27 de febrero de 2019

DULZURA



martes, 26 de febrero de 2019




Monsieur de Talleyrand, el célebre diplomático francés, decía que quien no vivió antes de 1789, o sea, antes de la Revolución francesa, no conoció la dulzura de vivir. En efecto, numerosos testimonios históricos muestran que a fines del siglo XVIII en Francia reinaban la gentileza, la cortesía y la dulzura de vivir.

Para el hombre contemporáneo, sumergido en el hedonismo y casi incapaz de experimentar las auténticas alegrías espirituales, la expresión douceur de vivre tiene un significado puramente material y no se reduce sino a esta satisfacción amarga nacida del consumo y del disfrute de los bienes meramente sensuales.

Douceur de vivre, en la expresión de Talleyrand, tiene, por el contrario, un sentido más profundo y sutil. Puede ser comprendida como una brisa ligera que fluctuaba, desde los lejanos tiempos de la Edad Media, sobre todo el cuerpo social. Los orígenes de esta dulzura de vivir se remontan a la Civilización cristiana medieval y está relacionada con la concepción cristiana de la existencia, que une inseparablemente la felicidad del hombre a la gloria de Dios.

La doctrina católica y la experiencia de cada día nos enseñan cuán dramática es la vida humana. Sin embargo, el esfuerzo, el sufrimiento, el sacrificio, la lucha, pueden dar una alegría interior que lleva a esparcir dulzura en este valle de lágrimas que es nuestra existencia. Fuera de la Cruz, no hay felicidad ni dulzura posibles, sino solamente la búsqueda de un placer ciego que, por desordenado, lleva a la amargura y a la desesperación.

Se puede decir de la alegría lo que san Bernardo decía de la gloria, que es como la sombra: si la perseguimos, huye; si huimos de ella, nos persigue. No existe verdadera gloria sino en Nuestro Señor Jesucristo, es decir, a la sombra de su Cruz. Cuanto más mortificado es el hombre, más alegre es. Cuanto más busca los placeres, más triste es. Por esta razón a lo largo de los siglos de apogeo de la Civilización cristiana, el hombre era feliz. Basta pensar en la Edad Media. Hoy, cuanto más se descatoliza, más triste se vuelve.

En cada generación estos cambios se acentúan. El hombre del siglo XIX, por ejemplo, ya no tenía la alegría de vivir del hombre del siglo XVIII. Sin embargo, ¡cuánto más rico en paz y bienestar interior era que el hombre de hoy! Este estado de espíritu se conservó en diversas medidas en los pueblos europeos, hasta la Primera Guerra Mundial. 


EXCERTOS DE COMENTARIOS DEL PROF. PLINIO CORRÊA DE OLIVEIRA SIN REVISION DEL AUTOR. 


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