28 de julio de 2012
El jardín secreto del banquero feliz
EL PAIS - ANDREU MANRESA Palma de Mallorca 28 JUL 2012 - 01:00 CET47
Un día de julio, en pleno vértigo por la “crisis gigantesca que atenaza”, Carlos March no usa el teléfono en cinco horas. Es el temple del dinero sólido. Abogado nacido en Mallorca en 1945 y residente en Madrid, con aficiones literarias y experto jardinero, esquiva los riesgos y la notoriedad. Preside la Banca March, la más solvente de Europa entre las 91 firmas sometidas a las pruebas anuales de estrés.
En un banco de tamaño medio, único en España, con 242 oficinas, tranquilidad y fortaleza van ligadas a prudencia. Lo exigen un capital exclusivamente familiar y el no cotizar en Bolsa. En el consejo hay hoy seis March: Carlos y su hermano Juan –ambos copresiden el grupo financiero Alba, y el segundo lidera la potente Fundación Juan March–, más dos de sus hijos (la cuarta generación: Juan March de la Lastra y Juan March Juan) y dos sobrinos (Javier Vilardell y Juan Carlos Villalonga).
Mantienen “el alma” de su imperio, la banca que no venderán, ni fusionarán. Siempre habrá un juan march, en recuerdo del magnate legendario y polémico Juan March Ordinas (Santa Margarita, 1880-Madrid, 1962), que creó el banco en 1926. Capitalismo moderno de tradición, sin aventuras. Los más jóvenes descubren en televisión que el fundador de la dinastía financió el avión Dragón Rapide, que facilitó a Franco dar el golpe de 1936. Antes de eso, el potentado regaló a los obreros la Casa del Pueblo de Palma. Y creó en 1955 la Fundación March, que desarrolla actividades filantrópicas “en el campo de la cultura humanística y científica”, con museos y sedes en Cuenca, Palma y Madrid.
Ciudadanos cultivados, con espléndidas colecciones de arte (del gótico a Barceló, de Moore a Bacon) y un gran patrimonio personal, los March habitan en la discreción social. Carlos es reacio al protagonismo mediático. Acepta este encuentro para hablar de sus aficiones. “Tengo una barca pequeña para ir a Cabrera”, cuenta en su finca S’Avallet, una parte kilométrica sin urbanizar del sur de Mallorca, con playas salvajes que la familia dejó intactas. “Así era la isla hace 50 años”, reflexiona ante los arenales, libres para quien quiera pasear por ellos. “Las usan los vecinos del pueblo, entran y aparcan”.
Medita sobre los años que España vivió en prosperidad. “El ascenso económico del aluvión provocó urgencias casi siempre asentadas en el exhibicionismo y la ignorancia”, lamenta. El desarrollo del país, discurre, se precipitó a borbotones sin las asas de la cultura y la experiencia. Y lo explica empleando sus habituales símiles no financieros. “Se asemejó a la fuerza ruidosa de la tormenta que viste arroyos y pantanos, pero que también erosiona la naturaleza y siega la vida de árboles centenarios”.
Él siempre trabajó en el grupo familiar, desde la muerte en 1973 de su padre, Juan March Servera, que sobrevivió solo once años al fundador de la dinastía. El tándem que Carlos formó con su hermano Juan ha funcionado desde entonces en armonía. Un reparto de papeles y negocios compartidos. La muerte en 2008 de su madre, la matriarca Carmen Delgado, no fracturó la alianza. Ahora tienen dos residencias y dos fincas enormes y vecinas en su isla natal, S’Avall y S’Avallet, que antes eran una sola propiedad.
Comenta lo generoso que ha sido Juan, los regalos que les ha hecho a él, a su finca y a una de sus hijas. Su hermano mayor, que parece ser más socarrón y serio, es también cazador y pescador, experto en arte, y se cuenta que fue escritor en secreto.
La familia gestiona una fortuna inversora de cien años. Y sus fichas de inversiones no son de casino. Con la Corporación Alba, el holding de inversiones que fundaron en 1986, los March están en ACS, Acerinox, Indra, Prosegur, Ebro Foods, Clínica Baviera, Pepe Jeans, Ros Roca, Flex, Mecalux o Antevenio.
En el temporal, “tras la burbuja y la crudeza del drama inmobiliario”, Carlos destaca la necesidad de “nadar a contracorriente”. La situación, defiende, “obliga de manera acuciante a entendernos en cuestiones obvias”, a apostar por las relaciones abiertas, “de manos blancas”. Y recuerda el caso de la primera gran burbuja, la de la especulación con los bulbos de los tulipanes del siglo XVII. No le gustan esas flores, dice, sus colores chillones le aburren.
El terrateniente prefiere explicar otra parte de su vida, la de los paisajes no vulnerados de Mallorca, la de las rehabilitaciones rurales en Andalucía y la de su “propia obra”: los jardines que él crea lento, que expresan “una idea” y dan “instantes de felicidad”. Sobre ellos, sobre los que tiene en el sur de España, escribió Altarejos, un jardín en la dehesa(El Viso), un libro de 300 páginas que, más que una curiosidad, es una memoria de vida.
