgos, es lo que están haciendo 930.000 jóvenes en España, donde casi uno de cada cuatro menores de 25 años en edad de trabajar (desde los 16) se encuentra a la caza de un hueco en el mercado laboral,
según la última Encuesta de Población Activa.
La tasa de paro ronda en esta franja el 55%. La más alta del país desde que existen datos y la más sonrojante de Europa:
una “vergüenza inaceptable”, en palabras de Martin Schulz, presidente del Parlamento Europeo; una “emergencia social”, según José Manuel Durão Barroso, su colega en la Comisión Europea. Un dato crudo, impactante y muy simétrico que, en el fondo, significa que al salir de Worten, uno ha de meterse en Conforama, una superficie de menaje, y de ahí a Kiabi (“la moda a pequeños precios”), y de Kiabi a Media Markt, y luego a Nido, siguiendo las líneas de un guion que los tres conocen de memoria. Las caras entre la solidaridad y el desdén de los dependientes. El gesto mecánico con el que dejan caer los folios en lo alto de la pila. “Los cogen como churros”, dice bajo el sol de invierno Óscar Frías, de 20 años, gafas de sol y bufanda, experiencia de tres meses en una empresa de tiempo libre, grado medio en Gestión Administrativa, sin carné de conducir, con disponibilidad inmediata, no fumador. Hace un par de semanas ya anduvo por este polígono de Alcorcón llamado Parque Oeste probando suerte. La pasada se pateó Xanadú, un centro comercial mastodóntico de la periferia sur de Madrid. Y así, intercalando lugares, dejando folios como quien siembra en una tierra estéril, hasta retroceder al 21 de diciembre de 2011, cuando Frías y Noelia Sánchez, su amiga de 19 años y flequillo caído como un telón sobre la frente, compañera en este paseo a ninguna parte y también del curso de FP, terminaron las prácticas. Se paró el contador. El 30% de los desempleados jóvenes lleva más de un año con las manos atadas a los bolsillos; ellos, en breve, cumplirán año y medio. Ya no les sorprende el letrero a la puerta de una tienda de Orange de la que les echan de malos modos –“No se recogen currículos”–, ni se dejan engatusar por la dependienta de un local de chucherías: “Aquí hay movimiento constante”. Lo han oído antes. “Luego no llaman”. Fin de la excursión. Un perrito barato en Ikea y vuelta al centro de Móstoles.
Su vida en esta ciudad del sur de Madrid tiene mucho de burbuja. Sin dinero ni independencia, apenas cruzan sus fronteras. Van andando a todas partes. Echan horas en la calle, “en la plaza, comiendo pipas, jugando a las cartas”. Han aprendido a sobrevivir sin un duro. Noelia vive en casa de sus abuelos –“los dos tienen pensión, pero de las bajitas”– y comparte habitación con su tía. Dejó la casa de su madre porque ahí vive su hermana pequeña y ella se había convertido en “otra boca más”. Una vez al mes se pasa por Cáritas a recoger una cesta de alimentos. O se acerca a una iglesia evangelista, donde “escuchas el sermón, pagas un euro, y te dan una bolsa de comida. ¡Pero tienes que pagar el euro, eh!”.
La historia de Frías, en cuyo hogar solo entra la nómina del padre, con un hermano parado y una madre inactiva, resulta similar: “Acabé de estudiar y me dijeron que encontrara un curro para meter otro sueldo”. Ambos ayudan con la compra y en la limpieza. Antes de comer, van al instituto y recogen a Jerónimo Sánchez, novio de Noelia (y tercer acompañante de aquel paseo en busca de empleo), que estudia un grado superior. “Nuestra vida es un poco aburrida”. Cada día se parece al siguiente. Se conocen los mejores precios de Mercadona para aliñar un botellón (“vodka blanco: 3,99 euros”) y han formado un equipo de voleibol, bautizado La Plaza en honor al lugar donde matan el tiempo. Entrenan dos tardes por semana y juegan los domingos. De vez en cuando se pasan por una gasolinera y recogen de las basuras los tiques de repostaje que desechan los clientes. Con cada tique, tras rellenar un formulario online, recibes 55 puntos. Con 190 puntos tienes una entrada de cine. Así funciona la picaresca del siglo XXI. “Poco podemos hacer para salir de esto”, dice Noelia sentada en un banco. “Buscar trabajo. Poco más. No te puedes plantear estudiar ni irte fuera de España. Eso solo se lo puede plantear gente con ahorros o que su familia se lo puede pagar. Yo me tengo que seguir quedando aquí”. Y Óscar, a su lado: “Yo me siento excluido del sistema”. Como atrapado en una burbuja, concluye, “de la que quieres salir, pero que no…”.
