3 de diciembre de 2019

MATERNIDAD

lunes, 2 de diciembre de 2019


MATERNIDAD – 03/12/2019

Había una vez un joven dilacerado por una situación afectiva crítica. Quería con toda su alma a su esposa. Y tributaba afecto y respeto profundos a su propia madre. Ahora bien, las relaciones entre nuera y suegra eran tensas y, por celos, la joven encantadora pero mala, concibió un odio infundado contra la anciana y venerada madre. En cierto momento, la joven colocó al marido entre la espada y la pared: o él iba a la casa de su madre, la mataba y le traía el corazón de la víctima, o la esposa abandonaría el hogar. Después de mil vacilaciones el joven accedió. Mató a aquella que le dio la vida, le arrancó del pecho el corazón, lo envolvió en un paño, y se dirigió de vuelta hacia su casa. En el camino, el joven tropezó y cayó. Oyó entonces una voz que, partiendo del corazón materno, le preguntó llena de desvelo y cariño: ¿Hijo, te has hecho daño?

Con esta apología el escritor Émile Faguet quiso destacar lo que el amor materno tiene de más sublime y enternecedor: su desinterés completo, su entera gratuidad, su ilimitada capacidad de perdonar.

La madre ama a su hijo cuando es bueno, no lo ama sin embargo sólo por ser bueno. Lo ama también cuando es malo. Lo ama simplemente por ser su hijo, carne de su carne y sangre de su sangre. Lo ama generosamente e incluso sin esperar retribución. Lo ama en la cuna cuando aún no tiene capacidad de merecer el amor que le es dado. Lo ama a lo largo de la existencia, bien suba al auge de la felicidad y de la gloria, o ruede por los abismos del infortunio y hasta del crimen. Es su hijo y está todo dicho.

Este amor, altamente de acuerdo con la razón, tiene en los padres también algo de instintivo. Y en cuanto instintivo, es análogo al amor que la Providencia puso hasta en los animales por sus crías. Para medir la sublimidad de este instinto, basta decir que el más tierno, el más puro, el más soberano y excelso, el más sagrado y sacrificado de los amores que haya existido en la tierra, el amor del Hijo de Dios por los hombres, fue comparado al instinto animal. Poco antes de padecer y morir lloró Jesús sobre Jerusalén, diciendo: Jerusalén, Jerusalén, ¡cuántas veces quise Yo reunir a tus hijos como la gallina recoge a sus pollitos bajo sus alas, y tú no quisiste!

Sin este amor, no hay paternidad ni maternidad digna de este nombre. Quien niega este amor en su excelsa gratuidad, niega la propia la familia. Es este amor que lleva a los padres a amar a sus hijos más que a otros, de acuerdo con la ley de Dios, y a desear para ellos con afán una educación mejor, una instrucción mayor, una vida más estable, una ascensión verdadera en la escala de todos los valores, inclusive los de índole social. Para esto, los padres trabajan, luchan y economizan. Su instinto, su razón, los dictámenes de la propia fe les llevan a eso. Acumular una herencia para ser transmitida a los hijos es deseo natural de los padres. Negar la legitimidad de ese deseo, es afirmar que el padre está para su hijo como para un extraño. Es arrasar la familia. Sí, la herencia es una institución en el cual la familia y la propiedad se besan. Y no sólo la familia y la propiedad, también la tradición.



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