9 de octubre de 2017
EPILOGO DE LA "HISTORIA DE LOS HETERODOXOS" DE MARCELINO MENENDEZ Y PELAYO
Epílogo
¿Qué se deduce de esta historia? A mi entender, lo siguiente:
Ni por la naturaleza del suelo que habitamos, ni por la raza, ni por el carácter, parecíamos
destinados a formar una gran nación. Sin unidad de clima y producciones, sin unidad de
costumbres, sin unidad de culto, sin unidad de ritos, sin unidad de familia, sin conciencia de
nuestra hermandad ni sentimiento de nación, sucumbimos ante Roma tribu a tribu, ciudad a
ciudad, hombre a hombre, lidiando cada cual heroicamente por su cuenta, pero mostrándose
impasible ante la ruina de la ciudad limítrofe o más bien regocijándose de ella. Fuera de algunos
rasgos nativos de selvática y feroz independencia, el carácter español no comienza a acentuarse
sino bajo la denominación romana. Roma, sin anular del todo las viejas costumbres, nos lleva a
la unidad legislativa, ata los extremos de nuestro suelo con una red de vías militares, siembra en
las mallas de esa red colonias y municipios, reorganiza la propiedad y la familia sobre
fundamentos tan robustos, que en lo esencial aún persisten; nos da la unidad de lengua, mezcla
la sangre latina con la nuestra, confunde nuestros dioses con los suyos y pone en los labios de
nuestros oradores y de nuestros poetas el rotundo hablar de Marco Tulio y los hexámetros
virgilianos. España debe su primer elemento de unidad en la lengua, en el arte, en el derecho, al
latinismo, al romanismo.
Pero faltaba otra unidad más profunda: la unidad de la creencia. Sólo por ella adquiere un
pueblo vida propia y conciencia de su fuerza unánime, sólo en ella se legitiman y arraigan sus
instituciones, sólo por ella corre la savia de la vida hasta las últimas ramas del tronco social. Sin
un mismo Dios, sin un mismo altar, sin unos mismos sacrificios; sin juzgarse todos hijos del
mismo Padre y regenerados por un sacramento común; sin ver visible sobre sus cabezas la
protección de lo alto; sin sentirla cada día en su hijos, en su casa, en el circuito de su heredad, en
la plaza del municipio nativo; sin creer que este mismo favor del cielo, que vierte el tesoro de la
lluvia sobre sus campos, bendice también el lazo jurídico que él establece con sus hermanos y
consagra con el óleo de la justicia la potestad que [1037] él delega para el bien de la comunidad;
y rodea con el cíngulo de la fortaleza al guerrero que lidia contra el enemigo de la fe o el invasor
extraño, ¿qué pueblo habrá grande y fuerte? ¿Qué pueblo osará arrojarse con fe y aliento de
juventud al torrente de los siglos?
Esta unidad se la dio a España el cristianismo. La Iglesia nos educó a sus pechos con sus
mártires y confesores, con sus Padres, con el régimen admirable de sus concilios. Por ella fuimos
nación, y gran nación, en vez de muchedumbre de gentes colecticias, nacidas para presa de la
tenaz porfía de cualquier vecino codicioso. No elaboraron nuestra unidad el hierro de la conquista
ni la sabiduría de los legisladores; la hicieron los dos apóstoles y los siete varones apostólicos;
la regaron con su sangre el diácono Lorenzo, los atletas del circo de Tarragona, las vírgenes
Eulalia y Engracia, las innumerables legiones de mártires cesaraugustanos; la escribieron en su
draconiano código los Padres de Ilíberis: brilló en Nicea y en Sardis sobre la frente de Osio, y
en Roma sobre la frente de San Dámaso; la cantó Prudencio en versos de hierro celtibérico:
triunfó del maniqueísmo y del gnosticismo oriental, del arrianismo de los bárbaros y del
donatismo africano: civilizó a los suevos, hizo de los visigodos la primera nación del Occidente;