Es la meditación de un europeo. Y la de un lector voraz. Sus páginas desgranan los 35 años que ha dedicado a las 10 hectáreas de bello jardín natural –“290 rosales, cientos de árboles”– que adecuó en la finca de caza que tiene al norte de Sevilla, de 10.000 hectáreas. Su esposa, Conchita de la Lastra, es andaluza.
Le gusta distanciarse de la exhibición “altanera del nuevo rico”. En urbanizaciones donde “lo cursi con apariencia de elegancia y riqueza es ridículo y de mal gusto”. Se reafirma mallorquín, como sus hijos. Dice que él nació en la Mallorca inédita, en el campo. Conviene que el desarrollo global y la cultura suscitaron en España ciudades más limpias, museos mejor dotados y actos culturales más concurridos, pero lamenta que “también hay bosques devastados, playas reconvertidas en bloques de hormigón, aguas contaminadas”.
Amante de la naturaleza y cazador, señala un halcón que aparece durante el paseo por S’Avallet. “Cada día capturan una perdiz salvaje, solo se comen la pechuga”. March cuida que la casta bravía de la perdiz no se acabe, contagiada por la de granja. “Se extingue la raza autóctona. Pero aquí no”.
Guarda una foto con Félix Rodríguez de la Fuente, el de El hombre y la tierra, de TVE, que capturó en su finca cinco halcones para que el rey Juan Carlos los ofrendara al rey de Arabia Saudí.
En ambos lados del cono sur mallorquín no hay urbanizaciones en 15 kilómetros. March frenó a la autoridad de los ochenta que quería abrir carreteras y parkings. La dictadura planificó allí una central nuclear y un puerto. “Se salvó para siempre, está protegido por ley. Renunciamos a construir”, asegura. “No existe cultura auténtica con la inmediatez del beneficio, con el enriquecimiento de unos pocos en pocos años”.
Habla de tres hoteles que destrozaron otras calas. Los March, en cambio, poseen latifundios intactos: el vecino y enorme de S’Avall, propiedad de su hermano Juan, con el jardín de cactus que creó su madre; Ternelles, de Leonor March, y Ses Comunes, de Gloria March.
Dice estar con los ecologistas conscientes, los investigadores moderados, los botánicos, los cazadores auténticos, “y no los pegatiros”. Es crítico con “los cantos apocalípticos” del exvicepresidente estadounidense Al Gore sobre el cambio climático y “sus mitos”, que, asegura, enganchan a los ecologistas demagogos y utopistas y a los verdes extremistas antitodo.
Razona lento y mira lejos. Usa en su relato imágenes de la naturaleza. No habla de euros ni de hectáreas. Como mucho, se lamenta de los precios “desorbitados, prohibitivos y astronómicos”, pero la única cifra que llega a mencionar son los 100 euros que cuesta un arbusto. Le parece un abuso.
No hablar de dinero es una norma. La isla acoge a personajes mundiales, entre otras cosas, gracias a su discreción. Alerta, eso sí, sobre “insensatos” en la economía. Y, de nuevo, sobre esos “exhibicionistas” que compran bienes para hacer “un alarde de estatus”. “Algunos coleccionistas exhiben sus piezas como prueba de riqueza”, arguye. “Admiran no el cuadro de Picasso [su familia posee algunos], sino los millones de su valor presunto”. En el jardín de Altarejos hay una única escultura, un henry moore. El resto de estatuas están vivas: olivos de quinientos años, “con los troncos retorcidos que parecen gigantescas esculturas pardas, desafiando la muerte y clamando por la vida”.
En su veraneo, Carlos March va a la playa y anda, mucho, por sus tierras. A veces despacha con colaboradores. Lee. Y come sin excesos. Ha rescatado el huerto y sus tomates, que catan sus nietos. En la sobremesa oye cómo los cortan para el “pan con aceite” atávico. Su esposa, Conchita, alaba las rebanadas asadas con tomate, aceitunas amargas y alcaparras menudeadas que servía su suegra.
Dedica alabanzas a amigos escritores y revela que aquí, en la seca S’Avallet, prepara otro libro. Otro manifiesto sobre plantas. Un jardín en la garriga. Sobre un espacio en seco, al sol inclemente y al aire salado de poniente, en un bosque austero, semidesértico, poblado de lentiscos, acebuches, aladiernos, pinos barraqueros, tendidos por el viento marino que quema yemas y derrota las copas.
