24 de septiembre de 2012

Paracuellos «Ejecución inmediata»


Paracuellos «Ejecución inmediata»

Carrillo, al frente de un grupo de jóvenes comunistas, y los anarquistas acordaron la noche del 6 de noviembre de 1936 consumar la infamia

ABC - Día 24/09/2012 - 10.04h
Paracuellos «Ejecución inmediata»
J. LUIS PÉREZ DE ROZAS
El 6 de noviembre de 1936, en Madrid no hay nadie con dos dedos de frente que no tenga miedo. Los que tienen tres, sienten pánico.
Quienes tienen simpatías por el general Franco temen que en cualquier momento suene una llamada a la puerta de su casa y una patrulla de milicianos les detenga y se los lleve con destino desconocido, una cárcel o una cuneta; quienes están con el gobierno republicano esperan aterrados la llegada de una tropa formada por moros regulares y legionarios que avanza por la carretera de Extremadura y la de La Coruña.
La gran masa de madrileños que no tiene significación política le tiene miedo a cualquier arbitrariedad. Saben de los «besugos», que es como llaman los niños del barrio de Prosperidad, como Mila Ramos, a los cadáveres que se encuentran por las mañanas en los descampados, por sus ojos desorbitados. Y saben de las matanzas que se cuentan que han cometido los que vienen. Se sabe que en Badajoz Juan Yagüe ha fusilado a miles, que en Almendralejo…

Reparto de papeles

El gobierno se ha ido. Francisco Largo Caballero y casi todos sus ministros, en coche. Indalecio Prieto, en avión. El general Miaja está intentando formar, contra reloj, una Junta de Defensa con representantes de todos los partidos y sindicatos que defienden a la República. Mientras organiza la defensa de la ciudad, negocia con los políticos el reparto de los cargos.
Cuando se consigue llegar a un acuerdo, hay cuatro jóvenes de apenas veinte años que ostentan una autoridad desmesurada para su edad. Amor Nuño Pérez y Enrique García Pérez, que pertenecen a la CNT, reciben la responsabilidad de Armamento. Santiago Carrillo Solares y José Cazorla se hacen cargo del área de Orden Público como representantes de las JSU (Juventudes Socialistas Unificadas) y ambos han entrado hoy mismo en las filas del Partido Comunista de España (PCE), aunque eso aún no se sabe.
Una vez constituida la Junta de Defensa, hay una reunión a la que no acuden más que estos cuatro imberbes. Sobre la mesa, una propuesta de los nuevos comunistas: un acuerdo con los anarquistas para resolver un problema acuciante, el de los presos «fascistas» que pueden ser liberados por las fuerzas de Franco, si llegan a tomar Madrid, y que formarían un gran contingente de oficiales y combatientes que reforzarían a las tropas atacantes.
Sobre el problema hay consenso entre todos los defensores: hay que sacar a los presos de las cárceles y llevarlos a lugar seguro en la retaguardia, en Alcalá o en Chinchilla. Pero los comunistas ven la solución de otra manera. Dos agentes del NKVD, Victor Orlov y el falso periodista Mijail Koltsov, han convencido al máximo dirigente del PCE que ha permanecido en Madrid, Pedro Checa, para que se liquide a los presos más peligrosos en lugar de trasladarlos. La fórmula está calcada de las instrucciones de la policía estalinista para asesinar a prisioneros zaristas durante la guerra civil que siguió a la Revolución. Orlov nombra a una persona de su confianza, Grigulevich, como asesor de Carrillo. Disfraza su nombre con el de Ocampo.
Los comunistas de la JSU, siguiendo las consignas de su partido, proponen a los anarquistas hacerse cargo del asunto, dividiendo a los presos en tres categorías: los peligrosos, que deben ser ejecutados de inmediato «salvando la responsabilidad» de quienes lo hagan; los menos peligrosos, que deben ser conducidos a cárceles en la retaguardia, y los inocentes, que deben ser liberados y utilizados para dar una imagen internacional de humanidad.
¿Cómo hacerlo? Es bastante sencillo: desde esa noche, todo el poder policial está en manos de las JSU. Y las milicias anarquistas son las que controlan los accesos a Madrid a través de las llamadas «milicias de Etapas». El director general de Seguridad, otro joven comunista llamado Segundo Serrano Poncela, tiene las listas de los presos. En sus oficinas se les distribuye por categorías. Y milicianos comunistas se dirigen a las cárceles con los listados en la mano para sacarlos.
No hay tiempo que perder: de madrugada llega a la cárcel de Porlier un convoy formado por coches balillas ocupados por milicianos y varios autobuses verdes de dos pisos propiedad de la compañía de Tranvías de Madrid. Al frente de la comitiva va el policía Andrés Urrésola, con los papeles que llevan el sello de la DGS y la firma de Serrano Poncela, que le autorizan a realizar la saca de presos.

