26 de octubre de 2011
El desestimiento de ETA
OPINIÓN
El desestimiento de ETA
Sabíamos que quien gobernara no podría exhibir el cese de ETA como mérito
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La escritura con sangre es siempre lacónica. La estructura militar se atiene a esa pauta del laconismo. La obediencia hacia dentro de la organización etarra se ha impuesto por la coerción de las armas. Esa es la clave funcional de la que denominábamos cúpula militar, su primer eslabón, tantas veces desarticulado y reconstituido hasta llegar al escenario patibulario del pasado jueves, día 20, con capuchas y chapelas, mesa y trasera con el recurso gráfico habitual de la serpiente. Así se ha escenificado el desistimiento, el peculiar ¡adiós a las armas! de la banda terrorista. Durante 50 años, el intento fallido ha sido el contrario. Se ha tratado de inducir el desistimiento de los demócratas, de las instituciones constitucionales que nos hemos dado. Se quería que los policías, los guardias civiles, los jueces, los funcionarios de aduanas, los militares, los profesores, los médicos, los ingenieros, los concejales desistieran, dejaran de comparecer en el ejercicio de sus deberes en el País Vasco. Los datos demuestran que, por el contrario, sobre ese territorio nunca hubo vacantes. Pudieron producirse en otras Comunidades Autónomas, nunca en el País Vasco. Sus plantillas estuvieron al completo. Conviene hacer este reconocimiento previo, lleno de gratitud, porque pedir ese destino conllevaba la asunción de un riesgo cierto, sin que nadie desertara por ello de sus deberes cívicos. Las víctimas que se produjeron entre ellos no fueron casualidades sangrientas.
Explicaba don Carlos Clausewitz que la guerra es la continuación de la política por otros medios. Enseguida nos ocuparemos de esa guerra asimétrica que es el terrorismo. Una guerra que nunca se declara, que no se atiene a los usos y leyes bajo los cuales se obtiene la gloria, que permite enorgullecerse de la victoria. No se ha producido la disolución de ETA, nadie ha dado la voz de ¡rompan filas! Así que ahora debemos considerar que, a la recíproca, con el desistimiento de las armas asistiremos a la continuación de la lucha por otros medios. Cesará el poder de convicción de la pólvora y se confiará a los argumentos en contraste. Es una muy buena noticia, que nos plantea exigencias a cumplir con mayor unidad e inteligencia.
Otra cosa es que, en medio de la desesperación por la sangre derramada, algunos pudieran pensar hace años en el recurso al terrorismo de Estado, a la guerra sucia. Pero esos medios degradaban el propio sistema, lo equiparaban al del adversario que se combatía, dándole así el mayor de sus triunfos. La democracia supo corregir esa tentación de quienes pretendían tomarse la justicia por su mano. Quedó claro que en la lucha contra el terrorismo no hay atajos, ni tribunales militares, ni campo para la mentalidad sumarísima que siempre prende en el simplismo populista. Los terroristas fueron encontrados y puestos a disposición judicial, tuvieron sus garantías procesales, sus abogados, sus recursos, sus condenas y su cumplimiento penitenciario. Si no se les aplicaron hasta ahora los beneficios previstos para los reclusos fue porque quienes controlaban la banda impusieron la norma de que renunciaran a ellos, en el entendido de que así se garantizaban mejor el control de los penados, como recordó ayer en la Cadena SER el ministro del Interior.
Cuando se tiene miedo no se tiene vergüenza, o la vergüenza ocupa menos espacio que el miedo enorme, y sabemos también que en las situaciones a que nos llevaron la vida solo tenía dos sentidos: con ellos o contra ellos. Aunque muchos buscaran acomodo intentando un limbo intermedio. También escribe Gonçalo Tavares en Un hombre: Klaus Klump, que “nadie ama a un cobarde, lo que significa que mientras se ama no se logra ver la cobardía en el otro”. Hemos estado en situaciones límite sobre las que se pronunció nuestro amigo Arturo Soria y Espinosa cuando dijo que más vale ser asesinado que asesino. Esa superioridad no puede ser malversada ni siquiera por el victimato que pretende enardecer Jaime Mayor Oreja para llevarlo a la exasperación. Siempre supimos que el partido que gobernara estaría incapacitado para exhibir el desestimiento de ETA como un mérito ante el electorado.
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