Durante el paseo aprecia unas “joyas”, las sabinas centenarias, protegidas. De leña dura imbatible y de tono metálico. Y describe tres variedades de estepas, matojos pelados, que estallarán en tres flores. Estima las líneas curvas del paisaje. Y cuando aparece un higueral evoca a Carmen, su madre, amante de la naturaleza. “Ella plantó esas higueras. Y me dijo: ‘Cuando las veas y no esté, te acordarás de mí”. También recuerda a su padre, Juan March Servera, que compró la finca. Era un gourmet y fuente de autoridad ante cualquier duda culinaria.
Cita a Baudelaire y muestra pasión por Machado, “que construye la eternidad desde lo cotidiano”. Dice ver una síntesis personal óptima entre Descartes, Freud y algunos románticos. “La gente actúa con racionalidad, pero también con los sentimientos y la razón”. Carlos March se retrata en la búsqueda del equilibrio y la ponderación en la madurez, “entre la nostalgia del Edén y el orgullo de la Torre de Babel”. Y sentencia que no hay nada más estúpido que confundir lo normal con lo vulgar.
Los jóvenes March, la cuarta generación de la dinastía, se han diversificado. Hay financieros, pero también modistas de fama, aventureras submarinas o curadoras de arte.
La sucesión al frente de los negocios parece asegurada: Juan March de Lastra, hijo de Carlos y Conchita, es vicepresidente de la Banca March y está en la cúpula de corporación financiera Alba, mientras que su primo Juan March Juan, hijo de Juan y María Antonia, más joven, es consejero del núcleo duro la banca y de otras firmas inversoras. Dos de sus primos, Juan Villalonga March y Javier Vilardell March (hijos de Gloria y Leonor March, hermanas del tándem presidencial Carlos y Juan), se sientan en el consejo de la Banca March, única en España de propiedad exclusivamente familiar y de cuya solvencia es premiada como la primera de Europa.
La marca March está de moda. Carmen March acaba de ser fichada como directora creativa de Pedro del Hierro, donde se encargará de la costura y de supervisar las líneas comerciales. Esta modista y diseñadora de raíz (los Juan de Can Ribas tenían fábricas de tejidos en Mallorca) abrió su propia casa en Madrid tras triunfar en las pasarelas. Cerró el portal y la producción en 2010 porque, dijo, “la opción no era viable financieramente”. Su hermana arquitecta, Catalina, fue su ayudante. Ricas pero no despilfarradores. La prima mayor Mercedes Vilardell March es comisaria de exposiciones de arte contemporáneo (es especialista en Miquel Barceló) y asesora de coleccionistas.
María March Juan es una aventurera de riesgo, submarinista en los ‘Desafíos’ de Cuatro. Acudió en travesía al Polo Norte, se sumergió en bikini en agua helada y otra vez buceó ante las fauces de los tiburones de Ciudad del Cabo. Con su primo Álvaro Villalonga March, en 2006, localizó, a cien metros de profundidad, los pecios de los barcos de guerra italianos ‘Impetuoso’ y ‘Pegaso’, hundidos ante Mallorca en 1943. Sobre el hallazgo nació ‘La última misión’, un documental de Rubén Casas y Antonio Lara con voz de Miguel Bosé, amigo de la saga. María March abrió este verano un negocio, una escuela de submarinismo en Port Adriano, Calvià.
En familia de cine suele hablar el director Jaime Rosales, casado con la bióloga Leonor March Juan. Rosales, autor de culto y de éxito, ganó el Goya a mejor película con ‘La Soledad’ en 2008. Presentó su última producción ‘Sueño y silencio’ tras el crudo ‘Tiro en la cabeza’.
La otra familia
Existe una rama de los March desligada del conglomerado de las finanzas familiares desde hace medio siglo. Es la de los hermanos March Cencillo, hijos de Bartolomé March Servera y Maritín Cencillo. Al morir el padre en 1998 pagaron 21,6 millones de euros de impuestos y evidenciaron disputas sobre cuál era el patrimonio latente de la Fundación Bartolomé March, que creó aquél, bibliófilo y amante del arte, y que tiene su sede en la biblioteca palacio March en Palma, ante la catedral, y en el caserón de verano en Cala Ratjada.
El clan March Cencillo -primos de los banqueros- mantiene en su poder un ‘goya’ (‘La condesa de Benavente’, valorado en nueve millones) y un tríptico gótico que su padre pensó donar a la fundación. El miembro más conocido de esta saga, por aparecer junto a la exmodelo Naty Abascal, es Manolo March, propietario de la mansión de Son Galcerán, en alquiler o en venta millonaria y cuyas colecciones subastó. Esta bella casa litoral, entre Valldemossa y Deià, la habitó su hermano desaparecido, Juanito March, que deseó ser escritor y a cuya memoria se da un premio de novela breve.
Las dos hermanas March Cencillo, al final del franquismo, vivieron bodas famosas: Marita, con Alfonso Fierro, y Leonor, con Francisco Chico de Guzmán, descendiente del Duque de Ahumada. Este verano un nuevo eslabón se cerró: Alfonso Fierro March se casó con la rica hotelera Sabina Fluxá Thienemann.
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