N O V E D A D E S
CONTRA-REVOLUCIONARIAS
martes, 31 de marzo de 2020
MEDITEMOS – 01/04/2020
Si queremos condolernos con la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, meditemos sobre lo que Él sufrió por manos de los judíos, pero no nos olvidemos de todo lo que especialmente hoy se hace para herir al Divino Corazón. Tanto más que Nuestro Señor, durante su Pasión, previó todo lo pasaría después. Previó todos los pecados de todos los tiempos, y también los pecados de nuestros días. El previó nuestros pecados y por ellos sufrió anticipadamente. Estuvimos presentes en el Huerto de los Olivos como verdugos y como verdugos seguimos paso a paso la Pasión hasta lo alto del Gólgota.
La Iglesia, eclipsada, está ante nuestros ojos indiferentes o crueles. Está delante de nosotros como Cristo delante de la Verónica. Condolámonos con sus padecimientos. Podemos estar seguros de que, con esto, estaremos dando al propio Cristo una consolación idéntica a la que le dio la Verónica.
Ciertas verdades referentes a Dios y a nuestro destino eterno, podemos conocerlas por la simple razón. Otras, las conocemos porque Dios nos las enseñó. En su infinita bondad, Dios se reveló a los hombres en el Antiguo y Nuevo Testamento, enseñándonos no solamente lo que nuestra razón no podía descubrir, sino además muchas verdades que podríamos conocer racionalmente, pero que por culpa propia la humanidad ya desconocía de hecho. La virtud por la cual creemos en la Revelación es la fe. Nadie puede practicar un acto de fe, sin el auxilio sobrenatural de la gracia de Dios. Esa gracia, Dios la da a todas las criaturas y, en abundancia torrencial, a los miembros de la Iglesia Católica. Esta gracia es la condición para su salvación. Nadie llegará a la eterna bienaventuranza, si rechaza la fe. Por la fe, el Espíritu Santo habita en nuestros corazones. Rechazar la fe es rechazar al Espíritu Santo, es expulsar del alma a Jesucristo. Veamos ahora, en nuestro entorno, cuántos católicos rechazan la fe. Fueron bautizados, pero en el curso del tiempo perdieron la fe. La perdieron por culpa propia, porque nadie pierde la fe sin culpa, y culpa mortal. Helos aquí, indiferentes u hostiles, piensan, sienten y viven como paganos. ¡Son nuestros parientes, nuestros prójimos, quizá nuestros amigos! Su desgracia es inmensa. Indeleble está en ellos la señal del bautismo. Están marcados para el Cielo, y caminan hacia el infierno. En su alma redimida, la aspersión de la Sangre de Cristo está marcada. Nadie la borrará. Es en cierto modo la propia Sangre de Cristo que ellos profanan cuando en esta alma rescatada se acogen principios, máximas, normas contrarias a la doctrina de la Iglesia. El católico apóstata tiene algo de análogo al sacerdote apóstata. Arrastra consigo los restos de su grandeza, los profana, los degrada y se degrada con ellos, pero no los pierde.
¿Y a nosotros, nos importa esto, sufrimos con esto, rezamos para que estas almas se conviertan, hacemos penitencia, hacemos apostolado? ¿Dónde está nuestro consejo, dónde está nuestra argumentación, dónde está nuestra caridad, dónde está nuestra altiva y enérgica defensa de las verdades que ellos niegan o injurian?
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