17 de mayo de 2014
Alma científica, cuerpo militar
el pais - TEREIXA CONSTENLA Segovia 17 MAY 2014 - 00:00 CET5
Hay un gesto en la artillería española que retumba menos que los cañones y, sin embargo, merece figurar en una galería memorable. Una secuencia que arrancó en 1862 y sigue en marcha. Aquel año se declaró un incendio en el Alcázar de Segovia, sede original del Real Colegio de Artillería, que inutilizó el edificio. Dentro se alojaba una de las mejores bibliotecas científicas del humanismo español (11.000 volúmenes). Se salvaron 299 libros, que los alumnos habían arrojado desde las ventanas. Entre ellos, el catálogo de la biblioteca. “En base a ese índice se movilizó a todo el cuerpo para tejer una red que permitiese reponer el fondo, y se ha conseguido en buena parte”, recordaba el jueves el coronel José Andrés Cuéllar, a poca distancia de algunos tomos donde se aprecia la huella de aquel fuego, como el Traite des Mines o una colección en francés de la Academie des Sciences.
Ese empeño, transmitido entre generaciones (en la academia se han formado 11.548 oficiales), ha tenido su recompensa: la actual biblioteca (ronda los 60.000 volúmenes) cuenta de nuevo con casi todos los títulos. Apenas les restan 500 para completar el catálogo primitivo. Aún no dan por cerrada la misión.
Esta historia ilustra el afán que arropó la creación hace 250 años del Real Colegio de Artillería (hoy, Academia de Artillería y con sede en un antiguo convento franciscano) para preparar cadetes con una doble mirada: militar y científica. “Cuando llega al trono Carlos III, se da cuenta de que la artillería es el punto débil del ejército y se trae al conde de Gazola de Nápoles para que organice un colegio que forme oficiales. Gazola viaja por España para buscar el emplazamiento adecuado, elige a los mejores profesores y les dota de los mejores medios”, expone Diego Quirós Montero, coronel en la reserva y autor de varios libros sobre historia de la artillería.
En 1785 la institución ficha nada menos que a Louis Proust, uno de los padres de la química moderna, descubridor de la glucosa y fundador de un laboratorio en Segovia al que asistían los fabricantes de paño para descubrir tintes. A Proust, que más tarde pagaría el precio de ser francés durante la guerra contra Napoleón (saqueos en sus dependencias de Madrid), se debe que la Academia posea una colección de 3.000 minerales, fósiles y rocas que, según el brigada Jesús Muñoz Zapata, rivaliza en antigüedad con la del British Museum.
En sus 250 años —es una de las instituciones de formación militar en activo más antiguas del mundo— se ha forjado una identidad que prima lo colectivo sobre lo particular. Al estilo mosquetero. “Todos para cada uno, y cada uno para los demás”. El lema figura en el Pasillo de Honor, donde los alumnos reciben una clase introductoria nada más llegar para empaparse de las batallas que enorgullecen al cuerpo. “No está claro quién copió a quién: si Dumas a nosotros o nosotros a Dumas”, bromea el coronel Cuéllar.
La Guerra de la Independencia proporcionó algunos momentos de gloria a los artilleros, empezando por sus héroes del 2 de Mayo, los capitanes Daóiz y Velarde. Pero el éxito de la artillería reside más en el conjunto que en el individuo, aunque de las aulas de la Academia hayan salido personalidades brillantes como Tomás de Morla, cuyos tratados fueron copiados en Europa. “Se les preparaba para manejar unidades militares, pero también como ingenieros capaces de dirigir las fábricas”, subraya Diego Quirós.
En diciembre de 1808 la academia se cerró ante el avance francés. Durante los siguientes seis años profesores y alumnos vagabundearon de acá para allá (Salamanca, Lisboa, Sevilla, Palma de Mallorca…). “Iban con carros y libros, dando clase como podían”, recuerda Quirós. Uno de esos alumnos errantes era Francisco Elorza, que más tarde viajaría por Europa para espiar sus industrias y finalmente modernizaría la siderurgia española. “Fue también un pionero de la formación profesional porque creó escuelas de aprendices para los hijos de los obreros que trabajaban en los altos hornos”, explica Cuéllar.
En la sala donde se acumulan símbolos de la historia hay un tomo abierto sobre el que Cuéllar se detiene: el Libro de las Renuncias, donde los oficiales formados en la Academia firmaron a partir de 1892 para dejar constancia de que rechazarían los ascensos por méritos en el campo de batalla. “Defendían los ascensos por antigüedad, puesto que muchos eran destinados a dirigir fábricas y nunca podrían ascender por acciones de guerra”. Se podría decir que el libro hizo correr la pólvora. Primo de Rivera lo prohibió, pero los artilleros lo hacían circular de forma clandestina. Al igual que antes había hecho Amadeo de Saboya, el dictador disolvió en dos ocasiones aquel indisciplinado cuerpo del ejército. El rechazo hacia Primo no se repitió con Franco. Desde el 18 de Julio, la Academia se situó al lado de los sublevados, aunque en las lápidas que honran a los oficiales muertos figuran los artilleros republicanos.
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