22 de abril de 2014
Santificación exprés en el Vaticano
el pais - PABLO ORDAZ 19 ABR 2014 - 22:52 CET191
El currículo del cardenal portugués Saraiva Martins expuesto en la página oficial de la Santa Sede es un relato breve, y eso que no se actualiza desde enero de 2012. Si hubiese que ponerle un título, le haría justicia uno del tipo “Siempre estuvo aquí” o “La curia soy yo”. Llegó a Roma en 1954, cuando aún reinaba Pío XII, y seis pontífices después —Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco— todavía sigue ahí, ahora ya como prefecto emérito —tiene 82 años— de la Congregación de las Causas de los Santos, también conocida como “la fábrica de santos”.
Benedicto XVI ordenó comenzar el protocolo sin esperar a que pasaran los preceptivos cinco años tras la muerte
Desde tan elevado lugar de la curia, no en vano es donde se emiten los certificados de santidad, el cardenal Saraiva Martins dirigió en mayo de 2005 los primeros pasos de la beatificación exprés de Karol Wojtyla, fallecido solo un mes antes, después de 27 años de papado, de los que más de dos –exactamente 822 días— se los pasó visitando 129 países. Tras una larga enfermedad retransmitida en directo, el papa polaco murió el 2 de abril de 2005, y de sus funerales —aquel sencillo ataúd para un pontífice bajo cuya sonrisa supo ocultarse todo el poder y la corrupción del Vaticano— se recuerda sobre todo un clamor en forma de frase repetida: “¡Santo súbito!”. Un grito que fue capaz de conmover a su sucesor, el hasta entonces cardenal alemán Joseph Ratzinger, quien nada más vestirse de blanco como Benedicto XVI ordenó a Saraiva Martins que pusiera en marcha el mecanismo para elevar a Juan Pablo II a los altares. Lo que se concretará en la ceremonia del próximo domingo, en la que también será canonizado Juan XXIII.
—Buenas tardes.
—Buenas tardes, siéntese, siéntese…
Los cardenales son los príncipes de la Iglesia y, aun después de la llegada de Jorge Mario Bergoglio y sus zapatos negros de suela gastada, muchos de ellos siguen viviendo en consonancia. El apartamento de José Saraiva Martins (Gagos do Jarmelo, 1932) está justo en la esquina de la plaza de San Pedro, el conserje de la finca viste con el uniforme del Vaticano, sobre el dintel figura su escudo y su leyenda —Veritas in Charitate— y, nada más llamar a un gran timbre dorado, abre la puerta una de las monjas portuguesas que lo atienden. El cardenal Saraiva Martins responde a las preguntas con simpatía y a veces subraya las frases con una sonrisa socarrona que parece decir: si yo le contara… Sobre la mesa hay una carpeta de plástico con las tapas negras que solo abrirá al final de la conversación.
—Los procesos de beatificación y canonización suelen ser mucho más largos. ¿Por qué ha sido tan rápido en el caso de Juan Pablo II?
—Las reglas dicen que no se puede comenzar el proceso hasta cinco años después de la muerte. Pero en esta ocasión ha sido tan breve porque, el 3 de mayo de 2005 [justo un mes después del fallecimiento de Karol Wojtyla], Benedicto XVI dispensó de la necesidad de esperar. Y el 9 de mayo, el prefecto de la Congregación de las Causas de los Santos, que era yo, firmó un decreto pidiendo comenzar rápidamente el proceso. Todo fue muy veloz.
—Según las reglas de la Santa Sede, se necesita un milagro para la beatificación y otro para la canonización, teniendo en cuenta que este segundo milagro debe suceder después de la beatificación. Entonces, ¿por qué el papa Francisco ha decidido hacer santo también a Juan XXIII, al que no se le reconoce el segundo milagro?
—Verá. En primer lugar, el Papa tiene la potestad de dispensar la existencia de un milagro. Y esto es así porque entre los milagros y la santidad no hay un vínculo intrínseco, digamos metafísico. Se puede ser santo, haber vivido la fe de forma heroica, y no haber hecho ningún milagro.
—Entonces, ¿por qué lo exigen?
—Porque es una especie de sello que Dios pone para confirmarnos que esa persona es santa. Por ejemplo, si usted pide algo por intercepción del padre Pío y Dios hace el milagro, ya sabemos que entre Dios y el padre Pío hay una comunión. Si falta ese sello, la carta, o sea, la santidad, sigue existiendo, pero es más difícil que llegue a su destino…
La fábrica de santos tiene un solo patrón, el Papa. Solo él tiene el poder de decidir quién finalmente merece ser elevado a los altares. Una potestad que sirve además para dibujar el modelo de Iglesia que cada pontífice desea. Un ejemplo muy claro es la decisión de Francisco de impulsar el proceso de beatificación del arzobispo salvadoreño Óscar Arnulfo Romero, asesinado en 1980 mientras oficiaba misa. Su causa fue frenada durante años por la Congregación para la Doctrina de la Fe, la antigua Santa Inquisición, a la que hasta anteayer no gustaba especialmente —o sea, nada— “la opción preferencial por los pobres” de monseñor Romero y todavía menos sus críticas —las mismas que le costaron la muerte— al Ejército salvadoreño.
No deja de ser curioso que quienes durante años más batallaron contra la Teología de la Liberación fueran precisamente el cardenal Joseph Ratzinger como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y el papa Juan Pablo II. El propio Ratzinger se lo acaba de contar al periodista polaco Wlodzimierz Redzioch, quien ha publicado un libro —Accanto a Giovanni Paolo II (Junto a Juan Pablo II)— en el que amigos y colaboradores de Karol Wojtyla cuentan sus virtudes. “El primer gran desafío que afrontamos juntos”, recuerda el papa emérito, “fue la Teología de la Liberación que se estaba difundiendo en América Latina. Tanto en Europa como en América del Norte se tenía la opinión común de que se basaba en ayudar a los pobres y que, por tanto, se trataba de una causa que se debía apoyar. Pero era un error”.
