3 de agosto de 2013

300 años escribiendo con buena letra

TRES SIGLOS DE LA RAE

300 años escribiendo con buena letra

Un reducido grupo de ilustrados fundó la Academia en 1713

Buscaban dotar a la lengua española de un diccionario que estuviese a la altura de otros idiomas

Dibujo de Juan Comba publicado en 'La ilustración Española y Americana' sobre la inauguración de la actual sede de la RAE el 1 de abril de 1894.
Al principio fue el honor. Al marqués de Villena, y sus siete amigos de tertulia, les escocía que la decadencia política contaminase el reino de las palabras. Invariablemente en cada sesión que celebraban en el palacio de la madrileña plaza de las Descalzas acababan asomados al vacío: España carecía de un diccionario digno de su lengua. Lo tenían Francia, Italia, Inglaterra y Portugal. Pero el país que había esparcido su idioma por todo un continente en los siglos anteriores no tenía un inventario que ayudase a distinguir el grano de la paja, una obra que fijase el retrato-robot de una lengua que venía de días de gloria (el XVII) y que corría el riesgo de despeñarse hacia la insulsez o el deterioro si nadie la documentaba.
Lo inusual es que llevaron su idea a la práctica. Y el 3 de agosto de 1713, en su tertulia del palacio de Villena, los ocho amigos, reforzados con tres integrantes nuevos, levantaron un acta pragmática —en ella establecen las tareas que han de acometer y cómo han de hacerlo para redactar el Diccionario de autoridades— que se considera el acta fundacional de la Real Academia Española. Hoy se cumplen 300 años de aquella sesión quijotesca. ¿O no rozaba lo imposible el afán de aquellos 11 ilustrados sin especial formación lingüística?
Lo hicieron. Una proeza en tan solo 26 años, en palabras de Fernando Lázaro Carreter, que dedicó su discurso de ingreso en la RAE en 1972 a la aventura iniciada por Villena y compañía. “Este ‘tan solo’ alude al hecho de que la Academia Francesa tardó 65 en desempeñar una tarea de alcance mucho más limitado. Seis copiosos volúmenes, con un total de más de 4.000 páginas, en cuarto mayor, fueron el resultado de esa acción, una de las más esforzadas de que pueda ufanarse la cultura española”, elogió el filólogo que permaneció al frente de la RAE seis años.
SAMUEL SÁNCHEZ
Su publicación con 42.000 palabras fue, en opinión del actual director, José Manuel Blecua, “el momento de más éxito” de la Academia, que en menos de un siglo materializa obras notables: el Diccionario de autoridades (llamado así por los ejemplos que acompañan a los vocablos), la Ortografía, la Gramática y el Diccionario chico (el de autoridades sin autoridades). “El actual es heredero directo de aquel de 1780”, señala el secretario actual, Darío Villanueva. En 2014 se publicará la versión vigésimo tercera. Villanueva lo ve “el final de un ciclo”, teniendo en cuenta la dependencia de la inmediatez que ha propiciado la cultura tecnológica.
Nada que se cuestionaran aquellos fundadores que aún debieron aguardar un tiempo hasta su confirmación. El Consejo de Castilla bloqueó la bendición del rey —la razón más benigna era la duda sobre su capacidad para redactar el diccionario— hasta donde pudo, pero finalmente Felipe V, el francés que había desembarcado en el trono español tras una guerra larga, la autorizó mediante una cédula real el tres de octubre de 1714. Cuando se aprueben los estatutos, la Academia pasará a contar con 24 miembros.
El lema, con una abeja sobre flores, estuvo a punto de ser: Aprueba y reprueba
“Los fundadores son un grupo de novatores, un título despectivo para referirse a los reformistas que se dan cuenta de que España necesita abrirse a Europa, superar la escolástica y tener una historia crítica”, señala Víctor García de la Concha, que ultima una historia de la institución que dirigió 12 años. “En muy poco tiempo”, prosigue, “aunque a ellos les pareció mucho, estos hombres que no eran lexicógrafos ni tenían archivos crean el diccionario”.
Contra viento y marea. Aunque alguno de los paladines de la lengua se desplazase en mula. Darío Villanueva recuerda un acta de 1726 donde se plasman las desgracias de Fernando del Bustillo: “Escribe que ha estado 50 días en la cama con dolores causados por gota, que no puede apoyar los pies y que además se le ha muerto la mula y pide ayuda para comprar otra que le permita ir a las reuniones de los jueves”.
De los tiempos en los que las sesiones se celebraban en los domicilios de sus directores (el marqués de Villena y sus descendendientes o José de Carvajal y Lancáster, hasta 1754 no lograron un departamento cedido por Fernando VI en la Real Casa del Tesoro) arrancan tradiciones perpetuadas hasta hoy: los plenos de los jueves, el tratamiento de “excelentísima” o las votaciones secretas. En una de ellas se eligió el emblema: el crisol con la leyenda “Limpia, fija y da esplendor”. Un lema que no suscitó aplausos universales, aunque los críticos tal vez se replegaron al descubrir que rivalizó con una abeja volando sobre un campo de flores con la leyenda “Aprueba y reprueba”.
Benavente creía que el ingreso abría la puerta a la muerte y no a la inmortalidad