escribió en las Etimologías la primera enciclopedia; inundó de escuelas los atrios de nuestros
templos; comenzó a levantar, entre los despojos de la antigua doctrina, el alcázar de la ciencia
escolástica por manos de Liciano, de Tajón y de San Isidoro; borró en el Fuero juzgo la inicua
ley de razas; llamó al pueblo a asentir a las deliberaciones conciliares; dio el jugo de sus pechos,
que infunden eterna y santa fortaleza, a los restauradores del Norte y a los mártires del Mediodía,
a San Eulogio y Álvaro Cordobés, a Pelayo y a Omar-ben-Hafsun; mandó a Teodulfo, a Claudio
y a Prudencio a civilizar la Francia carlovingia; dio maestros a Gerberto; amparó bajo el manto
prelaticio del arzobispo D. Raimundo y bajo la púrpura del emperador Alfonso VII la ciencia
semítico-española... ¿Quién contará todos los beneficios de vida social que a esa unidad debimos,
si no hay, en España piedra ni monte que no nos hable de ella con la elocuente voz de algún
santuario en ruinas? Si en la Edad Media nunca dejamos de considerarnos unos, fue por el
sentimiento cristiano, la sola cosa que nos juntaba, a pesar de aberraciones parciales, a pesar de
nuestras luchas más que civiles, a pesar de los renegados y de los muladíes. El sentimiento de
patria es moderno; no hay patria en aquellos siglos, no la hay en rigor hasta el Renacimiento; pero
hay una fe, un bautismo, una grey, un pastor, una Iglesia, una liturgia, una cruzada eterna y una
legión de santos que combaten por nosotros desde Causegadia hasta Almería, desde el Muradal
hasta la Higuera. [1038]
Dios nos conservó la victoria, y premió el esfuerzo perseverante dándonos el destino más alto
entre todos los destinos de la historia humana: el de completar el planeta, el de borrar los antiguos
linderos del mundo. Un ramal de nuestra raza forzó el cabo de las Tormentas, interrumpiendo el
sueño secular de Adamastor, reveló los misterios del sagrado Ganges, trayendo por despojos los
aromas de Ceilán y las perlas que adornaban la cuna del sol y el tálamo de la aurora. Y el otro
ramal fue a prender en tierra intacta aun de caricias humanas, donde los ríos eran como mares,
y los montes, veneros de plata, y en cuyo hemisferio brillaban estrellas nunca imaginadas por
Tolomeo ni por Hiparco.
¡Dichosa edad aquélla, de prestigios y maravillas, edad de juventud y de robusta vida! España
era o se creía el pueblo de Dios, y cada español, cual otro Josué, sentía en sí fe y aliento bastante
para derrocar los muros al son de las trompetas o para atajar al sol en su carrera. Nada aparecía
ni resultaba imposible; la fe de aquellos hombres, que parecían guarnecidos de triple lámina de
bronce, era la fe, que mueve de su lugar las montañas. Por eso en los arcanos de Dios les estaba
guardado el hacer sonar la palabra de Cristo en las más bárbaras gentilidades; el hundir en el
golfo de Corinto las soberbias naves del tirano de Grecia, y salvar, por ministerio del joven de
Austria, la Europa occidental del segundo y postrer amago del islamismo; el romper las huestes
luteranas en las marismas bátavas con la espada en la boca y el agua a la cinta y el entregar a la
Iglesia romana cien pueblos por cada uno que le arrebataba la herejía.
España, evangelizadora de la mitad del orbe; España martillo de herejes, luz de Trento, espada
de Roma, cuna de San Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad; no tenemos otra. El
día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los arévacos y de los vectores
o de los reyes de taifas.
A este término vamos caminando más o menos apresuradamente, y ciego será quien no lo vea.
