19 de julio de 2011
La suerte del César y la suerte del Imperio
TRIBUNA
Unos días después de las elecciones autonómicas, me encontré con un socialista histórico en Bruselas y le pregunté: “¿Qué pensáis hacer con Zapatero?”. La respuesta fue la misma que la del famoso discurso de Bruto tras asesinar a Julio César en la tragedia de Shakespeare. “A mí qué me importa la suerte del César, cuando lo que está en juego es la suerte del Imperio”.
Los barones socialistas han decidido que Zapatero siga siendo el secretario general, aunque su poder, como el del último emperador de China, no traspase los muros de la Ciudad Prohibida. Será Rubalcaba quien decida, en función de su estrategia electoral, qué reformas económicas se acometen y cuáles se postergan. Será también él quién decida cuándo se convocan las elecciones. Lo que debería valorar es si lo que conviene al nuevo César, conviene también al Imperio.
La Nueva Vía de Zapatero, aparentemente una mezcla de socialdemocracia, republicanismo cívico y ecologismo, no ha sido en la práctica más que radicalismo a la italiana regado con dinero público. Zapatero, como el ciudadano Kane, no tiene bastante con el poder, necesita que le quieran. En su primera legislatura no aprovechó los años de vino y rosas para atacar los problemas de competitividad y tiró de gasto público desde que entró en La Moncloa, como si la herencia recibida y los ingresos derivados de la explosión del ladrillo fuesen un maná inagotable. El resultado es conocido: la demanda interna y el déficit por cuenta corriente se desbocaron.
Cuando llegó la crisis sufrimos más que nadie, porque en los años de bonanza se incubaron tres desequilibrios typical spanish: el endeudamiento de familias y empresas, una fuerte exposición al mercado inmobiliario y unos costes laborales siempre por encima de la productividad. Resultados que no son consecuencia de una mala aplicación de una buena política; son la consecuencia inexorable de la aplicación de unas recetas que ya habían firmado su divorcio con la realidad mucho antes del colapso de Lehman Brothers.
Rubalcaba pretende ahora matizar las políticas de Zapatero, en cuyo Gabinete ha tenido un papel relevante, pero no parece dispuesto a ir mucho más lejos. La realidad es que Rubalcaba debería afrontar una crisis que va mucho más allá del zapaterismo, incluso más allá de su partido, porque es la socialdemocracia la que está en crisis. Lo dice bien John Gray, un conocido profesor de Oxford muy cercano a los laboristas: “A menos que las socialdemocracias europeas se transformen profunda y rápidamente, serán barridas por el huracán de la competencia mundial”.
El declive político de la izquierda europea empieza con la globalización y se hace más evidente cuando ponemos en marcha una unión económica y monetaria en el Tratado de Maastricht. La socialdemocracia no se adapta al cambio y se coloca en una situación de fuera de juego que no ha corregido desde entonces. Aunque no soy socialista me preocupa el agotamiento intelectual de la socialdemocracia, porque su hundimiento allanaría el camino a quienes quieren desmantelar el Estado de bienestar, una conquista que fue posible gracias a la colaboración entre democristianos y socialdemócratas. Y no está la Magdalena para tafetanes.
Los años de oro de la socialdemocracia son los de la posguerra, cuando se podía limitar la circulación de bienes y capitales mediante aranceles y controles de cambio. La apertura de las fronteras acaba con esta posibilidad. A mediados de los setenta, la subida de los precios del petróleo, la competencia de los países emergentes y los cambios demográficos —caída de la natalidad y aumento de la esperanza de vida— siembran dudas sobre la viabilidad del Estado de bienestar. En los ochenta se empieza a cuestionar otro de los iconos de la socialdemocracia: la progresividad del sistema fiscal. En un mundo sin fronteras, el impuesto sobre la renta queda reducido a un impuesto sobre los rendimientos del trabajo, porque todos los países compiten para atraer al ahorro, que necesitan tanto como el comer, y lo hacen dando cada día mayores ventajas a las rentas del capital. Las cotizaciones sociales, el recurso con que se financiaba la sociedad del bienestar, empiezan a verse como un tributo que solo pagan los trabajadores, que dificulta la contratación y que dispara los costes laborales, un elemento clave de la competitividad.
