12 de noviembre de 2014
Rajoy nos debe un plan
EDITORIAL
El titular de la Generalitat, Artur Mas, acaba de sorprender por dos veces al presidente del Gobierno, Mariano Rajoy. La primera, con algún ventajismo, al encabezar la seudo-consulta del 9-N desbordando el marco legal que se había comprometido a respetar. La segunda, ayer, cuando al valorar su relativo éxito, le propuso un “diálogo permanente” para celebrar un referéndum de verdad, “a la británica”, así como contactos para evacuar sus 23 reivindicaciones concretas del pasado 30 de julio.
Rajoy aparece atrapado entre la muy discutible lealtad del representante ordinario del Estado en Cataluña —el presidente de la Generalitat— y la fronda que desde posiciones radicales le ataca por presunta dejación de funciones y entreguismo, cuando no jalea actuaciones jurídicas contra el líder catalán, de incierto éxito judicial y de incendiarios efectos políticos. Por eso lleva en silencio demasiado tiempo.
Ojalá que la tardanza en reaccionar se deba a que esté ultimando un plan de actuación tan potente que compense el retraso; desborde la astucia táctica que de sí mismo pregona Mas con algún fundamento; y contribuya a resituar la cuestión catalana en un ámbito manejable, a la par que rescata de las zonas difusas, no ya la potestas del Estado, sino su auctoritas. De lo contrario será difícil sostener la conveniencia de culminar la legislatura en el plazo previsto, final de 2015.
Rajoy debe romper dos tabúes: el de escudarse en solitario en la defensa de la ley; y el de adivinarse deslegitimado si baja al terreno y se mezcla con personas que malbarataron su confianza. En democracia, más decisiva que la relación personal es la dinámica entre instituciones que se deben lealtad, siendo su primer componente el de comunicarse entre sí. Rajoy debe formular una sólida propuesta a los catalanes, más que a uno u otro líder, porque es también el presidente de todos ellos, incluidos los independentistas, tácticos o de corazón.
El jefe del Gobierno se debe antes a todos los españoles que a los barones de su partido, a los grupos de presión o a catastrofistas de turno. Para ser creíble, lo más urgente es que sitúe la cuestión como de alta prioridad política —solo equiparable al desempleo—, no por privilegiar a ningún territorio, sino simplemente porque lo es la hipótesis de una severa erosión de la cohesión ciudadana y del Estado. La mejor manera de hacerlo es acudiendo a afrontar la emergencia donde se produce para escuchar directa, amplia y convincentemente a protagonistas y afectados. De forma no ritual, para demostrar que el Estado no se ausentó, despreocupó ni abandonó una comunidad que es punta de lanza de la economía y la cultura comunes.
El desafío planteado es de fuste, y el Gobierno no debe abordarlo en solitario, sin el concurso de otras fuerzas, también catalanas, y la sociedad, que debería salir de su pasividad, apatía o desinterés.
Por supuesto que Rajoy debe recibir a Mas, y él mismo o su vicepresidenta, realizar una ronda de encuentros de alto nivel —en Barcelona, en Sevilla, en Bilbao— con los otros líderes políticos y sociales capaces de prestarle ayuda para definir una hoja de ruta política útil para desatascar el problema, y aceptable por todos.
No debe ser un motivo de inhibición la posibilidad de que el resultado final de este replanteamiento sea llamar a los catalanes a un referéndum legal, convocado por el propio Gobierno, mejor de forma pactada con la Generalitat. Pero no para optar sobre la independencia, sino sobre los elementos de mejora del autogobierno autonómico (aseguramiento de competencias, financiación singular pero solidaria, promoción de la lengua catalana) susceptibles de incorporarse después a una necesaria reforma constitucional de tipo federal.
Será mejor emplear el año de legislatura restante para encauzar este problema: pero solo si se aprovecha a fondo.
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