4 de enero de 2018
La reacción del Estado El Supremo está descubriendo una confabulación criminal y mutando radicalmente las reglas de juego
La reacción del Estado
El Supremo está descubriendo una confabulación criminal y mutando
radicalmente las reglas de juego
Los
presos independentistas entran en el Supremo en furgones de la policía. JULIÁN ROJAS
Los Estados modernos suelen ser tomados a efectos
de análisis politológico como unas “cajas tontas” dentro de las cuales “pasan
cosas”. El Estado sería un mero contenedor institucional inerte, mientras que
las cosas pasarían en su interior o su derredor, protagonizadas por los
auténticos actores, fueran éstos los partidos, las clases, las naciones, la
elite económica o las religiones. Por ello, los análisis y predicciones que
produce la política como disciplina se centran normalmente en la actividad y
resultados de éstos, desdeñando la contemplación del Estado como un actor por
sí y en sí.
Existe sin embargo otro enfoque, para el cual los
Estados modernos (por muchas limitaciones que tengan) son la dinámica
acumulativa de poder más intensa que ha conocido la historia y, como tales
realidades dinámicas, son actores de la política a título principal, por mucho
que no resulten visibles a corto plazo. Tocqueville y Weber entre los clásicos,
o Charles Tilly o Theda Scokpol entre los contemporáneos, son ejemplos de
investigación demostrativa de cómo, por poner un ejemplo, todas las
revoluciones modernas han tenido una consecuencia común: la de fortalecer al
Estado que la experimentaba, incrementando su capacidad de control sobre las
fuerzas sociales internas. O cómo es el Estado el que, en gran manera, ha
creado a las naciones como estructuras comunitarias útiles para fortalecer su
dominio (el “gran truchimán” que decía Ortega). O cómo las revoluciones pueden
perfectamente ser vistas como los estertores de un Estado en crisis (exitosos o
no) para acomodarse a una realidad económica o global.
Perdonen la pedantería. Pero en España ha tenido
lugar un intento de revolución radical (ya dijo Kelsen que la secesión para un
Estado es una revolución) y, si no me equivoco, asistimos a una no menos
radical reacción del Estado, entendido como poder institucionalizado. Lo
curioso (y probablemente impredecible) es que a la cabeza de esa reacción
radical se ha puesto un poder estatal casi siempre secundario y reactivo, el
judicial, que ha tomado la iniciativa de defender al Estado a través de las
élites tecnoburocráticas de Fiscalía y Tribunal Supremo.
Este no es un comentario de cariz jurídico, sino
estrictamente politológico. Y desde esta perspectiva puede entenderse la
sorprendente instrucción del caso por la Sala 2ª, en la que día a día se va
produciendo una casi mágica reescritura o reinterpretación del proceso
secesionista catalán. En colaboración muy estrecha con la Guardia Civil, el
tribunal está “descubriendo” que ha existido desde hace un par de años una
confabulación política en Cataluña para llegar a la secesión a través de un
proceso de excitación identitaria, acción gubernamental y pseudoreferendos. Y
al descubrir esta actividad la está a la vez repintando o caracterizando como
algo criminal, como incursa en los delitos de rebelión o sedición, una
caracterización que ninguno de los que asistimos al proceso en su día (pues fue
público y notorio) soñamos siquiera.
Así, el Tribunal está llevando a cabo una mutación
radical de las reglas del juego constitucional español. Hasta ahora, el
secesionismo pacífico era ilegal por cuanto buscaba conseguir un resultado
anticonstitucional por medios distintos de los previstos en la Constitución,
pero no era en sí mismo criminal. Por eso las instituciones, desde el gobierno
al Constitucional, asistieron indefensas a su desarrollo, limitándose a
formular quejas sobre concretos actos de desobediencia o malversación. Ahora
avanza una verdad muy diversa: el proceso era en sí mismo criminal, porque
secesionarse era lo mismo que rebelarse, intentar la declaración de independencia
era lo mismo que alzarse violentamente.
Más importante, esta mutación radical de las reglas
del juego, de acusado cariz defensivo de la estatalidad vigente, se realiza
para ser aplicada no sólo a posteriori sino que es rabiosamente actual con respecto
a la realidad política hodierna: el intento de continuar con el proceso está
predefinida como actividad delictiva que —artículo 155 aparte— puede ser
yugulada directamente por el juez instructor. El Estado cuenta ahora —le guste
más o menos al gobierno— con un arma defensiva nueva de una eficacia masiva. En
nada se parece ya la situación del Estado español de octubre 2017, titubeante
ante lo escaso de su arsenal defensivo, con la de ese mismo Estado en 2018,
encabezado por un adalid poderoso (recuerden, el poder de un juez instructor
español es el mayor que existe en nuestra realidad).
¿Y dicen ustedes que estamos donde estábamos?
¡Quia!
José María Ruiz Soroa es abogado.
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