26 de junio de 2014
Letizia, la Reina en el Sur
Probablemente yo era el único periodista del Hemisferio Occidental que desconocía la noticia. Había estado tres días incomunicado tomando fotos a osos polares en la tundra canadiense y sólo al regresar al pequeño pueblo de Churchill, punto de partida de la expedición, pude percatarme de docenas de correos electrónicos que indagaban mi opinión sobre la futura reina de España. La pregunta me parecía casi tan surrealista como la aurora boreal que había contemplado horas antes.
Entre los emails reconocí el nombre de un amigo, directivo de EL PAÍS, quien me ponía al tanto de la noticia: la corona española había anunciado el compromiso del príncipe Felipe de Borbón con la periodista Letizia Ortiz Rocasolano. Entre los escasos datos que aportaba el anuncio se decía que había trabajado en el diario Siglo21 de Guadalajara, México.
Recordé a la joven rubia que había conocido siete años atrás y temí por ella al comenzar a leer el medio centenar de correos febriles y perentorios de mis colegas españoles. Estaban desesperados por conocer algo más del pasado de la futura reina. Luego acudieron a mi mente un par de estampas de Letizia durante su paso por México y supuse que, a su manera, podría con todo ello.
La conocí a principios de 1996 cuando cursaba un diplomado en periodismo en la Universidad de Guadalajara en el que di una charla. Sobresalía por su estatura, la cabellera rubia y las preguntas inquisitivas. Al final del acto me abordó y quiso saber si había posibilidad de ingresar al diario que yo dirigía.
No me extrañó que quisiera trabajar con nosotros. Siglo 21, fundado en 1991, era un periódico absolutamente singular. Concebido tras una larga estancia mía en EL PAÍS, en Madrid, en muchos sentidos constituía una versión bonsái del diario español. Tenía también la influencia de Tomás Eloy Martínez, el escritor y periodista argentino, quien me había ayudado a capacitar al personal. Cinco años después, cuando Letizia apareció, Siglo 21 era un diario con una redacción punzante, fruto de la convicción romántica y mesiánica de estar descubriendo el nuevo periodismo en México.
Recibí en mi oficina a la aspirante días después de la charla en la universidad; estaba por terminar su diplomado y tenía una promesa de empleo en Madrid que estaría disponible meses más tarde. Un trato similar habíamos realizado ya con una docena de egresados del máster de EL PAÍS con buenos resultados, así que no dudé en ofrecer un puesto provisional a la avispada joven, aunque supuse que mi oferta la frustraría: sólo tenía disponible una plaza de reportera en Tentaciones, el suplemento de ocio. Me equivoqué, aceptó encantada.
Letizia fue recibida por el pequeño universo cerrado de nuestra redacción de la misma manera que lo haría la opinión pública española al ingresar al Palacio de la Zarzuela: algún entusiasmo, mucha desconfianza. Era demasiado guapa para pasar inadvertida entre el elenco masculino y para su desgracia lo mismo podía decirse del femenino. Pero la joven de 25 años no se arredró; días más tarde comenzó a inundar de notas periodísticas a su editora.
La falta de contexto de los usos y costumbres tapatíos por parte de Letizia se convirtieron en un activo inesperado. Su crónica de platillos típicos para la sección gourmet callejero permitió a los locales ver los tacos de lengua con otros ojos. Lo mismo ofrecía miradas nuevas sobre el sobador de huesos del mercado que del artista plástico semijubilado y enfermo de nostalgias de París. Su pasión por la música pronto rindió dividendos al periódico gracias a la amistad que supo granjearse entre los grupos de rock.
Semanas después observé que el suplemento se había llenado de notas firmadas por Letizia Ortiz. Llamé a la editora, Cecilia Jarero, para reclamar lo parroquiano que resultaba tal reincidencia. “Es que me trae dos notas diarias”, se quejó. Una semana después Letizia misma ofreció la solución: la mitad de sus textos aparecieron firmados por Ada Rocasolano.
Meses más tarde me invitó un café para anunciar su regreso a España donde la esperaba el nuevo empleo en la radio. “Si no lo hago ahora no lo hago nunca, estoy encantada”. Traté de disuadirla, sin éxito, invitándola a ser editora de la sección internacional. Para entonces Letizia era apreciada incluso por una buena parte del personal femenino.
Un año más tarde la vi en Madrid; nos citamos en un bar para ponernos al corriente de las novedades. Cuando se enteró que me estaba quedando en casa de un célebre periodista al que ella respetaba me ofrecí a presentárselo. Lo encontramos enfundado en bata leyendo en un sofá. Letizia relató entusiasmada que hacía entrevistas y exámenes para ser admitida como presentadora en la televisión. Mi amigo, quien ha hecho de la provocación un arte, le aseguró que con esa cara podía contestar mal todos los cuestionarios y aún ganar la plaza. A su manera quería hacer una mofa del periodismo televisivo versus el profesional de la prensa escrita. Picada por el desdén del anfitrión, Letizia insistió en el rigor de las pruebas. Él, encantado con el jaleo, reiteró la frivolidad de algunos conductores de la pantalla.
De regreso en la calle a donde la acompañé a tomar un taxi, ella seguía molesta. Se sabía guapa pero insistía que eso nunca había sustituido la inteligencia ni el trabajo; a veces, me dijo, resulta incluso un estorbo. Pensé en su experiencia en Guadalajara y comprendí sus razones. Volví a pensarlo años después cuando leí las críticas superficiales en la prensa española en torno a la boda real. También supe que tarde o temprano sabría vencerlas con esa mezcla de temeridad, trabajo y talento con el que se emplea para lograr sus metas, sin renunciar a ser ella misma. Me parece que otra vez está sucediendo, ahora en su papel de reina de España.
Jorge Zepeda Patterson es periodista y escritor mexicano
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