20 de febrero de 2018

La vieja y la nueva Ostpolitik de la Santa Sede (I y II) di Stefano Caprio

 19/02/2018, 10.45 

VATICANO-RUSIA-CHINA

La vieja y la nueva Ostpolitik de la Santa Sede (I)

di Stefano Caprio*

La nueva apertura vaticana hacia China parece recorrer las etapas de la antigua Ostpolitik del Card. Agostino Casaroli. Igual que entonces, actualmente, los pasos dados por la Santa Sede han provocado y provocan contrastes, críticas y acusaciones de entregar al olvido la Iglesia perseguida y las violaciones a los derechos humanos. El mismo Casaroli albergaba dudas sobre su eficacia, si bien estaba deseoso de implementar el diálogo, una dimensión que fue redescubierta con el Concilio Vaticano II.  Hoy publicamos la primera parte.    
Roma (AsiaNews) – En los últimos meses, y tal vez en los últimos años, suscita cada vez más interrogantes y perplejidad el acercamiento renunciatario y radicalmente negacionista de la “política exterior” de la Santa Sede. En muchos de sus rasgos, ésta parece recordar la de la Ostpolitik vaticana, que, en el pasado siglo, llevó a la Iglesia a contraer muchos compromisos con los regímenes más adversos, desde el nazismo hitleriano a la Unión Soviética de Stalin y Jrushchov. También hoy, el Vaticano se lanza a una audaz apertura y a quebrantos generales, de los cuales el más clamoroso parece ser el posible acuerdo relativo al nombramiento de obispos con la China del comunismo post-moderno, hacia la cual no se había plegado jamás, ni siquiera en la época del cardenal Casaroli.
En realidad, no menos radical resulta ser la nueva colaboración católica con la Rusia de Vladimir Putin y del patriarca Kirill, con el cual Francisco se encontró en el surrealista escenario del aeropuerto de La Habana el 12 de febrero de 2016. El apoyo incondicional a la política rusa, que tanto ha escandalizado a los greco-católicos ucranianos, desde siempre en conflicto con Moscú, se ha venido a integrar, como es natural, con el deseo de los rusos de recuperar una centralidad geopolítica perdida, precisamente en detrimento de aquella vaticana que se había rechazado por decisión propia.   
Las analogías entre la actual política vaticana y la Ostpolitik del siglo pasado son notables, pero al mismo tiempo parciales y quizás no resulten decisivas.  La Santa Sede, empezando por el papado de Juan XXIII y por el Concilio Vaticano II, decidió renunciar a mucho para salvar lo poco, pero sobre todo para salvar el futuro. Hoy, la renuncia parece ser no tanto al medio, cuanto al objetivo: abrirse a un futuro imprevisible, sin asignar a la Iglesia un rol preestablecido. Cuando se decidió que los intransigentes cardenales Mindzenty y Slipyj permaneciesen en el confinamiento de la embajada húngara o del convento ucraniano en Roma, y pasar por alto las persecuciones de cristianos para favorecer la firma del Tratado de Helsinki, los diplomáticos guiados por Agostino Casaroli trabajaban para dejar a la Iglesia un espacio de supervivencia, y quizás para empujar a  regímenes totalitarios como el soviético a reformarse y dejar atrás el conflicto con la fe y con la civilización occidental.