Sin obstáculos burocráticos

No hay obstáculos burocráticos, todo funciona bien. Las puertas de las celdas atestadas suenan con ecos metálicos y un carcelero comienza a leer los nombres de decenas de presos, que se han despertado del inquieto sueño a golpes de cerrojo y gritos destemplados. Uno a uno se van levantando, con la mansedumbre del que está entregado a un destino sobre el que su voluntad no tiene jurisdicción. Muchos ni siquiera saben de qué se les acusa para haber acabado en la prisión; otros tienen más datos, porque han pasado por las chekas y han sido interrogados con violencia.
Según van saliendo, los milicianos les atan las manos a la espalda con alambre y les conducen a los autobuses verdes sin dar más explicaciones.
Manuel R. Ferro, que tiene veintiún años, los mismos que los miembros de la cúpula que ha preparado su viaje, sube mansamente al autobús, pero una voz le detiene:
-Manolo, ¿qué haces aquí?
La voz es de un conocido suyo, que va vestido como los demás milicianos y Manolo sabe que es comunista.
-No lo sé.
-Pues anda, vente conmigo.
A Manuel le saca del autobús su amigo, que le desata y le urge a que se vaya a su casa sin mirar atrás. Está aturdido, porque no entiende nada. Pero la alegría le da alas para volver a su domicilio, en la calle de Serrano a pocos cientos de metros de la cárcel.
Los demás, que son muchas decenas, le ven marchar con envidia.
Los autobuses arrancan en dirección a la carretera de Valencia, que está cortada por el enemigo, pero en Torrejón de Ardoz se desvían de la ruta y van hasta los alrededores de Paracuellos de Jarama. Los presos son sacados de los autobuses y colocados en fila. Los milicianos de Vigilancia de la Retaguardia que les han escoltado les van fusilando por tandas. Los que esperan ven caer a sus compañeros y saben por fin adónde les conducían.
Los disparos llaman la atención de un vecino de Paracuellos, Ricardo Aresté, que puede ver cómo se desarrolla la matanza. Dentro de unas horas, tendrá que cavar fosas, con otros muchos vecinos del pueblo, para enterrar a los asesinados. Ese mismo día llegan tres expediciones más con presos de la cárcel Modelo y la de Ventas. Durante un mes, esa actividad macabra no se detendrá.

Salvar la responsabilidad

Un día después, el ocho de noviembre, se reúne el Comité Nacional de la CNT. Amor Nuño presenta un informe detallado de la máquina que se ha puesto en marcha. Nuño informa con claridad a sus compañeros del acuerdo que ha permitido ir matando a cientos de fascistas: lo decidió él con la «cúpula» de las JSU en la Junta de Defensa de Madrid. Esa cúpula la formaban Santiago Carrillo y José Cazorla. Pero no hay constancia en el acuerdo de quién lo cerró. No está la firma ni de Cazorla ni la de Carrillo.
«Ejecución inmediata, salvando la responsabilidad». Fuera quien fuera de los dos, siguió con astucia la segunda parte, la de salvar la responsabilidad. Durante un mes se llevaron a cabo veintitrés sacas más. Un total aproximado de dos mil cuatrocientos hombres fueron asesinados por el mismo procedimiento en Paracuellos y sus alrededores. Las matanzas comenzaron a ser conocidas por el cuerpo diplomático, que intentó pararlas sin mucho éxito. También por el general Miaja. Y, desde luego, por el ministro de Justicia, un expistolero de la FAI llamado Juan García Oliver.
La cúpula de las Juventudes Socialistas Unificadas en la Junta de Defensa de Madrid estuvo al corriente durante todo el periodo. Sólo la persistente acción del anarquista Melchor Rodríguez, que fue expulsado de su cargo de director general de Prisiones, consiguió, una vez recuperado el puesto a principios de diciembre, que la matanza planificada se detuviera.

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