Hay muchas formas de ser joven y estar en paro. Pero la mayoría se pueden resumir en tres, según
Juan José Dolado, profesor de Macroeconomía de la Universidad Carlos III de Madrid y autor de los
informes de los que se nutre la OCDE para diseccionar la precariedad española: “O están viviendo de sus familias. O trabajando en negro. O marchándose del país”. A caballo entre la adolescencia y la madurez, se trata de un territorio de nadie en el que uno va acabando los estudios y procura arrancar su vida de adulto. Trabajar, emanciparse. Hoy viven en España algo más de cuatro millones de chavales de entre 16 y 24 años. Más o menos la mitad están estudiando (en 2007 eran el 41%: con la crisis ha caído el abandono escolar). Y solo 757.200 tienen trabajo (el 18% de los jóvenes, cuando en 2007 trabajaban el 40%). Unos pocos, el 15%, combinan estudios y empleo; y casi uno de cada cuatro se encuentra en un limbo en el que pasa el tiempo sin ninguna de las dos.
La mayoría se ha creado una rutina para sobrevivir al desánimo. Envían currículos, se apuntan a cursos, practican deporte. Son “asistentes” de casa, como nos decía uno. Cuidan de sus mayores. O del huerto familiar. Se encuentran a la espera. En estado latente. Con nivel mínimo de gasto. Como una semilla cuando no hay agua. “Yo no me dedico a la molicie”, dice José Antonio Gómez, de 24 años, abogado sin empleo, con un máster en Filosofía, dos posgrados en la Escuela de Práctica Jurídica y ninguna experiencia laboral. Lo conocemos en el gimnasio Kiofu, donde entrena yudo dos tardes por semana. “Aquí vienen a desfogarse”, lo presenta su maestro. El abogado pelea con otro parado. Lleva una mancha de sangre en el quimono. Y en aquel local, asegura el dueño, la mitad de los socios y alumnos están buscando trabajo. Como Leyber Castro, español de origen ecuatoriano al borde de los 19 años. Alumno aventajado de mixed martial arts, un cóctel de artes marciales, mantiene un acuerdo con el propietario que parece sacado de una película de boxeo: el chico tiene talento, pero no puede pagar el gimnasio porque no lo contratan en ningún lado; entrena a cambio de abrir por las mañanas y de fregar los vestuarios cuando echan el cierre.
Me siento excluido del sistema. Sin opciones. Un paria casi. Pero no culpable. Porque he hecho todo lo que tenía que hacer
José Antonio Gómez, 24 años. Ha estudiado Derecho, un máster en Filosofía y dos posgrados en la Escuela de Práctica Jurídica. Saca para sus “caprichos” dando clases de ajedrez en colegios.
Al abogado yudoca lo acompañamos también un domingo a su partida semanal de ajedrez en la liga madrileña. Tras una apertura escocesa del contrario, retoma la iniciativa y su enemigo deja caer la bandera a dos movimientos del mate. José Antonio Gómez asegura que se siente “un paria casi”, pero el ajedrez le permite pagarse algún “capricho”: dos tardes por semana imparte clases en colegios. Las mañanas las dedica a leer. Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, tiene entre manos. Su vida recuerda a la de un monje oriental: ajedrez, estudios y ejercicio físico.
Otra mañana aún de invierno, la escena transcurre en el interior de un aula: un chico con el pelo tieso de gomina y el brillo en el mentón del recién afeitado se sienta ante el pupitre. Dos hombres de la edad de su padre lo escrutan. Adrián Fernández pone su mejor cara:
–¿Cuántos años tienes?
–Veintidós.
–¿Tienes finalizada la ESO?
–Finalizado, pero suspenso.
–¿Y ahora mismo estás…?
–En el paro.
–Digo que si estás cursando en una escuela de adultos para terminarlo.
–Nada.
–Pues esto es un problema, ¿no? ¿Tienes algún curso de formación ocupacional?
–Hice uno de soldador. No lo terminé.
–¿Y por qué te interesa la fontanería?
–Porque ahora mismo estoy parado y cualquier cosa viene… bien.
–¿De dónde eres?
–Del barrio. De enfrente al Decathlon.
Nos encontramos en la
Fundación Iniciativas Sur, en Orcasitas, uno de los distritos madrileños con mayor desempleo. Decenas de jóvenes acuden para realizar las pruebas de acceso a los cursos de formación para parados menores de 30 años. El centro nació en la crisis de los noventa, promovido por el tejido asociativo del barrio. Hoy, sus empleados resisten con la mitad de presupuesto que en 2006. “Estamos con un expediente de regulación temporal de empleo por la limitación de recursos públicos”, dice el director, Paco Palomera. Y ensaya una sociología del paro: “La gente se lo traga más que antes. Se exterioriza menos. Se organiza menos. Quizá buscan por Internet. O quizá seamos más individualistas”.