El post-concilio y el diálogo
Es la nueva estación inaugurada por el Concilio Vaticano II lo que ha impulsado a la Iglesia católica al diálogo con el mundo ortodoxo y en particular, con la Iglesia rusa. Gracias a papas como Juan XXIII y Pablo VI, al Patriarca ecuménico Atanágoras, al metropolita ruso Nikodim y al cardenal holandés Willebrands, que durante 20 años guió justamente el Secretariado (luego, Pontificio Consejo) para la Unidad de los Cristianos, se inauguró una irrepetible “estación del diálogo”. El sello se alcanzó el 7 de diciembre de 1965, al concluirse el Concilio, con la cancelación recíproca de los anatemas entre Iglesia católica y ortodoxa.
La dirigencia de la Unión Soviética parecía apoyar tímidamente esta apertura, con la esperanza de obtener ventajas acorde a sus propios objetivos, y los ortodoxos rusos llegaron a formar un grupo de “especialistas del diálogo” que se coaguló en torno a la carismática y enérgica figura del metropolita Nikodim, y a sus más estrechos colaboradores, entre ellos, el emergente y jovencísimo rector de la Academia de San Petersburgo, Kirill (Gundjaev), el actual patriarca de Moscú.
En tanto, gracias a la superación de fuertes tensiones, a nivel internacional se creó una convergencia en torno a perspectivas de pacificación y acercamiento de las fuerzas, en el campo de la “guerra fría”, ligada a las personalidades de los presidentes Kennedy y Jrushchov y del papa Roncalli: sacando partido de la propaganda más que de la sustancia de dicha convergencia, los dirigentes soviéticos lanzaron el eslogan de la “lucha por la paz” como la perspectiva amplia de su política exterior, y en este sentido, los contactos internacionales de los representantes del Patriarcado de Moscú parecían ofrecer un apoyo eficaz a la propaganda misma.
Semejante política de “distensión” también estuvo favorecida por algunas personalidades como es el caso de Giorgio La Pira, un político demócrata-cristiano que entonces se desempeñaba como intendente de Florencia, ferviente católico dedicado a los pobres, que escribió personalmente varias cartas dirigidas a Jrushchov.
El 25 de noviembre de 1961, en parte gracias a los esfuerzos diplomáticos de La Pira, se envió un telegrama de augurios de parte de Jrushchov en ocasión de los 80 años del Papa. El 7 de marzo de 1963, Aleksej Adžubej, yerno de Jrushchov  y director de Izvestija hizo una visita al Papa Juan junto a su esposa Rada, hija del secretario del PCUS. Más tarde, Pablo VI se reunió con el ministro de Relaciones Exteriores soviético, Andrej Gromyko, en las Naciones Unidas (4 de octubre de 1965) para luego volver a encontrase con él cuando Gromyko acompañó al presidente soviético  Nikolaj Podgornyj en una visita al Vaticano en febrero de 1967, en noviembre de 1970, en febrero de 1974 y en junio de 1975.

