29 de agosto de 2009

Al servicio de la persona

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Miércoles, 26 de Agosto de 2009

Madrid

Opinión

Firmas

Al servicio de la persona

Antonio M. Rouco Varela

Miércoles, 26-08-09

«IGLESIA, Sociedad y Política» son viejas palabras que se refieren a formas humanas de vivir, de convivir y de obrar presentes y operantes en la actualidad de la familia humana. ¿Cómo aproximarse a ellas hoy con intención y voluntad de conocerlas de nuevo impulsados por el amor a la verdad y por su búsqueda?
El agitado periodo postconciliar, no fenecido del todo, se ha visto sometido en no pocos ambientes eclesiales a una doble tentación. Se ha tratado de minimizar para la existencia cristiana el significado originario y fundante de la Iglesia como el instrumento necesario del encuentro con Jesucristo. Y, como consecuencia lógica, se producía la tentación de reducir el sentido y el campo de la misión de la Iglesia a una acción puramente temporal, ordenada directa y propiamente a la solución pragmática de los problemas del mundo y sirviéndose de los instrumentos de este mundo, sobre todo los del poder socioeconómico y político. Ha llegado la hora de vivir la Iglesia de nuevo como el acontecimiento de la presencia de Cristo para el hombre y el mundo del siglo XXI. Han de ser apreciadas y potenciadas las formas personales y eclesiales de aplicación de la doctrina conciliar a la vida de la Iglesia del último tercio del siglo XX, inspiradas y configuradas por el Espíritu Santo a través del don de variados y riquísimos carismas y vividas fielmente en la comunión de la Iglesia.
El Magisterio Pontificio de Pablo VI y de Juan Pablo II, y ahora de Benedicto XVI, nos ha señalado inequívocamente el camino del futuro para su vida y misión: camino luminoso para la vivencia y la realización fiel, pastoral y apostólicamente fecunda, de la vocación cristiana. Un camino con una doble exigencia, antigua y nueva: la del necesario «mirar» de nuevo al Rostro de Cristo o, dicho con otras palabras, la de la necesidad de la oración contemplativa; y la de evangelizar de nuevo desde la vivencia honda y compartida del orar contemplativo, alimentado en la celebración y en la adoración eucarística, capaz de llegar con fuerza al hombre de nuestro tiempo, especialmente a los jóvenes, dentro y fuera de los países de tradición cristiana, y quitándoles el miedo a abrir las puertas de sus vidas a Cristo.
La sociedad es también palabra antigua. Pertenece al patrimonio cultural universal de la humanidad. Designa un aspecto que le es esencial a la realidad integral de lo humano. El ser del hombre incluye constitutivamente relación al otro: corporal y espiritualmente. Su configuración, sexualmente diferenciada como varón y mujer, constituye la primera y fundamental expresión de la apertura trascendente que le es esencial y existencialmente inherente a la persona humana. El hombre sólo alcanza la realización plena de sí mismo en la interrelación con los otros hombres.
La sociedad, si quiere organizarse en perfección, habrá de facilitar el espacio necesario de acción y de vida para que la persona humana pueda alcanzar su fin último: la vida eterna en Dios. No irá por ahí, por desgracia, la evolución laicista de la sociedad moderna y contemporánea, que tenderá cada vez más a concebirse y a realizarse al margen de Dios como principio y fin del hombre. Rechaza la doctrina y la teología cristiana sobre la sociedad y no la sustituye por ningún otro tipo de filosofía, abierto racionalmente a una comprensión de la experiencia social del hombre en la que quepan la idea y realidad trascendente de Dios. Para la doctrina social laicista, la confusión práctica, cuando no teórica, de las categorías sociedad y Estado deviene un instrumento dialécticamente muy útil para construir su teoría atea o agnóstica del Estado.
La política es otra vieja palabra unida a la experiencia inmemorial del hombre. La praxis política como la ciencia, el arte y la técnica de gobernar la sociedad humana plenamente constituida han orientado siempre sus esfuerzos principales a aclarar y dirimir la cuestión de la autoridad como el punto neurálgico de toda teoría social. ¿El pueblo, sujeto inmediato de la soberanía política es, además, la instancia incuestionablemente última que legitima al titular de la autoridad política en su origen y en el ejercicio del poder que le es propio? La respuesta, ofrecida y exigida por la antropología cristiana, fue siempre inequívoca: el origen y el fundamento de la soberanía popular reside en Dios que ha creado al hombre como ser social.
Las respuestas de las antropologías laicistas radicales fueron y son también siempre las mismas: la soberanía del pueblo es ilimitada; más aún, es la única fuente de legitimación ética del derecho positivo y de su aplicación coactiva. Otra fue la posición teórica y práctica del laicismo moderado, especialmente activo después de la II Guerra Mundial. Su concepción del principio de soberanía comprendía su limitación jurídica y ética en virtud, primero, de la vigencia previa de los derechos humanos y, segundo, a causa de las obligaciones y exigencias derivadas del derecho internacional.
¿Tiene «el poder político» facultad de limitar, condicionar, restringir e incluso negar los derechos fundamentales de la persona humana -el derecho a la vida, a la libertad religiosa, de pensamiento, de conciencia, de expresión y de enseñanza- sin que se quiebre su legitimidad ética? La contestación, subyacente a muchas de las corrientes culturales que inspiran e influyen hoy la teoría y la praxis política, es militantemente afirmativa. La respuesta de los cristianos ha de ser, en contraste, la de presencia activa y positiva en la vida pública, dirigida a superar la estatalización creciente de toda la vida social y las muchas veces simultánea desprotección de derechos fundamentales de la persona, de las familias y de los grupos sociales.
Hemos de colocar en el centro mismo de la experiencia cristiana de «lo político» la aspiración y el esfuerzo para que el orden jurídico-político se ponga al servicio de la persona humana y de su realización plena como su objetivo último, decisivo para la realización del bien común. El Estado no es dueño de la sociedad y, mucho menos, del hombre. La vocación del seglar cristiano tiene actualmente una importante y urgente tarea en el campo de la acción y de la vida política: abrirla a la ética del servicio, abrirla a las experiencias de gratuidad, de libertad solidaria y subsidiaria, y sobre todo de comunión.