NOVEDADES
CONTRA-REVOLUCIONARIAS
jueves, 2 de enero de 2020
IDEAL – 03/01/2020
¿La sociedad humana realizó alguna vez el ideal de perfección que señalaba San Agustín? Sin duda. Veamos dos textos del Papa León XIII.
Obrada la Redención y fundada la Iglesia, como despertando de un antiguo, prolongado y mortal letargo, el hombre percibió la luz de la verdad, que había buscado y deseado en vano durante tantos siglos, reconoció sobre todo que había nacido para bienes mucho más altos y más magníficos que los bienes frágiles y perecibles que son alcanzados por los sentidos, y alrededor de los cuales había circunscrito hasta entonces sus pensamientos y sus preocupaciones. Comprendió que toda la constitución de la vida humana, la ley suprema, el fin al cual todo hombre se debe sujetar, es que, venidos de Dios, un día debemos volver a Él. De esta fuente, sobre este fundamento, se vio renacer la conciencia de la dignidad humana, el sentimiento de que la fraternidad social es necesaria hizo entonces pulsar los corazones, en consecuencia, los derechos y deberes alcanzaron su perfección, o se fijaron integralmente y, al mismo tiempo, en diversos puntos, se expandieron virtudes tales que la filosofía de los antiguos siquiera pudo jamás imaginar. Por esto, los designios de los hombres, la conducta de la vida, las costumbres tomaron otro rumbo. Y cuando el conocimiento del Redentor se esparció a lo lejos, cuando Su virtud penetró hasta las vetas más íntimas de la sociedad, disipando las tinieblas y los vicios de la Antigüedad, entonces se obró aquella transformación que, en la era de la Civilización Cristiana, cambió enteramente la faz de la tierra. De la Encíclica Tametsi futura prospiscientibus.
En la imagen el rey San Luis IX dando de comer a los pobres.
Y en la Encíclica Inmortale Dei decía: Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. En aquella época la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su virtud divina habían penetrado en las leyes, en las instituciones, en la moral de los pueblos, infiltrándose en todas las clases y relaciones de la sociedad. La religión fundada por Jesucristo se veía colocada firmemente en el grado de honor que le corresponde y florecía en todas partes gracias a la adhesión benévola de los gobernantes y a la tutela legítima de los magistrados. El sacerdocio y el Imperio vivían unidos en mutua concordia y amistoso consorcio de voluntades. Organizado de este modo, el Estado produjo bienes superiores a toda esperanza. Todavía subsiste la memoria de estos beneficios y quedará vigente en innumerables monumentos históricos que ninguna habilidad corruptora de los adversarios podrá desvirtuar u oscurecer.
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