La Ostpolitik del Card. Casaroli
Aprovechando la oportunidad ofrecida por la apertura política internacional que regía en esos años, la diplomacia vaticana se alineó sustancialmente con la Ostpolitik europea lazada por el canciller alemán Willy Brandt. Un gran intérprete de esta etapa fue el cardenal Agostino Casaroli, primero en calidad de simple funcionario y luego como líder de la diplomacia vaticana, que guió a la Santa Sede en la apertura de un diálogo con los regímenes ateos de Europa de Este durante toda la etapa de transición post-conciliar, hasta la Perestroika de Gorbachov. En 1963, en Viena, él participó en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre relaciones consulares, firmando por cuenta de la Santa Sede la convención relativa. Al partir de Viena llevó a cabo, a pedido del Papa, dos viajes, a Budapest y a Praga, para restablecer los contactos con los gobiernos comunistas, que habían quedado interrumpidos durante años. El 4 de julio de 1967 fue nombrado secretario de la Congregación para los Asuntos eclesiásticos extraordinarios, que al año siguiente, en 1968, asumirá la nueva denominación de Consejo Para Asuntos públicos de la Iglesia. El 16, en la Basílica vaticana, es consagrado obispo por Pablo VI. En 1971 se dirige a Moscú por primera vez. En julio de 1979 es nombrado cardenal por Juan Pablo II y se lo nombra Secretario de Estado. En 1988 participó en los festejos por el Milenio de Bautismo de la Rus, donde se encontró con Mijail Gorbachov. El 1º de diciembre de 1990 presentó su renuncia, y murió en 1998.
Achille Silvestrini, uno de sus más estrechos colaboradores de los primeros tiempos, devenido luego cardenal y actualmente Prefecto emérito de la Congregación para las Iglesias Orientales, describe de esta manera el acercamiento y las esperanzas que dieron vida a la nueva política vaticana de aquellos años: “Es un hecho que, durante todos los años de la Ostpolitik, en la Iglesia se libró una confrontación apremiante, suscitada por el interrogante dramático que surgía periódicamente. Dicha confrontación se jugaba, no tanto sobre las posiciones de trinchera que la Iglesia se veía obligada a asumir, sino más bien a nivel de las opciones de ‘política’ eclesial…  El desafío era si para la Iglesia era más conveniente hacer frente al comunismo con una resistencia a ultranza, o bien, si esta resistencia, sumamente firme en sus principios, admitía entendimientos acotados sobre cosas posibles y honestas. La discusión se centraba en si negociar podía resultar beneficioso para vida religiosa, dándole un mayor espacio y aliento, o si se resolvería con una ilusión que sólo sería de utilidad para el prestigio de los regímenes, pero sin aportar resultados duraderos a la Iglesia”. El mismo Casaroli se halló teniendo que interpretar -con la toda la versatilidad de un excelente diplomático y la fe sincera de un gran hombre de Iglesia- las directivas de tres papas, tan diferentes entre sí en cuanto a temperamento, pero unidos en lo que hace a la confianza orientada al “diálogo de la caridad” e incansables en la dedicación al “martirio de la paciencia”. Educado en el sólido realismo de la tradición eclesiástica, él ya se planteaba en aquel entonces, a propósito de las primeras señales de apertura de Juan XXIII: “¿Ilusión? ¿O bien, fundada -aunque tenue- esperanza de nuevas posibilidades para la Iglesia? ¿Qué estaba pasando precisamente en el ánimo de un pontífice en el cual, sobre la recta final de una larga vida, el optimismo natural, la casi incorregible confianza en la bondad fundamental del hombre, parecían unirse en una visión casi profética que superaba, sin excluirlos ni despreciarlos, los análisis racionales de la experiencia y de la diplomacia? (citas extraídas del libro de Casaroli Agostino, El martirio de la paciencia. La Santa Sede y los países comunistas (1963-89), Torino 2000)”.
(Fin de la primera parte)

20/02/2018, 11.02 

VATICANO-RUSIA-CHINA

Las críticas a la Ostpolitik, la persecución y el disenso (II)