Hace un par de años parecía que la socialdemocracia podría resucitar al rebufo de una crisis que, según ellos, era debida a los excesos de la derecha neoconservadora. No hubo resurrección y hoy los socialdemócratas solo gobiernan en 5 de los 27 países de la UE (Austria, Chipre, Eslovenia, España y Grecia), siendo que hace 10 años gobernaban en 11 de 15.
Hasta aquí la historia, pero ¿por qué la socialdemocracia está atravesando una crisis tan severa? En mi opinión, los electores parecen haber comprendido que la sociedad del bienestar no sobrevivirá sin cambios radicales en el contexto de una crisis global. Los padres fundadores creían que los gastos sociales se mantendrían normalmente bajo control y que, en caso de un desbordamiento transitorio, los ingresos derivados del crecimiento los financiarían sin problemas (Anthony Crosland, The future of socialism, 1956). Estas hipótesis no han resistido el paso del tiempo.
En los próximos años habrá que hacer un esfuerzo suplementario en materia de educación, cuya debilidad explica la escasa productividad de la economía española. En materia de pensiones, el esfuerzo tendrá que ser aún mayor dado el envejecimiento de la población. Solo hace unos años, cada pensionista era sostenido por cuatro trabajadores en activo; en unos años más, deberá ser sostenido por dos trabajadores. En 1900, un jubilado vivía solo un año después de su jubilación, hoy vive casi 20. En relación a los gastos sanitarios, baste decir que en Reino Unido se han multiplicado por 10 en términos reales (descontando la inflación) en los últimos 60 años, mientras que la renta per cápita se ha multiplicado solo por cuatro.
Como recuerda Ulrich Beck, uno de los gurús más respetados por la izquierda, el Estado de bienestar ha entrado en una crisis profunda debido a la imposibilidad de sostener sus costos financieros y económicos en el marco de una globalización que pone en peligro su existencia. Dicho en román paladino: gastar más cuando nos hemos empobrecido es un dislate que amenaza con abandonar a su suerte a los más desfavorecidos, que son precisamente aquellos a quienes más queremos y debemos ayudar.
Por si esto fuera poco, empieza a sospecharse que las políticas socialdemócratas, cuando superan ciertos niveles, terminan premiando actitudes de dependencia y desincentivando el esfuerzo y la iniciativa hasta extremos alarmantes. Algo que no casa con la necesidad de desenvolverse en un mundo cada día más competitivo.
Son los socialistas los que tienen que decidir lo que quieren hacer con su partido. Aquí en Bruselas, mis colegas eurodiputados llevan mucho tiempo repensando qué hacer con la socialdemocracia en el futuro próximo. En España, los socialistas celebrarán pronto una conferencia política para hacer lo mismo. Pueden volver al ¡No pasarán! para movilizar a su electorado o pueden apostar por poner al día un ideario que se ha quedado claramente anticuado. A los demás nos corresponde esperar, pero sí me parece pertinente recordar que si queremos asegurar una educación, una sanidad y unas pensiones de calidad para todos los ciudadanos solo hay un camino: aumentar la tasa de crecimiento potencial, recortar gasto público superfluo, concentrar las prestaciones económicas en las personas con menos ingresos y, sobre todo, diseñar un sistema de financiación nuevo que sepa armonizar inteligentemente competitividad económica y bienestar social. Estas reformas son tan profundas y afectan a tantas Administraciones —el Estado, comunidades autónomas y Seguridad Social— que solo podrán ser abordadas si los dos grandes partidos que alumbraron la sociedad del bienestar son capaces de ponerse de acuerdo para mantenerlo en una economía globalizada. Eso es lo que le interesa al Imperio.
José Manuel García-Margallo y Marfil, eurodiputado del PP, es vicepresidente de la Comisión de Asuntos Económicos y Monetarios del Parlamento Europeo.
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