Dos siglos de incesante y sistemática labor para producir artificialmente la revolución, aquí
donde nunca podía ser orgánica, han conseguido no renovar el modo de ser nacional, sino
viciarle, desconcertarle y pervertirle. Todo lo malo, todo lo anárquico, todo lo desbocado de
nuestro carácter se conserva ileso, y sale a la superficie cada día con más pujanza. Todo elemento
de fuerza intelectual se pierde en infecunda soledad o sólo aprovecha para el mal. No nos queda
ni ciencia indígena, ni política nacional, ni, a duras penas, arte y literatura propia. Cuanto
hacemos es remedo y trasunto débil de lo que en otras partes vemos aclamado. Somos incrédulos
por moda y por parecer hombres de mucha fortaleza intelectual. Cuando nos ponemos a
racionalistas o a positivistas, lo hacemos pésimamente, sin originalidad alguna, como no sea en
lo estrafalario y en lo grotesco. No hay doctrina que arraigue aquí; [1039] todas nacen y mueren
entre cuatro paredes, sin más efecto que avivar estériles y enervadoras vanidades y servir de
pábulo a dos o tres discusiones pedantescas. Con la continua propaganda irreligiosa, el espíritu
católico, vivo aún en la muchedumbre de los campos, ha ido desfalleciendo en las ciudades; y,
aunque no sean muchos los librepensadores españoles, bien puede afirmarse de ellos que son de
la peor casta de impíos que se conocen en el mundo, porque, a no estar dementado como los
sofitas de cátedra, el español que ha dejado de ser católico es incapaz de creer en cosa ninguna,
como no sea en la omnipotencia de un cierto sentido común y práctico, las más veces burdo,
egoísta y groserísimo. De esta escuela utilitaria suelen salir los aventureros políticos y
económicos, los arbitristas y regeneradores de la Hacienda y los salteadores literarios de la baja
prensa, que, en España como en todas partes, es un cenagal fétido y pestilente. Sólo algún
aumento de riqueza, algún adelanto material, nos indica a veces que estamos en Europa y que
seguimos, aunque a remolque, el movimiento general.
No sigamos en estas amargas reflexiones. Contribuir a desalentar a su madre, es ciertamente
obra impía, en que yo no pondré las manos. ¿Será cierto, como algunos benévolamente afirman,
que la masa de nuestro pueblo está sana y que sólo la, hez es la que sale a la superficie? ¡Ojalá
sea verdad! Por mi parte, prefiero creerlo, sin escudriñarlo mucho. Los esfuerzos de nuestras
guerras civiles no prueban ciertamente falta de virilidad, en la raza; lo futuro, ¿quién lo sabe? No
suelen venir dos siglos de oro sobre una misma nación; pero mientras sus elementos esenciales
permanezcan los mismos por lo menos en las últimas esferas sociales; mientras sea capaz de
creer, amar y esperar; mientras su espíritu no se aridezca de tal modo que rechace el rocío de los
cielos; mientras guarde alguna memoria de lo antiguo y se contemple solidaria con las
generaciones que la precedieron, aun puede esperarse su regeneración, aun puede esperarse que,
juntas las almas por la caridad, tome a brillar para España la gloria del Señor y acudan las gentes
a su lumbre, y los pueblos al resplandor de su Oriente.
El cielo apresure tan felices días. Y entre tanto, sin escarnio, sin baldón ni menosprecio de
nuestra madre, dígale toda la verdad el que se sienta con alientos para ello. Yo, a falta de
grandezas que admirar en lo presente, he tomado sobre mis flacos hombros le deslucida tarea de
testamentario de nuestra antigua cultura. En este libro he ido quitando las espinas; no será
maravilla que de su contacto se me haya pegado alguna aspereza. He escrito en medio de la
contradicción y de la lucha, no de otro modo que los obreros de Jerusalén, en tiempo de
Nehemías, levantaban las paredes del templo, con la espada en una mano y el martillo en la otra,
defendiéndose de los comarcanos que sin cesar los embestían. Dura ley es, pero inevitable en
España, [1040] y todo el que escriba conforme al dictado de su conciencia, ha de pasar por ella,
aunque en el fondo abomine, como yo, este hórrido tumulto y vuelva los ojos con amor a aquellos
serenos templos de la antigua sabiduría, cantados por Lucrecio:
Edita doctrina sapientum templa serena!
M. MENÉNDEZ PELAYO
7 de junio de 1882.
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