Stefano Caprio*
La apertura vaticana hacia la URSS siempre fue defendida por Pablo VI, si bien muchos en la Iglesia se escandalizaron a raíz de ello. La política benévola jamás detuvo las persecuciones, que incluso se incrementaron. Pero surgió el Samizdat, una forma de resistencia ecuménica y cultural, vivida por católicos, protestantes y ortodoxos, a partir de los lagers. La segunda parte del estudio de un experto.
Roma (AsiaNews) – El intento de la diplomacia vaticana de abrirse camino por entre las grietas del muro de la política antirreligiosa soviética, es bastante criticado, y esto ocurre tanto dentro como fuera de la misma Iglesia católica. Muchos consideraban que era inadmisible y casi inmoral cultivar relaciones con quien continuaba persiguiendo duramente a los creyentes. Fue clamoroso el caso del padre jesuita Alessio Floridi, uno de los mejores especialistas católicos en la temática de las relaciones con Rusia, y desde 1950 el principal experto en problemas del mundo ruso y soviético en la revista Civiltà cattolica. A causa de sus publicaciones, se le deniega la visa a la URSS. Desde mediados de los años Sesenta suspende su colaboración con la revista debido a la polémica surgida en torno a la Ostpolitik vaticana, hasta la publicación de su libro de denuncia, Moscú y el Vaticano. En la introducción de su libro, el historiador ruso disidente Mikhail Agurskij escribe: “El problema que plantea el autor es realmente tormentoso: por razones que no pueden definirse con precisión, el Vaticano -que goza de tanta autoridad moral en el mundo-, de manera inesperada, ha venido a encontrase en una extraña e innatural asociación con una fuerza diametralmente opuesta a aquellos valores sobre los cuales se funda cualquier religión, [una fuerza] que no sólo niega esta última, sino que la combate activamente”.
A mediados de los años Setenta, en el Vaticano ya se podía trazar un panorama en relación a la política entablada con Europa del Este, que prácticamente llevaba décadas. Sobre este balance general no sólo pesaban las críticas que provenían del Este (en 1974, el mismo primado de Polonia, el cardenal Stefan Wyszynski, expresó su contrariedad a la institución en vista del “contacto permanente” entre el gobierno polaco y la Santa Sede, prácticamente vislumbrando las futuras relaciones diplomáticas) y por personajes como el padre Floridi. Los mismos resultados no parecieron satisfactorios, a pesar del gran cambio que tuvo lugar del lado vaticano. En 1975, Pablo VI traza públicamente un panorama problemático. El papa manifiesta su insatisfacción, si bien reafirma la validez de la Ostpolitik. “Si, en algunos casos –dice, dirigiéndose al Colegio de cardenales- los resultados del diálogo parecen ser escasos, insuficientes o tardan en llegar, y si otros pueden ver en ello un motivo lo suficientemente firme como para interrumpirlo, nosotros, en cambio, consideramos un grave deber nuestro proceder con iluminada constancia sobre un camino que nos parece, en primer lugar, exquisitamente evangélico: de longanimidad, de comprensión, de caridad. Pero esto sin ocultar, por cierto, la amargura y la preocupación que nos causa el prolongarse o el agravarse de no pocas situaciones contrarias a los derechos de la Iglesia, o de la persona humana; y advirtiendo que no debe sobrentenderse esta responsable actitud nuestra como una docilidad o una resignada aceptación” (Cit. en Riccardi Andrea, El Vaticano y Moscú. 1940-1990, Roma-Bari 1992, p. 314).

