11 de noviembre de 2014
La fuerza de negociar
EDITORIAL
La polémica jornada del 9-N en Cataluña está siendo de digestión más pesada de lo conveniente. Algunos de los que se reclaman como los más acendrados defensores de la Constitución y la legalidad caen en una posición utilitarista. Tanto ellos como los que han desbordado las resoluciones del Tribunal Constitucional quieren retorcer la ley en favor de sus propias posiciones. La moda de último minuto es reclamar mano dura y vituperar al Gobierno por la presunta dejación de sus quehaceres, que habría abocado a Cataluña al equivalente de un territorio sin ley.
Olvida esta gente que la defensa de la legalidad debe hacerse sin forzarla a conveniencia; que los tribunales no deben obedecer órdenes de los políticos; y que los jueces ante los que algunos presentaron sus denuncias con la pretensión de que la fuerza pública interrumpiese el festival soberanista adujeron buenas razones derivadas del principio de proporcionalidad para desecharla.
Aunque vaya a contracorriente, hay que subrayar bien alto que la —en este caso bienvenida— cautela de Mariano Rajoy no constituyó para nada un exceso de prudencia. ¿O acaso lamentan que no haya habido imágenes de policías sellando urnas o la de Artur Mas esposado? Eso habría creado aún más perjuicio del que se pretendió evitar; y no hubo al cabo nada irreversible, esto es, nada sobre lo que la justicia no pueda y en su caso deba ahora escudriñar.
La equivocación del Gobierno, como no dejaremos de reiterar, reside en su déficit de acción política positiva. Rajoy tiene que tomar la iniciativa ya, no por sus propios intereses, sino porque es el presidente del Gobierno de España; y esto no es un problema suyo, sino una grave amenaza a los intereses de los españoles. Lo mismo cabría decirle a Mas, pero es de temer que ha pasado el tiempo en que Mas es capaz de escuchar (y quizá de explicarse, como ayer demostró la elaboración por parte de CiU del concepto deultimátum flexible).
La cuestión catalana ha superado ya el marco estrecho de un conflicto entre dos Gobiernos para convertirse en un problema de los españoles. Por eso le pedimos a Rajoy que salga de su esquina para aplicar, frente a un problema, las medidas y estrategias proactivas convenientes, sin limitarse a la defensa del ordenamiento ni a recibir y gestionar las iniciativas que llegan de Barcelona.
El desprestigio y ahuecamiento del Estado provienen ahora mismo de la corrupción y la pasividad, no del uso ponderado de las propias competencias. Sobre todo cuando, por más que pueda molestar, muchos ciudadanos catalanes están expresando tranquilamente su divergencia radical o su malestar. Habrá que tenerlos en cuenta, sobre todo porque confirman una secuencia frecuente, cronificada, que va agotando las vías de enderezamiento.
Esta es sin duda la hora de la política. La política democrática empieza en el diálogo, que debe convocar el poder con mayores competencias: en este caso el Gobierno. El diálogo debe desembocar en negociación para acordar las soluciones con el mayor consenso posible. Y los acuerdos implican siempre algún grado de cesión mutua.
Los socialistas marcaron ya una referencia, al plantear formalmente la reforma constitucional federal que debería constituir un punto de convergencia en esta crisis. Detállenla más, si es necesario, a quienes aún la sortean como presuntamente inconcreta. Y añadan entre todos —los Ejecutivos, los principales partidos— una hoja de ruta sobre los pasos intermedios para llegar a ella, o los elementos que consideren imprescindibles para modificarla o complementarla. Pero no hay otra salida que la inauguración de un nuevo tiempo político mediante la reforma de la Constitución.
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