4 de diciembre de 2019

HEREDITARIEDAD



martes, 3 de diciembre de 2019



HEREDITARIEDAD – 04/12/2019

De las múltiples formas de herencia, la más preciosa no es la del dinero. La herencia fija muchas veces en una misma estirpe, sea noble o plebeya, ciertos trazos fisonómicos o psicológicos que constituyen una unión entre las generaciones, testimoniando que de algún modo los ancestros sobreviven y continúan en sus descendientes. Le corresponde a la familia, consciente de sus peculiaridades, destilar a lo largo de las generaciones el estilo de educación y de vida doméstica, así como de actuación privada y pública, en que la riqueza original de sus características alcance su más justa y auténtica expresión. Este deseo, realizado en el transcurso de los decenios y de las centurias, es la tradición. O una familia elabora su propia tradición como una escuela de ser, de actuar, de progresar y de servir, para el bien de la patria y de la cristiandad, o corre el riesgo de generar no raras veces, desencajados, sin definición de su propio yo y sin posibilidad de encaje estable y lógico en ningún grupo social. ¿De qué vale recibir de los padres un rico patrimonio, si de ellos no se recibe, por lo menos en estado germinativo, cuando se trata de familias nuevas, una tradición, o sea, un patrimonio moral y cultural? Tradición que no es un pasado estancado, sino la vida que la semilla recibe del fruto que la contiene. O sea, una capacidad de germinar, de producir algo de nuevo que no sea lo contrario de lo antiguo, sino el armónico desarrollo y enriquecimiento de él. Vista así, la tradición se amalgama armónicamente con la familia y la propiedad, en la formación de la herencia y de la continuidad familiar. Este principio es de sentido común universal. Y por esta razón vemos que aún los países más democráticos lo acogen. Es porque la gratitud tiene algo de hereditario. Ella nos lleva a hacer por los descendientes de nuestros bienhechores, aunque hayan fallecido, lo que ellos nos pedirían que hiciésemos. A esa ley están sujetos no sólo los individuos sino también los Estados. Habría una flagrante contradicción en que un país guardase en un museo, por gratitud, un bolígrafo, las gafas, o hasta las pantuflas de un gran bienhechor de la patria, pero relegase a la indiferencia y al desamparo aquello que él dejó de muchísimo más suyo que las pantuflas, o sea, la descendencia. De ahí la consideración que el sentido común consagra a los descendientes de los grandes hombres, aunque sean personas comunes. Por esto, por ejemplo, en los Estados Unidos, todos los descendientes de Lafayette, el militar francés que luchó por la independencia, gozan de las honras de la ciudadanía americana, aunque hayan nacido en otro país. De ahí también un bello lance histórico, ocurrido durante la guerra civil española de 1936. Los comunistas se habían apoderado del Duque de Veragua, al que vemos en la foto, último descendiente de Cristóbal Colón, e iban a fusilarlo. Todas las repúblicas de América se unieron para pedir clemencia por él. Porque no podían ver con indiferencia que se extinguiera sobre la tierra la descendencia del heroico descubridor. Estas son las consecuencias lógicas de la existencia de la familia y de los reflejos de ella en la tradición y en la propiedad. ¿Privilegios injustos y odiosos? No. Siempre que se salve el principio de que la herencia no puede encubrir el crimen, ni impedir la ascensión de valores nuevos, se trata simplemente de justicia. Y de la mejor.

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