A la puerta encontramos a Virginia Caparrós, de 24 años, gruesos auriculares y pañuelo palestino. No se la suele ver por la calle. No sale. No tiene ocio. “Respirar cuesta dinero”, dice. Como mucho, echa “una partida a la play” por las tardes. Con un grado en Peluquería, ha trabajado de todo y busca de lo que sea. Ha venido a pedir información sobre los cursos de contabilidad. Le gustaría que le sucediera como a su amiga Raquel, que mañana empieza a trabajar de administrativa y hace años estudió ese tipo de cosas. En el pasillo abordamos a los aspirantes a los cursos de Control de Plagas y de Gestión Fiscal para Emprendedores. Alexander Peña, de 25 años, tres de ellos parado, “desde el petardazo”. Ha hecho cursos de carretillero y manipulador de alimentos, de mantenimiento de edificios y soldador. Sus manos ayudaron a construir los túneles de la M-30. “A veces me veo bajo un puente. Estás intentando buscarte las habichuelas y no te dan ni una”. Daniel Élez, de 23. Rostro tranquilo. Se enteró del curso por su padre, también en paro, que se acercó al centro a ver si le salía algo para reciclarse. “Solo había para jóvenes. Me dijo que viniera”.
Alejandra Fernández Gil, de 25 años, ha venido a hacer las pruebas de contabilidad. Está parada desde los 23. Pero tiene planes. Por eso necesita saber algo más de números. Un par de días después, bajo un cielo de plomo por el que cruzan copos de nieve desperdigados, Alejandra nos sube a un pequeño coche de segunda mano que pagó con su finiquito. Trabajó cuatro años de administrativa en una empresa de muebles. Arranca, atraviesa un polígono industrial y
en los 40 Principales comienza a sonar un tema que dice: “And there’s no stopping us right now” (ahora mismo no nos podrán detener), muy apropiado para explicar cómo ha decidido aventurarse en el mundo del maquillaje: “Empecé a investigar técnicas por Internet. He conocido a gente que se dedica a ello. Puede que seamos muchos. Pero no todos lo hacemos igual”. Detiene el coche en el aparcamiento de un centro comercial. Del maletero toma un maletín morado. Se adentra en el local Gherson R. Peluqueros, donde el dueño, con el pelo afeitado a medio cráneo y un reflejo color cobalto en el tupé, le deja practicar. Alejandra lo hace gratis. De momento. En el establecimiento también suele echar las tardes su amiga Sara. Informática en paro, se las arregla dando clases particulares de tecnología a personas mayores. A unos, cuenta, les enseña a manejar Skype. Para que puedan hablar con su hijo, que se ha largado a buscarse la vida en el extranjero.
La primera oferta que escuchamos durante la elaboración de este reportaje la leyó Begoña Llovet, directora de la academia de idiomas Tandem, especializada en alemán, y en la que han incrementado un 70% los cursos desde 2011, según sus cálculos. “Traduzco”, dice Llovet leyendo un correo electrónico que le ha llegado de Alemania. “Buscamos urgentemente… enfermeros diplomados… con título… como mínimo nivel B1… ofrecemos contrato indefinido… Seguridad Social… sueldos brutos de entre 2.500 y 3.700”. En la academia se ha hecho famoso un enfermero que se marchó en enero a un pueblecito cerca de Fráncfort, con contrato de un año para atender a ancianos. De él nos habla su novia, María Fernández, de 24 años, diplomada en Enfermería, también en paro (“bueno, trabajo tres noches al mes en un hospital”) y puliendo su alemán con intención de irse. Su chico, Ignacio Rodríguez Úbeda, de 23, se ha hecho “superfamoso en el pueblo; le reconocen por la calle y le dicen: ‘¡Tú eres el primer español!”. Al aeropuerto fueron a recibirle varias autoridades, entre ellas el ministro de Empleo del Estado de Hesse.
Se emitió un reportaje sobre él en las noticias. En las imágenes se ve al emigrante con cara de no creérselo cuando un señor trajeado (el ministro) se le acerca en un vestíbulo del aeropuerto y le tiende la mano.
A la academia, en cuya entrada hay folletos informativos tipo “Oportunidades laborales en el sector de la construcción en Alemania”, acude también una arquitecta de 25 años cuyo objetivo es “irse para donde sea”. Esta gijonesa llamada Isabel Mañana empezó la carrera en 2005 y enseguida se dio cuenta de que se dirigía “contra un paredón”. Acabó el proyecto en mayo de 2012. En septiembre comenzó a apuntar en una libreta las solicitudes de empleo. La lista, hace dos semanas, llegaba al número 254. En ella se pueden leer envíos a estudios en Argentina, Dinamarca, Noruega, Reino Unido… En su mesa de dibujo hay currículos en cuatro idiomas. El 13 de noviembre, según el dietario, Mañana bajó el listón y pidió trabajo en La Casa del Libro. El 19, en Fnac y Cortefiel. En enero volvió a rebajar: Dunkin’ Donuts, Telepizza y McDonald’s. “Trabajos de batalla”, los llama. Y ni siquiera.
