1 de mayo de 2020

SEMILLA

jueves, 30 de abril de 2020


SEMILLA – 01/05/2020

San Luis Grignion, predicador de la genuina austeridad cristiana, nada tenía de la austeridad taciturna, biliosa y estrecha de un Savonarola o de un Calvino. Ella era suavizada por una tiernísima devoción a Nuestra Señora.

Puede decirse que nadie llevó más alto que él la devoción a la Madre de Misericordia. La Señora de todos los Pueblos, en cuanto Mediadora necesaria, por elección divina, entre Jesucristo y los hombres, fue el objeto de su continua admiración, el tema que suscitó sus meditaciones más profundas, más originales. Ningún crítico serio puede negarles la calificación de inspiradamente geniales. Alrededor de la mediación universal de María, hoy verdad de fe, construyó toda una mariología que es el mayor monumento de todos los siglos a la Virgen Madre de Dios.

Toda esta predicación está condensada en sus tres obras principales: la Carta Circular a los Amigos de la Cruz, el Tratado de la Divina Sabiduría y el Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen, una especie de trilogía admirable, toda de oro y de fuego, de la cual destaca como obra prima entre las obras primas la última de ellas.

Fue un gran perseguido. Este rasgo de su existencia es realzado por todos sus biógrafos. Un vendaval furioso, movido por los mundanos, por los escépticos enfurecidos ante tanta fe y tanta austeridad y por los jansenistas indignados ante una devoción insigne a la Señora, de la cual dimanaba una suavidad inefable, se irguió contra su predicación. De ahí se originó un torbellino que se levantó contra él por toda Francia.

No pocas veces, como sucedió en 1705 en la ciudad de Poitiers, sus magníficos autos de fe contra la inmoralidad fueron interrumpidos por orden de autoridades eclesiásticas, quienes evitaban así la destrucción de esos objetos de perdición. En casi todas las diócesis francesas le fue prohibido el ejercicio del sacerdocio. Después de 1711, sólo los obispos de La Rochelle y de Luzón le permitieron la actividad misionera. Y, en 1710, Luis XIV ordenó la destrucción del Calvario de Pontchateau.

Ante ese inmenso poder del mal, el santo se reveló profeta. Con palabras de fuego, denunció los gérmenes que minaban la Francia de entonces y vaticinó una catastrófica subversión que de ellos habría de derivar. El siglo en que San Luis María murió no terminó sin que la Revolución Francesa confirmase de modo siniestro sus previsiones.

Un hecho al mismo tiempo sintomático y entusiasmante es que las regiones en donde tuvo libertad de predicar su doctrina y en las cuales las masas humildes le siguieron fueron aquellas en que los chouans, insurgentes contrarrevolucionarios bretones, se levantaron en armas contra la impiedad y la subversión como recoge la imagen. Eran los descendientes de los campesinos que habían sido misionados por el gran santo y preservados así de los gérmenes de la Revolución.

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