Lo que no se remonta a los orígenes son los discursos de ingreso. “Comienzan en el XIX, cuando se hace casi una refundación con el afán de acercarla a la sociedad. Hasta entonces los nuevos se incorporaban en una sesión normal. A partir de 1847 se le quiere dar mayor solemnidad y se organizan con un discurso público y uno de contestación”, señala Pedro Álvarez de Miranda, que dedicó el suyo en junio de 2011 a glosar los de otros.
Los hubo en verso (José Zorrilla y José García Nieto) y... no los hubo por voluntad del electo: Miguel de Unamuno o Antonio Machado (“fue elegido en 1921, hizo un intento para escribir el discurso pero no lo concluyó, es difícil imaginarlo embutido en un frac”). Ninguno llegó a la altura de Jacinto Benavente, cuya relación con la RAE frisó la patología. “Decía que el ingreso de la Academia , en lugar de proporcionar la inmortalidad, aceleraba la muerte. Se dirigió a la RAE para indicar que no quería ingresar. Finalmente lo hicieron académico honorario”, detalla Álvarez de Miranda. Un académico es para siempre. Así lo constató el actor Fernando Fernán Gómez, cuando ofreció sin éxito su sillón a Víctor García de la Concha después de que sus piernas hubieran “ganado la batalla” hasta impedirle acudir a las sesiones.
Carmen Conde, primera académica, entre Gonzalo Torrente Ballester y Manuel Terán en su ingreso. / MARISA FLÓREZ
Guste o no a quienes gobiernen el sillón es vitalicio. Pero la institución ha penado por ello y no siempre ha logrado frenar las embestidas. La académica Carmen Iglesias, comisaria de la exposición La lengua y la palabra. 300 años de la RAE, que se inaugurará el 26 de septiembre, señala que “las verdaderas intervenciones del poder político se dieron en regímenes autoritarios o con dictadores”.
Ocurrió con Fernando VII, que ordenó expulsar a los afrancesados; con Miguel Primo de Rivera, que impuso académicos regionales y trató de vetar a Niceto Alcalá-Zamora, y con Franco, que en 1941 envió una lista con los que no deben estar. “La RAE tuvo la dignidad de resistir las presiones del régimen para cubrir las vacantes de los cinco académicos exiliados”, indica Álvarez de Miranda. La entereza de la institución se coronó con una histórica sesión, el 3 de mayo de 1976, cuando Salvador de Madariaga, uno de esos desterrados, leyó su discurso de ingreso cuarenta años después de su elección.
Donde la historia de la Academia desluce es en su relación con las mujeres. Las académicas han entrado con cuentagotas (nueve, la última electa es Aurora Egido) y solo a partir de 1978 con la poeta Carmen Conde. “Es el reflejo de un fenómeno general de la sociedad, donde la mujer se encuentra en una situación de discriminación”, esgrime Blecua. Los deslices más sonados se cometieron con Emilia Pardo-Bazán, que se postuló para entrar (lo propio de aquellos días del XIX) sin ningún éxito, y con María Moliner, que perdió la votación frente al filólogo Emilio Alarcos. “No me atrevo a decir que fue una injusticia pero fue una lástima que no se hubieran presentado por separado. Si no hubiera enfermado en sus últimos años creo que sus valedores la habrían convencido para presentarse otra vez”, aventura Álvarez de Miranda, que en descargo de la española recuerda que la primera académica francesa fue Marguerite Yourcenar en 1981.
Mirando atrás, la Academia puede considerar su misión cumplida. Lleva inventariando el español tres siglos. Incluso sorteó el riesgo de la fragmentación idiomática en un contexto tan delicado como el de la fragmentación política del XIX. Víctor García de la Concha recuerda que, tras los procesos de independencia, se dio “un intento de ruptura de la unidad de la lengua para definir el español de América frente al español de España”. Él defiende que uno de los mayores servicios de la RAE fue la habilidad para salvar aquella amenaza tendiendo la mano de igual a igual a las jóvenes naciones con el nombramiento de académicos correspondientes que luego fundaron sus respectivas instituciones, germen de la actual política panhispánica de la casa. “Hay que salvaguardar la lengua siempre como un espacio de diálogo”, proclama García de la Concha. Durante un tiempo las palabras fueron el único puente entre la vieja potencia y sus antiguas colonias.

Manuscritos, legados y cartas de amor

Bibliotecas donadas. La RAE ha recibido por herencia de algunos académicos colecciones de inmenso valor, como la de Antonio Rodríguez Moñino y María Brey, que incluye grabados, incunables y manuscritos. El otro gran legado bibliográfico que custodia la casa perteneció al poeta y director de la RAE, Dámaso Alonso, y la novelista Eulalia Galvarriato, con un riquísimo fondo de poesía y filología. La más reciente es la donada por José Luis Borau.
Manuscritos. Algunas de las joyas de la literatura en español se guardan en la RAE, como el Libro de Buen Amor, de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita; El Buscón de Quevedo; un manuscrito de Gonzalo de Berceo o el Don Juan, de José Zorrilla.
Epistolarios. Hay misivas de Juan Valera, Dámaso Alonso... La colección más picante es la de Benito Pérez Galdós y Emilia Pardo-Bazán. La RAE custodia 38 cartas rebosantes del ardor que debió consumir a la brillante pareja, publicadas recientemente en Miquiño mío (Turner).

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