19 de septiembre de 2011
Sumisión al Papa en busca del voto católico
OPINIÓN
El consenso entre los dos grandes partidos estatales para la reforma exprés de la Constitución no ha sido la única sorpresa veraniega para los sufridos militantes de izquierda. La actitud de sumisión con que esos dos mismos partidos, encabezados por los titulares de las más altas representaciones del Estado, recibieron y agasajaron a Benedicto XVI, con motivo de su asistencia a la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ), produjo perplejidad entre la militancia del PSOE, que comprobó cómo sus líderes rendían pleitesía al Papa no como fieles privadamente sumisos, sino desde sus responsabilidades políticas, a la búsqueda de votos entre los fieles de esa confesión religiosa.
La reforma constitucional, considerada como una entrega más —ya se verá si eficaz— a las exigencias económicas del momento, puede entenderse, como la ha explicado Rubalcaba, de modo que no se condicione para el futuro la dedicación de los fondos públicos disponibles. Y desde luego carece de sentido decir que rompe un idílico consenso constitucional, como si el gran pacto democrático se hubiera realizado con transparencia y consentimiento unánime.
Más bien cabe identificar el acuerdo secretamente alcanzado ahora entre Zapatero y Rajoy con el modus operandi de los constituyentes, que a lo largo de 15 meses intentaron primero elaborar el proyecto de Ley Fundamental con plena confidencialidad entre los siete ponentes y, más tarde, tras la filtración del texto secreto, acudieron a las cenas de madrugada y a las reuniones en restaurantes y despachos particulares para perfilar las líneas maestras de la Constitución democrática. Los artículos, así pactados secretamente, iban aflorando al Congreso de los Diputados para su votación formal. Como ahora.
Mucho más punzante, para los ajenos al catolicismo, resultó en agosto el tratamiento otorgado a Benedicto XVI por un Estado laico, que declaró la JMJ acontecimiento “de interés general”, lo que proporcionó, en plena crisis, suculentas ventajas fiscales a las empresas que la apoyaron. La escenificación de la sumisión la personificó el Rey Juan Carlos con su genuflexión ante Ratzinger, llamativa en el jefe de un Estado aconfesional, aquejado, además, por problemas en las articulaciones de las extremidades inferiores.
La “hospitalidad y respeto” al “líder de una confesión religiosa”, como le definió el ministro de la Presidencia, Ramón Jáuregui, quedó colmada con la presencia activa y los aplausos de los presidentes del Gobierno y del Congreso, acompañados de otros altos cargos y ministros. Uno de ellos, el de Fomento y portavoz del Gobierno, José Blanco, había resaltado, en línea con la Conferencia Episcopal, el negocio que significaba la JMJ.
Los dividendos políticos de la visita los contabilizará preferentemente el PP, cuyo líder, Mariano Rajoy, encabezó la lista de dirigentes presentes. El Gobierno socialista pareció conformarse con el rédito electoral derivado de que Ratzinger no criticara directamente leyes como la del aborto o el matrimonio entre homosexuales, pero queda fuera de toda duda que imágenes indelebles, como la de María Dolores de Cospedal —secretaria general del PP y presidenta de Castilla-La Mancha—, ataviada con la tradicional mantilla española en la procesión del Corpus Christi, tienen más tirón entre el electorado católico que todos los esfuerzos socialistas por mostrar su sumisión al Papa.
Especial indignación produjeron en la izquierda los 200 confesionarios blancos y funcionales, instalados en el Paseo de Coches del Retiro, a utilizar, entre otros, por quienes hubieran cometido el “pecado del aborto”, que dejarían de ser excomulgados si confesaban con los sacerdotes autorizados para ello por el cardenal arzobispo de Madrid, Antonio María Rouco. Desde la militancia del PSOE se propuso, a través de Internet, que algunos de esos confesionarios, a la vista de los ciudadanos, los utilizaran “los sacerdotes que han abusado sexualmente de niños o niñas”.
Curiosamente, la pederastia sacerdotal estuvo ausente en la JMJ, a pesar de que el propio Ratzinger la ha reconocido en otros países —Estados Unidos, Irlanda, Bélgica o Alemania— y ha lamentado el dolor de las víctimas de esos hechos y de sus familias. Mientras incluso la católica Irlanda se ha enfrentado al Vaticano, en España prospera la tendencia de la jerarquía eclesiástica de ignorar a las víctimas e impedir que esos delitos salgan a la luz pública. Según informa María R. Sahuquillo (EL PAÍS, 17 de mayo de 2011), en las nueve condenas a sacerdotes por abusos sexuales a menores conocidas hasta entonces abunda el apoyo al religioso, no a la víctima. Así, la condena a ocho años de cárcel, ratificada por el Tribunal Supremo, del sacerdote Luis José Beltrán, por abusar en Alcalá la Real (Jaén) repetidamente de un monaguillo, no originó que el obispo de Jaén condenara moralmente al párroco, sino que estimó que su deber es “estar al lado de los sacerdotes”.
Esa tendencia de la jerarquía católica, personificada en el cardenal Antonio Cañizares —quien ha considerado las denuncias de abusos como “ataques” a la Iglesia—, ha debido ser una de las causas de que en su visita a la católica España, Benedicto XVI haya ignorado la existencia de esa lacra. Desde el poder democrático, entre tantos fastos, nadie se lo ha recordado.
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