3 de marzo de 2010

¡Sacrificio!

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Josep Miró i Ardèvol

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¡Sacrificio!

En nuestra sociedad avanzan, uno contra el otro, dos trenes de alta velocidad que cuando choquen provocarán algo así como la caída del Imperio Romano.

Uno de ellos es el de la necesidad de sacrificio, al económico me refiero y, por consiguiente, la capacidad de consumir, de poseer menos cosas.
Vivimos por encima de nuestra capacidad real, de ahí el que España como sociedad, familias y empresas estén endeudadas. Ahora es el Estado quien empieza a ocupar una posición también peligrosa. El conjunto es el de una familia que sigue conduciendo un BMW y esquía en Baqueira, pero si se termina la pasta de dientes a mitad de mes no puede comprar una nueva hasta principios del próximo. Vive del endeudamiento de la tarjeta de crédito.

El otro tren que avanza en dirección opuesta se compone de vagones distintos. Uno es la
ideología dominante de la cultura desvinculada, la realización inmediata del propio deseo, la ruptura de todo vínculo o compromiso que nos limite el hiperindividualismo, la lógica –en relación a la anterior cultura del esfuerzo y, ya no digamos, del sacrificio- sustitución de los vínculos fuertes y comprometidos, familia, país, vocación, tradición, religión, por otros sucedáneos débiles y ocasionales, porque el ser humano necesita, aunque sean de engaño, mantener vínculos para ser, el forofismo de las pasiones vacuas como el fútbol (vean el lamentable espectáculo de demasiados padres en los encuentros infantiles y juveniles), el consumismo (la gente se consuela vinculando su vida a una marca, un estilo, una apariencia). El poseer en lugar del ser. La solidaridad homeopática, que no es una entrega sino la simple búsqueda primero de una recompensa, quizás un país exótico, quizás una experiencia nueva, pero sólo por unas semanas, unos meses. Nunca una entrega de por vida.

El otro gran componente es la
sensación de injusticia, de estafa, de que las cargas ya antes del gran sacrificio están muy mal repartidas. El parado en un extremo, los bancos y banqueros en el otro, sería la composición del imaginario popular.

Porque no es la pobreza, que cuando es compartida por el conjunto se llama austeridad, sino la desigualdad, las diferencias, lo que desarticula a una sociedad. La conciencia de que el sacrificio solo sería para unos y no para todos, y más para los que tienen. Mayor para los que menos tienen, en lugar de serlo para los que tienen más, disuade de toda solución, la paraliza.

Digamos que deberíamos ser un 10% más pobres; pues bien, la rebaja no se puede distribuir por igual. Para algunos la cifra debería estar en el 15%, para otros en el 6 ó el 0%.

En otras palabras,
no tenemos solución para nosotros ni para nuestros hijos si no agitamos el país hasta reconvertirlo en una sociedad donde impere la confianza –fundamento del capital social- porque impera la justicia en la distribución de las cargas, la igualdad relativa. Y esto empieza por el fin de los privilegios de grupos corporativos, comenzando por los bancos, y una gran reforma fiscal que haga pagar realmente más a quien realmente más tiene.

Eso o lo dicho: la caída del Imperio Romano; el nuestro.