"Es don David. Es un guardia". Un feligrés de cerca de 80 años aclara a susurros en el transcurso de la misa de mediodía del domingo la identidad de la persona que, ataviada como un cura, habla delante de ellos. Ocurre en Barbadillo, un pueblo a 20 kilómetros de Salamanca con menos de 500 habitantes de los que cerca de un centenar acude cada domingo a misa. O más bien a un sucedáneo llamado celebración de la palabra.
Don David es David González Porras. Tiene 54 años, está casado, con dos hijos y es, en efecto, guardia civil. Está destinado en la comandancia de Salamanca, en el destacamento de Automóviles y como guardia raso tiene la categoría de conductor, aunque ahora no sale de la oficina. Es su profesión. Los fines de semana cambia de uniforme y va a la parroquia de Barbadillo a oficiar la palabra. Es su devoción. González es uno de los 17 diáconos permanentes ordenados en Castilla y León, seglares que dado su "compromiso con la Iglesia y el Evangelio" son ordenados por el obispo y, salvo consagrar, pueden dar misa.
No son los únicos. En la región, más de quinientos laicos están encargados de llenar los huecos que provoca la falta de sacerdotes. Son ciudadanos normales, solo que tienen un "compromiso importante" con su religión, según reconoce Emilio Vicente de Paz, delegado diocesano de la liturgia del Obispado de Salamanca.
David González, que está destinado en la comandancia de Salamanca, ejerce de cura los fines de semana
Pero la plantilla de estos otros curas, que se dispersan cada fin de semana por los pueblos cada vez más despoblados de Castilla y León, no es suficiente para cubrir el vacío de los púlpitos. Y a finales de febrero la Iglesia lanzó una llamada desesperada. El vicario de pastoral del Obispado de Salamanca, Tomás Durán, envió un artículo a los medios de comunicación en el que anunciaba un cursillo para que los laicos "con una vida cristiana ejemplar" pudieran convertirse en "moderadores de las celebraciones dominicales en parroquias rurales". Ochenta personas acudieron el día 1 de marzo a recibir las primeras lecciones para ponerse ante los feligreses a oficiar la palabra. De ellas, la mayoría podrá subirse a un púlpito a hacer que "se rece y que se hable de Dios en aquellos lugares donde no puede estar el cura", dice Luis Santamaría, delegado de Medios de Comunicación del Obispado de Zamora.
A las doce en punto del mediodía "don David" comienza a hablar con gran entonación. Un centenar de personas —una veintena de hombres, en la parte trasera de la Iglesia— oye una homilía que el guardia subraya con un movimiento constante de manos. "Hay que lanzarse a la piscina por él, para poder ver, para poder creer", clama. Durante ocho minutos habla de Jesús, de la resurrección y de la importancia que tiene seguirlo en una homilía que se prepara durante la semana. Nadie le impone nada. Ni el cura propietario de la parroquia dice qué debe decir. Y, antes de despedir a sus feligreses para que se vayan en paz, el diácono les pide con su voz fuerte que tengan "una sonrisa para los demás".
David González lleva ya diez años como diácono permanente, después de que a su regreso a Salamanca, en los noventa, un cura muy popular en la ciudad, Antonio Romo, le convenciera para que se preparara para ello, lo que exige cuatro años de estudios de Teología. Le costó un año de insistencia. David González llegaba muy desencantado con la Iglesia tras su paso por el País Vasco. “Fueron momentos duros para un guardia, por el número de atentados y de compañeros muertos, y por la actuación de algunos curas respecto a los terroristas y cómo se le daba cobertura a ETA”. Recuerda su primera vez, en 2005, en la iglesia de un municipio de los alrededores de Salamanca, Villares de la Reina. “Me temblaba todo. Ahí sí que sentí miedo escénico”.
Hay gente que no ve bien que nos dé la misa, pero qué le vamos a hacer si no hay sacerdotes…”, dice un feligrés
En cierta ocasión ofició en un municipio al que había ido con su mujer. “En aquel momento hubo gente que protestó porque creían que habían llevado a un cura casado”, añade. Pero poco a poco se dan cuenta de que no es así, que yo no soy cura y acaban creyendo en ti”. En otros pueblos, no es tan bien recibido. Fuentes del Obispado de Salamanca confirman que algunos feligreses de otra localidad le boicotean y se niegan a ir a misa si él está presente. Pero de eso no quiere hablar el afectado. Un anciano vecino de Barbadillo comenta: “Hay gente que no ve bien que nos dé la misa, pero qué le vamos a hacer si no hay curas…”.
Está tan involucrado que los domingos va vestido de gris y negro, con alzacuellos, como los curas. Y al llegar a la Iglesia se pone la vestimenta de un sacerdote. “Nadie nos obliga a vestir de una manera o de otra. Pero a mí me gusta ir los domingos así”, afirma. Mientras explica su vida, una vecina de Barbadillo entra en la sacristía y le llama: “Don David. Quería conocer los próximos horarios de misa”.
—Pero ¿usted sabe que no es cura?
—Sí, lo sé. ¡Qué le vamos a hacer!
En Castilla y León —dos millones de habitantes— solo hay 2.070 curas para 3.673 parroquias. Tienen una media de 49 años, según datos de 2011 de la Conferencia Episcopal Española. Y pese a que ha aumentado el número de seminaristas (de los 97 que había el pasado año se pasó a 102), en Castilla y León solo se ordenaron dos sacerdotes el pasado año. En Zamora hay alrededor de 140 curas para 303 parroquias, por lo que la figura de celebrantes de la palabra —hay 100 en toda la provincia— es básica para abrir las iglesias los fines de semana.
Asun Codesal, de 56 años, y José Arcadio Álvarez, de 61, forman un matrimonio con tres hijos y una nieta que vive en un barrio de una de las entradas de Zamora. Su casa está decorada con cuadros de la familia y también religiosos. De un cajón, Asun saca una carpeta en la que se puede leer: celebración de la palabra. En ella tiene folios con el guion de las distintas celebraciones que tanto ella como su marido realizan en diversos pueblos de Zamora. El cura encargado de la parroquia que le asignan o el delegado de la liturgia de su obispado les dan las pautas que deben tener en cuenta ante los feligreses. No hace falta que se vistan de sacerdote. Pueden hacerlo de calle. Y la homilía, las lecturas o las oraciones, las fija el sacerdote. “Algunas veces vamos juntos, otras cada uno por nuestro lado…”, dice Asun.
Los dos se consideran “religiosos” y tratan de vivir “en función de ello”. Pero la primera respuesta que obtuvo el matrimonio de su hija mayor, tras anunciarle que van a ser oficiantes de la palabra es que “estaban metidos en una secta”. Con los años se ha resignado: “Si ellos son felices…”. Y Asun lo es, sobre todo cuando recuerda que la han llegado a “aplaudir al acabar la celebración”.
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