ABC
26 de abril de 2011
ABC
Día 24/04/2011 - 11.47h
Jueves Santo. Nueve de la mañana. No está en su puesto la joven invidente, ciudadana del este, que con su velo y sus ropas largas y ennegrecidas, todos los días, en torno a las ocho de la mañana, se instala en el número 27 de la calle Mayor de Madrid. La niebla que emborrona sus pupilas le sirve para llenar el vaso con el que mendiga. Los trabajadores del restaurante de enfrente ven a diario cómo la colocan en ese lugar otros compatriotas. A veces, incluso, la dejan en ese punto después de ayudarla a bajar de una furgoneta. A las tres de la tarde o antes la vuelven a recoger. Fin de la jornada. Calderilla en los bolsillos, de vuelta a casa.
La compasión compensa. Es el mejor medio para conseguir limosnas de más. «Todo lo que conmueva el alma humana esconde detrás a miserables que tratan de sacarle provecho. Tenemos constancia de que a lo largo y ancho de toda Europa hay redes de delincuencia organizadas desde Rumanía y que, en connivencia con otras mafias del país de destino, en este caso, España, trafican con ciudadanos del este a los que tienen trabajando en condiciones de esclavitud. Todos los que están en los semáforos con sus muletas, los niños que estafan, etc., están extorsionados. Ninguno lo hace de manera libre y placentera. Han caído en un pozo de marginación y no tienen poder de decisión», asegura Miguel Fonda, presidente de la Federación de Asociaciones de Emigrantes Rumanos en España (Fedrom). «Se aprovechan de las personas más vulnerables para sacar dinero. En algunos casos interviene la voluntad del inválido porque así les ayudan a gestionar su negocio. Digamos que cada uno se aprovecha del otro», apunta otra persona de esta asociación.
El negocio de la muleta
A falta de una mutilación, una malformación, un bebé que llevar en brazos o una ceguera, siempre queda la muleta, un soporte ideal para fingir una minusvalía y dar pena. De hecho, desde hace dos años a esta parte, las muletas se han convertido en una herramienta más de trabajo de los pedigüeños de Europa del este, a veces de etnia gitana, que se colocan en múltiples semáforos del territorio español.
Diez de la mañana. Comienza el reparto de estos pordioseros por el centro de Madrid. Aparecen en la Puerta del Sol, en bata, con falda, velo y en zapatillas de andar por casa, dos mujeres. Les acompañan, en chándal, con barbas de semanas y un gorro de lana en la cabeza, dos hombres. Caminan tranquilos. No tienen prisa. Se paran incluso a observar cómo se gana la vida un paisano con una flauta bajo la estatua ecuestre en honor a Carlos III de Sol.
Continúan su andadura en dirección al Paseo de Recoletos. Después de haber recorrido dos kilómetros, una de las integrantes, embarazada y con cigarro en mano, se separa del grupo en la Plaza de Colón, en dirección a la opulenta calle de Serrano, un lugar donde a menudo hay mendicantes con su mismo aspecto.
Entre los coches
El trío continúa su trayecto. Intentan coger unas palomas que se cruzan a su paso. Ríen y corren tras ellas. Caminan a la perfección. Se hacen con servilletas de las terrazas hosteleras e incluso un plátano olvidado en un banco de la calle. A la altura del número 13 de Castellana se encuentran con otros compañeros que, apoyados en sus muletas, piden entre los coches de la arteria metropolitana.
Son las 10.45. Siguen subiendo por la Castellana. Saludan a otro limosnero que, también con bastón, pide dinero a los conductores.
Retoman su rumbo. En torno a las once, después de haber recorrido 4,5 kilómetros a pie, de repente, la mujer que quedaba y uno de los hombres giran a la derecha, perdiéndose entre la vegetación de los jardines del Museo de Ciencias Naturales, justo en la parte que da al aparcamiento que colinda con la Castellana.
Se agachan entre las plantas. Buscan algo. Por arte de magia salen de la maleza con una bolsa y dos muletas. Se apresuran para dar alcance al tercer comoponente, quien les espera, a cien metros, en el monumento que rinde homenaje a la Constitución de 1978.
Allí, los tres sacan de la bolsa el «pack» de la misericordia para comenzar la faena: abrigos largos con los que no se les note su falsa cojera. De ahí a fingir a varios semáforos cercanos.
Semanas antes, otro grupo de aspecto similar al de las imágenes recogía su muleta en los jardines que rodean al monumento de Los Caídos de España en el Dos de Mayo, junto al Hotel Ritz de la capital.
En la madrileña avenida de los Poblados, una vía con más de 15 kilómetros de longitud que atraviesa Aluche, Carabanchel y Orcasitas se llegan a reunir una decena de pedigüeños con muleta a diario. Un hombre de 52 años que mendiga en este lugar de lunes a domingo muestra un vaso. Son las doce del mediodía y solo ha reunido euro y medio. En lo poco que se le puede entender dice que llegó de Rumanía hace dos años. «Tengo dos hijos de 8 y 6 años que alimentar», acierta a expresar de forma comprensible. Vuelve a ponerse el semáforo en rojo. Se discupla con una sonrisa mellada y retoma su labor.
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