Las malas lenguas del Vaticano, que siguen existiendo a pesar de los continuos ataques de Jorge Mario Bergoglio al vicio del “chismorreo”, atribuyen la canonización conjunta de los dos papas a una maniobra de Francisco para quitarle protagonismo a Wojtyla y dárselo a Juan XXIII, un pontífice más a su estilo, un obispo bonachón a quien se sigue recordando —sobre todo en Italia— como “el Papa bueno”. Se quiere ver también un gesto de Francisco a favor de todas aquellas congregaciones o diócesis cuyos candidatos a la santidad oficial, habiendo vivido las virtudes que marca la Iglesia, no disponen de un aparato económico ni mediático tan potente como el del papa polaco.
El proceso normalmente es lento y caro. Solo el primer documento a favor del nuevo beato cuesta 6.000 euros
No hay que olvidar que se trata de una carrera difícil, larga y, sobre todo, cara. Se estima que, hasta ahora, una causa de beatificación no costaba menos de medio millón de euros. Y no había descuentos. Quien no lograba reunir el dinero suficiente se quedaba compuesto y sin santo. De ahí que, a instancias de Bergoglio, el pasado mes de enero se aprobaran unas nuevas tarifas para que, según el cardenal Angelo Amato, prefecto de la Congregación de las Causas de los Santos, “las congregaciones y las diócesis no vivieran en la angustia de no saber cuánto iba a costarles el proceso”. Eso sí, aunque se supone que las tarifas son más claras y más baratas, siguen sin ser públicas. Los principales gastos se van entre las tasas del Vaticano —solo la presentación del primer documento a favor de un nuevo beato (la “positio”) cuesta 6.000 euros— y los honorarios del postulador.
Se trata de la persona, normalmente sacerdote, que intenta mover Roma con Santiago para que su aspirante a beato o santo obtenga el debido reconocimiento por parte de la Santa Sede. Pero, como todo en la vida y en la muerte, también en la carrera para santo hay clases. No es lo mismo defender la causa de Juan Pablo II que, por poner un ejemplo, la de don Baltasar Pardal Vidal (1886-1963), un sacerdote catequista que fundó en Galicia las escuelas La Grande Obra de Atocha y el instituto secular Hijas de la Natividad de María. El postulador de Karol Wojtyla se llama Slawomir Oder, y sus diferentes libros sobre el proceso se pueden encontrar estos días en los escaparates de las librerías de Roma, donde entre los volúmenes dedicados a Wojtyla y los que loan a Bergoglio apenas queda sitio para la literatura mundana.
Por cierto que el postulador Oder metió la pata hace algunos años cuando publicó un libro utilizando algunas de las informaciones sobre Juan Pablo II —testimonios, secretos, anécdotas— obtenidas durante su investigación. Uno de los que puso el grito en el cielo fue el secretario personal de Karol Wojtyla y actual arzobispo de Cracovia, Stanislaw Dziwisz, el mismo que ahora acaba de publicar los apuntes personales de Juan Pablo II, a pesar de que este dejó bien claro que, tras su muerte, debían de ser quemados. Si para los creyentes un Papa es el vicario de Cristo en la tierra, tras su muerte corre el riesgo de que sus más cercanos colaboradores se repartan su túnica o se la vendan al mejor postor.
Las Hijas de la Natividad de María, en cambio, tienen que alternar las obras de caridad —“tenemos un colegio donde vienen niños de clase baja o media-baja donde muchos padres no pueden ni pagar el comedor”, dice sor Pastora Vega— con ahorrar el dinero suficiente para “sostener” a su postulador, un miembro de la curia vaticana que vive en la residencia de Santa Marta. “No es barato, no”, dice la hija de la Natividad de María, refiriéndose al proceso de canonización de don Baltasar, “hay que pagar las gestiones, los viajes a Roma, las instancias ante el Vaticano, las conferencias y las publicaciones que hacemos para que se conozca bien la obra del fundador. Y luego está el problema de los milagros”.
Cuenta la religiosa que una cosa es que don Baltasar haya hecho curaciones —“que las ha hecho y muchas”— y otra que los médicos “se atrevan a certificar que, científicamente, se ha tratado de un milagro”. El postulador de Juan Pablo II, sin embargo, no tuvo problemas. Sobre su mesa se acumularon hasta 251 supuestos milagros, si bien la curación de la monja francesa Marie Simon-Pierre, aquejada de párkinson, y más tarde la de la costarricense Floribeth Mora, víctima de un aneurisma cerebral, fueron las tenidas en cuenta oficialmente. Con sus luces —un papa espontáneo, viajero, carismático, que por primera vez condenó a la Mafia— y sus muchas sombras —la negativa a investigar la pederastia, su ataque a la Teología de la Liberación, el desgobierno de una curia voraz que terminó amargándole la vida a Benedicto XVI—, Juan Pablo II terminó de convertirse en leyenda subido a su propia cruz. Aunque pensó en renunciar, dejó que la enfermedad lo consumiera delante de las cámaras, lentamente, en riguroso directo. Dice el cardenal Saraiva Martins:
—Su heroicidad ya se manifestó en toda su crudeza durante el atentado de Ali Agca, pero sobre todo se hizo patente en los últimos años de su enfermedad. Yo estaba allí, a su lado, y vi sufrir a ese hombre.
Y solo entonces, Saraiva Martins se inclina y abre su carpeta de plástico negro para mostrar una a una, como un tesoro, las fotografías de toda una vida a la sombra de los papas.
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