La persecución religiosa
En efecto, la política vaticana no permitió modificar de manera sustancial la situación de los creyentes en los países del régimen ateo, que prácticamente rozaba la clandestinidad. Es más, incluso aprovechándose de las manos tendidas occidentales y vaticanas, esos regímenes a menudo optaron por agudizar la presión y la persecución directa ejercida contra los creyentes, colocando a la Santa Sede en una situación bastante embarazosa. Causó gran estruendo el caso de la regencia de Kruschev, que mientras se proponía como uno de los grandes protagonistas de la distensión internacional, al mismo tiempo decidía llevar adelante las campañas antirreligiosas más sistemáticas de la historia de la URSS, llegando al objetivo declarado de “mostrar en televisión el arrepentimiento del último pope”. Por otra parte, la situación tampoco mejoro después de la defenestración de Kruschev en 1964; durante la larga etapa de “estancamiento” brezneviano, el control sobre las aspiraciones religiosas fue continuo y asfixiante, llegando a organizar manicomios psiquiátricos especiales, donde se encerraba a los creyentes más activos.  
Sin embargo, los creyentes siguieron existiendo, a pesar de todas las vejaciones y propósitos de exterminio de la fe. Es más, precisamente uno de los efectos de la contradictoria apertura del período de postguerra, del Concilio y de la distensión política, fue el surgimiento espontáneo de un movimiento de protesta social, cultural y religiosa en toda Europa del Este y en la misma Unión Soviética, el llamado “disenso”, que también fue identificado con la forma semi-clandestina de difusión de la literatura no alineada, el samizdat. El disenso asumió expresiones públicas estrepitosas sólo en los países más cercanos a Occidente, por su historia y mentalidad (y por ser de mayoría católica) como fue el caso de Polonia y Hungría, donde se lo reprimió con extrema violencia valiéndose de tanques de guerra soviéticos, mientras que en el corazón del imperio de la URSS se canalizó prevalentemente hacia formas poéticas o literarias, en las cuales la religiosidad podía expresarse de un modo natural y floreciente.  
Como es obvio, los disidentes religiosos no podían comprender ni justificar las acrobacias de la diplomacia vaticana, que a menudo eran consideradas una verdadera y auténtica traición a la “Iglesia del silencio” en la cual se conservaba la fe a costa de sufrimientos y humillaciones, con frecuencia, llegando a arriesgar incluso la vida. Fue precisamente a raíz de la persecución que se produjeron convergencias ecuménicas inesperadas entre los representantes de las diversas confesiones cristianas: mancomunados por un infeliz destino, en el archipiélago de los lagers soviéticos, católicos, ortodoxos y protestantes volvían a experimentar la armonía y la fraternidad de los primeros siglos, superando sin esfuerzo las diferencias doctrinales y disciplinarias más difíciles de resolver.  Un teólogo ortodoxo, Mikhail Meerson-Aksënov, difundió en 1972 el ensayo El pueblo de Dios y los pastores, en el cual se afirma que “la Iglesia fundada por Cristo, una y católica (universal, sobornaja), en la historia se ha dividido y se ha escindido en dos (la Iglesia occidental y la oriental) y luego en más partes contrastantes. Las fuerzas del infierno no pueden vencer a la Iglesia en su plenitud, ¿pero qué confesión -cerrada en sí misma y que se oponga a las otras- osará pretender para sí esta plenitud?”. De esta manera florecía, “por debajo de las piedras”, para utilizar la expresión de Solženicyn, un nuevo renacimiento cristiano, por su naturaleza, inter-confesional y bastante poco institucional: las jerarquías eclesiásticas locales a menudo permanecían a su vez aprisionadas por un forzado colaboracionismo como el régimen antirreligioso, mientras los emisarios del Papa caían en continuos compromisos en la compleja búsqueda de espacios para poder maniobrar.
Si en la periferia de los países satélites el punto de referencia de los católicos siguió siendo el clero polaco -que supo defender mejor que otros el rol central de la Iglesia incluso en la sociedad comunista-, dentro de la URSS, los católicos se aferraron a dos grandes islas: al catolicismo latino lituano, que resistía con un espíritu análogo al de sus vecinos polacos,  y al catolicismo de rito griego de la Ucrania occidental, que se organizaba en la más absoluta clandestinidad, habiendo sido oficialmente suprimido por Stalin en el pseudo-Sínodo de Leópolis del año 1946, con la formal complicidad de la misma Iglesia ortodoxa, tras el arresto de su líder, el metropolita Josif Slipyj.
Mientras en las altas esferas vaticanas se trataba de mantener –en la mayor medida de lo posible- un equilibrio entre los esfuerzos diplomáticos y la defensa de los creyentes perseguidos, en Occidente fueron muchos los intentos, más o menos organizados, orientados a sostener la “Iglesia del silencio”, con la solidaridad material y espiritual de quien gozaba de todas las libertades. En efecto, desde principios de la postguerra, se fueron formando asociaciones, centro culturales, movimientos laicos, dedicados al sostén de los co-hermanos de la URSS y de Europa del Este, que, luego del Concilio ampliaron y profundizaron las directivas propias y las capacidades de intervención, sumando a la resistencia anti-comunista y a la conservación de las tradiciones violadas, aquellos ideales de renovación de la Iglesia y de apertura ecuménica que el Concilio mismo había ofrecido al mundo entero.
(Fin de la Segunda parte. Para acceder a la primer parte, véase aquí)

* Docente de Historia y Cultura rusa en el Pontificio Instituto Oriental de Roma

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