22 de mayo de 2018
Un quemadero de Pontífices
Un quemadero de Pontífices
Pese a las denuncias y las pruebas, los papas han ignorado los casos de
pederastia en el seno de la iglesia hasta que han amenazado su pontificado
Miembros
de la Conferencia de opispos de Chile en el Vaticano este lunes. GREGORIO BORGIA (AP) / QUALITY-REUTERS
Un mal no es un mal para quien no lo siente. Les ocurrió a Juan Pablo II
y Benedicto XVI. Hasta que no les cayó el pedrisco de la pederastia sobre sus
cabezas, no fueron conscientes de las desgracias y el desprestigio que
estremecían a la Iglesia romana. No fue hasta 2002 que el pontífice polaco, en
babia pese a su formidable afición a viajar, escuchó las alarmas. Hasta
entonces, había despreciado las denuncias porque, en su opinión, pretendían
desprestigiar a su iglesia. Algunos de sus portavoces llegaron a decir que la
difusión de los casos de abusos en Estados Unidos era una venganza del
presidente George W. Bush por haber criticado el papa polaco la guerra de Irak.
Si Juan Pablo II se alarmó fue porque, de pronto, los casos de
pederastia empezaron a amenazar las finanzas de la organización, muy rica para
pagar campañas contra el aborto o la eutanasia, por ejemplo, pero pobre para
indemnizar a las víctimas en cumplimiento de condenas judiciales inapelables.
La llamada a Roma de los cardenales estadounidenses en apuros, en su mayoría
encubridores, no acalló el escándalo ni escarmentó a los principales jerarcas.
Por entonces, se conocieron comportamientos desastrosos. Por ejemplo, el
cardenal colombiano Darío Castrillón, prefecto de la Pontificia Congregación
del Clero, había mandado en 2001 una carta de felicitación a un obispo francés
que había ocultado de la justicia a un cura pederasta. “Estoy encantado de
tener un compañero que habría preferido la cárcel antes que denunciar a un
sacerdote", le decía. En la misma fecha, el también cardenal Tarcisio
Bertone, número dos del Vaticano, relacionaba pederastia y homosexualidad; el
español Antonio Cañizares afirmó que peor que los abusos sexuales de
eclesiásticos a menores era la legalización del aborto, y se supo entonces que
el todopoderoso prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Josep
Ratzinger, hoy papa emérito, había enviado una circular a los obispos
ordenándoles que los casos de abusos a menores por clérigos de toda condición
quedaban centralizados en dicha congregación. Cuando la ropa sucia de los
abusos empezó a salirle por la ventana, se vio obligado a llamar a capítulo a
los obispos de Irlanda, encubridores de hasta 25.000 abusos. Son los casos más
clamorosos, pero hay muchos más, también en España. Ahora mismo, en Australia,
el número tres de la Curia de Francisco, el cardenal George Pell, jefe de las
finanzas de la (autollamada) Santa Sede, se sienta en el banquillo en su país,
acusado él mismo de abusador de menores.
Francisco debería de haber escarmentado en la cabeza de sus
predecesores, pero se comportó de la misma manera cuando llegaron a su mesa
desde Chile 2.500 páginas denunciando incontables episodios de pederastia
encubiertos por algunos jerarcas de su confianza. Peor aún. Cuando se dio
cuenta de que el escándalo podía amargarle el viaje por ese país respondió con
exabruptos a la periodista que quiso saber. Que me traigan “pruebas”, dijo con
impertinencia. Tuvo que matizarse en el avión que le regresaba a Roma, ante
toda la prensa. Lo puso peor. En lugar de “pruebas debí decir evidencias”,
dijo. Sutilezas de mal teólogo. Esta semana se reúne con los obispos chilenos
llamados a capítulo al Vaticano. ¿Rodarán cabezas? Demasiado tarde. El
quemadero de la pederastia amenaza ya todo el pontificado del jesuita
argentino.
Nadie, ni siquiera un papa como Francisco, tan encantado de la
papolatría al uso, sale indemne de un escándalo de estas dimensiones. Ayer
mismo, la agencia Associated Press informaba
desde Chile de que un miembro de los Hermanos Maristas violó a 14 chicos en dos
colegios. La congregación tardó siete años en señalar al abusador y la justicia
ha tenido que superar incontables obstáculos para encausarle, también durante
años. Ocurrió antes con el fundador de los Legionarios de Cristo, el mexicano
Marcial Maciel, protegido por Juan Pablo II, que lo presentó como “ejemplo para
la juventud” cuando eran notorias sus tropelías, y ha vuelto a suceder hace
apenas dos años con el peruano Luis Fernando Figari, fundador de los Sodalicio,
castigado por fin, después de saberse de sobra que era otro crápula del tamaño
de Maciel.
La llamada a capítulo de los obispos chilenos tiene la atención mundial.
“Estamos en una emergencia espiritual”, ha dicho su portavoz. Siguen viendo la
pederastia como un pecado. Es un delito. Se dice que van a recibir una
reprimenda de Francisco, pero es la credibilidad y el prestigio del Papa los
que están comprometidos. Como sus predecesores, despreció a las víctimas y
aceptó como verdaderas las falsas informaciones que le dieron dos cardenales y
su embajador en Chile.
“Somos pastores, no policías”, se disculpan los jerarcas católicos. “Si
no podemos ser castos, al menos seamos cautos”, aconsejaban a veces, con una de
las ironías del simpático cura rural de George Bernanos. Ese fue el espíritu
con que se ha amparado a clérigos delincuentes. Achacar los escándalos a
campañas de los enemigos de la Iglesia fue, por cierto, la tesis de Ratzinger
durante una visita, en noviembre de 2002, a la Universidad Católica de Murcia.
“Estoy convencido de que la presencia mediática constante de los pecados de los
sacerdotes católicos es una campaña planeada, puesto que el porcentaje de esos
escándalos no es más alto que en otras categorías profesionales, e incluso es
menor". Así proclamó. Como suele decirse, si el prior se va de farra, qué
no hará la comunidad.
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