miércoles, 8 de abril de 2020
MAESTRO – 09/04/2020
IGNACIO BARANDIARAN
Señor, cuando comenzó vuestra vida pública, fuisteis principalmente el Maestro que enseñaba a los hombres el camino del Cielo. Y así, cuando en el pusillus grex, el pequeño rebaño de vuestros preferidos, enseñabais la perfección evangélica, cuando vuestra voz se levantaba y resonaba sobre las multitudes extasiadas y reverentes, vuestras manos se movían apuntando la morada celestial o reprobando el crimen y agregando a la palabra todos los imponderables con que la enriquece el gesto. Los Apóstoles, las multitudes, creían en Vos y os adoraban.
Manos de Maestro, pero también manos de Pastor. No sólo enseñabais, sino guiabais. La función de guiar se ejerce más apropiadamente sobre la voluntad, como la de enseñar más precisamente sobre la inteligencia. Y como sobre todo es por amor que se guían las voluntades, vuestras divinas manos tuvieron virtudes misteriosas y sobrenaturales para acariciar a los pequeños, acoger a los penitentes, curar a los enfermos. Amor tan ardiente, tan abundante, tan comunicativo, que, desde entonces hasta hoy, siempre que las manos de un cristiano se mueven para acariciar a los pequeños, consolar a los penitentes, administrar remedio a los enfermos, el amor que las anima no es sino una centella de ese infinito amor.
Pero estas manos tan sobrenaturalmente fuertes que a su imperio se doblegaban todas las leyes de la naturaleza y, con un mínimo movimiento de ellas, el dolor, la muerte, la duda huían, estas manos tenían aún otra función que ejercer. ¿No hablasteis del lobo rapaz? ¿Seríais Pastor si no lo repelieseis? Y si hacéis todo con fuerza irresistible, ¿cómo podría alguien no sentir el golpe del latigazo que empuñaseis? El lobo, sí… y sobre todo el demonio. Vuestra vida hizo patente que el demonio no es un ente de ficción o casi tanto, un ser al que tan raras veces le es dado el poder de actuar, que prácticamente la inmensa mayoría de las cosas pasan como si él no existiese. Los hombres hipócritas o de costumbres disolutas, ostentando ropajes de justicia y hasta de sacerdocio, todo esto aparece en los Evangelios, no sólo como consecuencia de la depravación humana en virtud del pecado original y de nuestra maldad, sino también como obra del demonio, activo, diligente, emboscando allí y más allá, denunciando a veces su presencia con espectaculares manifestaciones de obsesión y de posesión. Vos expulsabais al demonio, Señor, con terrible imperio, y delante de vuestra palabra grave y dominadora como el trueno, más noble y más solemne que un cántico de ángel, los espíritus impuros huían despavoridos y derrotados. Tan derrotados y tan despavoridos, que de ahí en adelante tuvieron que obedecer a vuestros apóstoles con docilidad. Por todas partes donde vuestra palabra, predicada, fue aceptada por los hombres, la impureza, la rebelión, el demonio huyeron siempre. Y sólo volvieron a extender sobre la humanidad sus alas de sombra y su poder de perdición, cuando el mundo comenzó a rechazar vuestra Iglesia, que es vuestro Cuerpo Místico. Tan derrotados y tan impotentes, que bastará que los hombres correspondan nuevamente a la gracia de Dios para que el imperio de las potencias infernales una vez más decaiga y las tinieblas, la lascivia, el espíritu de la Revolución vuelvan hacia los antros secretos de los cuales hace siglos salieron.
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