17 de mayo de 2018

Funeral por Cataluña


ANÁLISIS
Funeral por Cataluña
El minimalista salón Verge de Montserrat era un símbolo del signo político de la presidencia entrante: Nosaltres sols!

EL PAIS -  XAVIER VIDAL-FOLCH

Quim Torra, durante la toma de posesión. ALBERTO ESTÉVEZ (EFE) ATLAS-QUALITY

El código político yace también en el código del vestuario. No solo por las corbatas negras ha sido un funeral. De tan íntimo, clandestino, como si la Generalitat fuese una institución privatizada y privadísima, amén de triste. Solo ha asistido la familia. Ni siquiera entera, los dos hijos de Quim Torra no le han acompañado. No llamaron a los expresidentes. No fueron convocados los gruposparlamentarios. Ni el Gobierno al nivel que éste decidiese. Ni la sociedad civil. Ni se ha impuesto el mítico medallón presidencial de Francesc Macià. El aparente deudo ha dispensado abrazos rígidos —y al mismo tiempo, lánguidos— a la docena de asistentes. El minimalista salón Verge de Montserrat ha sido este jueves por la mañana un conjunto vacío. O mejor, un símbolo del signo político de la presidencia entrante: Nosaltres sols!

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Ese nosotros solos ilustra —quizá de forma involuntaria— el descomunal aislamiento del nuevo titular de la Generalitat , contra las promesas de gobernar para todos y su improbable designio de ampliar la base social del soberanismo. Y enraiza históricamente con el grupo de Estat Català —tan ensalzado por Torra— que no solo traicionó en 1934 al president Lluís Companys sino que preparó en 1936 un golpe contra él: urdió asesinarle, adelantándose un lustro a la Gestapo, que se lo brindó a Franco para que lo fusilase.

El protocolo es la entretela del poder. Dijeron que ansiaban el éxtasis de un Govern “efectivo”. Y en vez de con arcos de triunfo, se entronizan con una ceremonia de tercera. Nunca la generación que salió a la calle al lema de “Llibertat, amnistia i Etatut d’autonomia”, y que aprendió con Josep Tarradellas a ponerse la corbata, habrá tenido peor sinsabor por culpa del deterioro institucional.

El deterioro lo empezó el propio Torra al autocalificarse de presidente provisional. Siguió Carles Puigdemont, al decretarle interino por cinco meses. Continuó el presidente del Parlament, Roger Torrent, negándose a ir a ver al jefe del Estado, como iba siendo costumbre en casi todos los relevos, incluso para plantearle educadamente ideas contrarias. Culmina con estas primera horas del president electo, de perfiles servil o agitatorio —visita a Berlín, inminente viaje a las cárceles— y nivel presidencial de un cero escandaloso.

El deterioro de las instituciones deteriora, degrada, mella, recorta, desnaturaliza. Perjudica a los ciudadanos, a quienes tanto costó recuperarlas. Si uno no se cree ni su propio cargo ni su propia responsabilidad, tampoco sus interlocutores políticos le darán crédito, ni los ciudadanos. Si Quim Torra quiere ser tratado como la figura con la que parece identificarse, la de un president ilegítimo (por sujeto a otro legítimo); como un jefe de un comité de acción; como un ideólogo racista actuante contra la mayoría de los catalanes (dadas sus banales excusas sobre sus escritos de odio, que no certifican verdadero arrepentimiento), lo logrará en breve. Y nunca será presidente de todos los catalanes. Esto terminará mal, pues suele acabar mal lo que mal empieza.


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