Cuando empecé la carrera, nos lo vendieron muy bonito.Nos decían: “Vais a salir de aquí antes de acabarla”
Mikel Bollain, arquitecto técnico, de 24 años. Sin experiencia laboral. Vive en Vitoria y asiste a un curso para parados del Servicio Vasco de Empleo sobre eficiencia de la envolvente.
La filosofía es sencilla: “Si en mi categoría no hay demanda, me adapto a los puestos inferiores”, explica Ricardo Silva, director regional de la multinacional de trabajo temporal Adecco. “El empleador gana polivalencia y el empleado de perfil medio-alto desplaza a los de perfile medio-bajo”. Lo cuenta en la sede de la empresa en Las Palmas, la provincia española más castigada por el desempleo juvenil, con un 72% de paro. Hoy es día de entrevistas. Buscan un centenar de jóvenes para un grupo hotelero. Camareros. Cocineros. A la entrevista entra un tipo tranquilo. Víctor Macías, de 24 años, el pelo rapado con aire militar. Mirada confiada. Año y medio en el paro. Quiere un puesto en cocina. “De pequeñito trasteaba ya con las especias”, dice al entrevistador. “¿Has estado en plancha?”. “Y en frío, pero soy más de caliente. Aunque ahora mismo hago cualquier cosa”. Al acabar la entrevista, Macías nos habla de sus rutinas: “Echo las mañanas en la finca familiar. Cuido el huerto y de los animales. Recojo tomates”.
El director de delegación, con amplio trabajo de campo, nos habla del “rol de la abuela”, de familias que hacen “virguerías” con 600 euros de pensión; de “los excluidos” que llevan seis meses buscando y se sienten “desaprovechados por la sociedad”; de la playa de Las Canteras, repleta de jóvenes; y del deporte, una vez más: “Les ayuda a mantenerse activos. Porque esto va minando tu confianza. No te llaman y empiezas a pensar: ‘Estoy fallando yo’. En la avenida marítima hay una zona para correr con cientos de personas”.
Después de seis años y medio partiéndome las pestañas con los estudios, tengo la sensación hacer el tonto
Isabel Mañana. Arquitecta, de 25 años. Domina el inglés y el francés. Ahora recibe clases de alemán. Quiere irse “para donde sea”.
De Las Palmas volamos al País Vasco, el teórico polo opuesto (es la autonomía con menor tasa de paro de España, un 16%; y Gipuzkoa, la segunda provincia con menor paro juvenil, tras Huesca). Pero allí el deporte también se ha vuelto una constante. “No voy a estar tirado en el sofá. No es bueno para el cuerpo. Ni para la mente”, dice Mikel Bollain, de Vitoria, de 24 años, arquitecto técnico. Sin empleo desde que se graduó, y después de unos meses en Londres, le tocó cuidar a su abuelo, de 90 años. Empezó a salir a correr. A ir al gimnasio. Un poco de tenis. Algo de baloncesto. Desde enero combina el ejercicio con un curso de
empleo verde organizado por
Lanbide-Servicio Vasco de Empleo sobre eficiencia energética de los edificios. “Hay quien se agobia mucho. Yo creo que esto es una oportunidad”, sonríe Iraia Uranga, de 24 años, licenciada en Ciencias Ambientales, máster en Ecología Marina, parada y ahora alumna del mismo programa de Lanbide, pero en San Sebastián. Son formas de verlo. A su lado, la psicóloga del centro de formación dice: “Muchos traen una imagen derrotista. Pero en este sector se prevé un crecimiento del 120%”. Quizá ocurra. Y mientras espera, Iraia, una “enamorada de la naturaleza”, cada tarde después del curso, si las corrientes lo permiten, se enfunda un neopreno, se echa al mar con una botella y se adentra en las profundidades.
Hace poco, la arquitecta gijonesa Isabel Mañana, ya citada, también empezó a correr con regularidad, y otros tres días por semana se machaca en el gimnasio. Su hermana les llama cariñosamente, a ella y a sus amigos, “los gattacas”, por
aquella película de ciencia ficción(Gattaca) en la que jóvenes, guapos, atléticos, genéticamente perfectos y mentalmente superdotados esperan un día tras otro, sin que les llegue, el destino para el que fueron concebidos: viajar al espacio.
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