19 de enero de 2016

Podemos o la fealdad como disfraz

La Gaceta
LA ESTRATEGIA MORADA

Podemos o la fealdad como disfraz

La prensa se ha hecho abundante eco del espectáculo montado por los nuevos diputados de Podemos en el Congreso. Pero esa fealdad no es casual o descuidada, sino producto de un diseño.
Carlos Esteban


Más de un espectador pensaría en el asalto a las Tullerías por los jacobinos o en los bolcheviques entrando en el Palacio de Invierno al contemplar el show montado por los 69 diputados podemitas en la inauguración de la nueva legislatura, pero la diferencia no está tan solo en lo obvio y fundamental -a saber: que el perroflautaje de la Carrera de San Jerónimo ha sido elegido democráticamente por un número no despreciable de españoles-, sino también en otro detalle especialmente significativo: todo formaba parte de una coreografía bien ensayada. Por corregir a Marx, la historia se repite, la primera vez como tragedia, la segunda como puesta en escena.

No es la 'gente corriente' entrando en las instituciones. No hay nada corriente en llevar a un recién nacido a las Cortes o, ya puestos, al lugar de trabajo, menos aún cuando hay una magnífica guardería a tu disposición y la niñera espera el fin del espectáculo a cinco metros. La gente normal no va a trabajar con las pintas más infames que pueda conseguir tras un cuidadoso empeño por parecer descuidado. Ni siquiera las rastas son estadísticamente tan comunes. No es el pueblo acudiendo vestido de pueblo; es un grupo político nacido en el enrarecido ambiente universitario, revolucionarios de despacho montados a lomos de una difusa indignación en espera de liderazgo, que se han disfrazado de miseria y enarbolan la zafiedad como una bandera.

La moderna izquierda radical de Occidente tiene un gravísimo problema: sigue dándole vueltas al esquema marxista, solo que no cuenta con el proletariado. Más que nada porque este no existe; no, al menos, como se entendía en el siglo XIX, una clase de trabajadores manuales amarrados de sol a sol al duro banco de una siniestra fábrica a cambio de una miseria. Hay vacaciones pagadas, horarios regulados, condiciones laborales favorables y, en fin, en un país con el paro que hay en España, tener trabajo es casi un privilegio.

No, estos no salen de las fábricas, ni buscan en ellas a esa supuesta 'gente corriente'. Su público no es tanto el trabajador como su perfecto opuesto: el no trabajador. Lean el curriculum vitae del diputado canario de las rastas, Alberto Rodríguez, y verán el tipo: no estudia y no trabaja, pero ha participado en todas las marchas, manifestaciones y protestas habidas y por haber. Es, en definitiva, un parásito, el equivalente por abajo del rentista tan criticado por la propaganda marxista.

La de Podemos y sus diputados en el Congreso no es siquiera la vulgaridad del bolchevique que entra en el palacio con su traje de faena; es una fealdad buscada, pretendida. Carolina Bescansa podría ir de Dior por lo que respecta a su origen social, y quien más y quien menos ninguno de ellos se arruinaría por llevar una corbata o parecer, al menos, medianamente aseado. Lo buscan, lo procuran, se cubren de vulgaridad para epatar a la casta, sin darse cuenta de que es a sus votantes a quienes hacen un corte de mangas con esa actitud, que un verdadero mendigo aupado por el pueblo tendría, al menos, la suficiente gratitud para vestir sus mejores galar por consideración a esos que le han votado.

"Podemos tiene un problema evidente: sus dirigentes están tan acostumbrados a manejarse ante las cámaras de televisión que han confundido el Congreso de los Diputados con un plató", escribía al día siguiente el editorialista de El País. Es un modo como otro cualquiera de no entender nada. No es ningún 'problema', no es un indeseable y subsanable efecto secundario del paso por las televisiones. El medio es el mensaje, el gesto es el contenido. Pablo Iglesias no hace otra cosa que imitar la escenografía revolucionaria a un público que la reconoce y la confunde fácilmente con 'la cosa' en sí.
Piensen, si no, en Manuela Carmena, en Kichi, en Ada Colau: lo que les lleva regularmente a los titulares nunca es un proyecto tangible de mejora, una aburrida medida a largo plazo que previsiblemente pueda aliviar esos problemas diarios que realmente impactan en la vida de la 'gente corriente', no: son siempre gestos. Es recibir a un almirante extranjero de maniobras como si uno se acabara de levantar de la siesta o volviera de correr, es cambiar el nombre de las calles, es quitar una bandera, o un busto, o un retrato.

Cuesta escribirlo en este ambiente sobrecargado de reivindicaciones y quejas pero, aun con la crisis, los recortes y el enorme paro, vivimos económicamente mejor que en casi cualquier otro momento de nuestra historia o en casi cualquier otra parte del mundo. Somos, colectivamente, el 1%, ese 1% contra el que cargamos regularmente y al que querríamos despojar de sus míticas riquezas para llegar a Jauja. Somos, en fin, una sociedad mimada y nihilista, ahíta e insatisfecha, que coquetea con la revolución.

En la película 'V de Vendetta', verdadero sueño húmedo de la generación que ha llevado a los podemitas al Comgreso, la cinta acaba con una fantástica explosión que destruye el Parlamento británico ante una masa de anónimos miembros del 'pueblo' cubiertos con la ya célebre máscara de Guy Fawkes. Ese es el momento magnífico que representan Podemos y las mareas, el cuadro de Delacroix de 'La libertad guiando al pueblo', una hermosa dama de pecho descubierto enarbolando la bandera, seguida de desastrados revolucionarios armados sobre los escombros de la reacción.
Pero, en la vida real, la película no acaba ahí. Si obligáramos a punta de pistola al director y al guionista de la citada película a continuarla una hora más, sospecho que no sabrían qué meter, porque en esa explosión acaba todo, porque sospechan que lo que viene después no quiere, en realidad, verlo nadie.

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