15 de enero de 2016

Protocolo. Una cosa es modificar el protocolo y otra destruirlo y, con él, las convenciones de urbanidad que lo sustentan

Protocolo

Una cosa es modificar el protocolo y otra destruirlo y, con él, las convenciones de urbanidad que lo sustentan


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El protocolo, el caudal de normas que rigen el comportamiento en las ceremonias oficiales, está cambiando. Pues cambia el poder, y al cabo el protocolo no es sino la ritualización del poder.

Por cambiar, cambian incluso las capas sociales que lo ostentan. Hoy en Cataluña, por ejemplo, las clases medias urbanas de la capital están siendo arrumbadas, o sustituidas, por la menestralía espabilada de las pequeñas ciudades y comarcas.

Pero una cosa es modificar el protocolo y otra destruirlo y, con él, las convenciones de urbanidad que lo sustentan. Quizá valdría la pena, más acá de la ley, atenerse a este decálogo:

1. No esconder —verbigracia, tras una cortina negra— la figura del jefe del Estado, sea quien sea. Ocultar lo que te contraría no lo hace desaparecer por ensalmo (y molesta a muchos).

2. No proclamar en un Parlamento vivas a un régimen distinto del que aquel depende —sobre todo cuando lo presides—, ni acudir a abrazar a manifestantes que solo saben abuchear a tus rivales.

3. Recibir presencialmente, aún más si eres jefe del Estado, a las otras autoridades, incluso si estas son ofensivas o patanas.

4. Prometer o jurar el cargo según las fórmulas consolidadas, con añadidos mínimos, sin orgullos zafios, ni proclamas, ni apelaciones a Sildavia ni a Borduria.

5. No silbar himnos ni banderas (democráticos), pues ofende a quienes se emocionan con ellos.

6. Agradecer los servicios prestados, incluso los perjudiciales.

7. Vestir con corrección. Si ya no convencionalmente, al menos con pulcritud. Lavarse siempre el pelo, sea corto, largo o rizado.

8. Asistir a los actos solemnes normativizados, como las tomas de posesión, aunque encumbren a tu más acérrimo rival.

9. Emplear en el hemiciclo toda la dureza dialéctica que convenga, y más si cabe, como en los implacables Comunes británicos; mejor que el colorido callejero de pancartas, camisetas, puños, manos, gritos o palabras gruesas propios de pepitos grillos, berlusconis y otros abonados al circo del Montecitorio. La ironía suele ser más eficaz —y elegante— que la mordacidad.

10. Saludar, y mirar a los ojos de quien saludas.

Todo esto no es imperativo. Existe la alternativa de trasladarse al mundo de la caricatura, pongamos la de El cetro de Ottokar.

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