17 de abril de 2013
Certificar que la Tierra era hueca y otros objetivos de la misteriosa expedición nazi al Tíbet
ABC - Día 15/04/2013 - 22.19h
Hace 75 años los aventureros y cazatesoros eran bien distintos de los que, hoy por hoy, nos vende la factoría Hollywood. De hecho, más que ir vestidos con un reconocible sombrero de vaquero y armados con un látigo, preferían equiparse con brazaletes con esvásticas y vestirse con el traje negro de las SS. Al menos, esto es lo que dejó claro el extraño viaje al Tibet que varios soldados y estudiosos nazis realizaron para, entre otras cosas, estudiar el origen de la raza aria y la composición de la Tierra
Dirigida por Ernst Schaeffer, esta expedición tenía el sello de identidad de la Ahnenerbe nazi, una organización que, aunque en principio nació para dar validez a las más antiguas tradiciones arias, pronto se destacó como una sociedad cuyos miembros realizaron todo tipo de extraños viajes. Concretamente, se destacaron en el campo de la arqueología al buscar artefactos como la lanza de Longinos o el Santo Grial.
No obstante, el artífice real de la expedición no fue otro que el archiconocido líder de las SS Heinrich Himmler, quien, ya en 1936, tenía todo tipo de planes para el grupo de alemanes que viajarían hasta lo que en ese momento era el fin del mundo. Entre sus primeros objetivos, se encontraba el de certificar que el origen de la raza aria se encontraba en el Tibet.
Sin embargo, este no era ni mucho menos su objetivo más rocambolesco, ya que el grupo de viajeros nazis también recibió órdenes de hallar todas las pruebas posibles para demostrar la teoría de que la Tierra estaba hueca. Concretamente, la cúpula nazi se había hecho eco de la leyenda que afirmaba que, dentro de la corteza terrestre, existían un gran número de galerías que conectaban los diferentes países entre sí y que el centro de dichos corredores se encontraba en el Tibet.
A su vez, y como misión final, Schaeffer debía viajar en busca de la ciudad perdida de Shambhala, un misterioso lugar cuya ubicación era desconocida pero del que se hablaba en la tradición tibetana. No obstante, el interés en este territorio no era arqueológico, sino militar, pues los nazis pensaban que, si hallaban el emplazamiento, podrían invocar a un misterioso héroe tribal, Gesar de Ling, quien les ayudaría a dominar el mundo.
«Gesar de Ling vivió aproximadamente en el siglo XI y fue el rey de la provincia de Ling, al oeste del Tibet. Al término de su reinado, los relatos y leyendas sobre sus logros en cuanto guerrero y gobernante se difundieron por todo el Tibet (…). Algunas leyendas afirman que Gesar de Ling retornará viniendo de Shambhala para someter a las fuerzas de la oscuridad en el mundo», determina el lama tibetano Trungpa en declaraciones recogidas en el libro de Lesta.
Bajo todas estas pretensiones se preparó la expedición, la cual estuvo comandada por uno de los grandes aventureros alemanes de la época: Ernst Schaeffer. «Schaeffer había estudiado zoología y biología en la Universidad de Botinga y allí empezó a abrazar la causa nazi. Su vida daría un giro de ciento ochenta grados cuando conoció a un joven estadounidense en Hannover (…) al que acompañaría a una expedición con tan sólo 21 años», explica por su parte Oscar Herradón en su libro «La Orden Negra, el ejército pagano del III Reich».
«La expedición contaba también entre sus filas con Bruno Beger, un joven y aplaudido antropólogo que también buscaba los orígenes de la “raza superior”. (…) Junto a estos partirían también hacia el Tibet el geofísico Kart Wienert, y Ernest Krause, entomólogo y fotógrafo. El experto en técnica y organización era Edmund Geer», completa Herradón.
Tras llevar a cabo todos los preparativos, en abril de 1938 comenzó la esperada expedición. Una de sus primeras paradas, ya en Asia, fue el territorio de Sikkim, una puerta natural para entrar en el Tibet. Este lugar fue de gran utilidad para uno de los miembros de la expedición, Beger, quien llevó a cabo todo tipo de mediciones y experimentos con la población local.
«Beger haría minuciosos análisis de los rasgos físicos de los lugareños (…) y realizaría siniestras “mediciones craneales”: medía la longitud, anchura, y circunferencia de sus cabezas (…) de su boca, nariz… Según la ciencia racial imperante en el Reich, los nórdicos, la raza superior, se distinguían (…) por una frente ancha y un rostro alargado», explica Herradón en el texto.
No obstante, estas no fueron las únicas pruebas que haría este doctor. «Utilizaba también máscaras faciales de yeso, material (…) que les provocaba ahogamientos, escozor, e incluso quemaba su piel», determina el español. De hecho, tal era su falta de escrúpulos que en una ocasión casi acabó con la vida de un joven lugareño cuando la pasta penetró por su nariz y boca.
Después de esta parada, atravesaron el último tramo del trayecto, el que les llevaría hasta la ciudad sagrada de Lhasa. «Durante el viaje, Schaeffer se entregaba de forma enfermiza a la caza para conseguir exóticos especímenes para los museos del Reich. Bruno Beger confirmaría más tarde que Schaeffer, realmente fuera de sí, en ocasiones llegaba a beber sangre de algunas de sus presas tras haberlas degollado. Según este, les conferían fuerza y potencia», añade Herradón.
Tras dos meses de investigación, el grupo volvió a casa por orden de la cúpula nazi, temerosa ante el inicio de la contienda contra Polonia. Sin embargo, y aunque no lograron verificar las descabelladas teorías que pretendían, no regresaron con las manos vacías.
Una vez en el corazón del Reich, Schaeffer y sus compañeros fueron tratados como héroes e, incluso, rodaron un documental con todas las imágenes captadas en su viaje. A pesar de todo, todavía tendría que pasar mucho tiempo hasta que finalizara la investigación y el análisis de todos los especímenes que había traído del Tibet.
A su vez, los alemanes trajeron consigo un curioso regalo. «Tras la llegada corrieron rumores sobre la existencia de un documento de singular valor y que Hitler habría colocado en una habitación cerrada y sin ventanas (…) en la sala donde supuestamente meditaba. Pues bien, dicho documento existió. No era otra cosa que un pergamino en el que el Dalai Lama habría firmado un tratado de amistad con la Alemania nazi y reconocía a Hitler como jefe de los arios», explica por su parte Lesta.
No obstante, nunca se llegó a saber a ciencia cierta si la relación entre el Tibet y la Alemania nazi era tan estrecha como demostraba aquella carta. «Todas las pruebas sobre la conexión (…) se irían diluyendo con el transcurso de la guerra y los bombardeos», explica el autor de «El enigma nazi».
Lo que si es cierto, según Lesta, es que «cuando al final los rusos entraron en una de las sedes de la Ahnenerbe en Berlín, yacían muertos varios soldados de raza mongola sin distintivos de ningún tipo. Todos portaban unas extrañas dagas ceremoniales y estaban tendidos en el suelo formando un círculo».
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