«No quiero que por mí se derrame una gota de sangre»
«¡Quién sabe si algún día reconocerán el inmenso sacrificio que realizo alejándome de España!», había comentado unas pocas horas antes de su partida a su servidor, Luis de Asúa, quien le insistía en que no debía abandonar el país. «Luis, prepárame todo para marcharme a las ocho, y da órdenes para que mañana, en el rápido de Irún, enganchen el coche real y se vayan la Reina y los chicos». El Rey se asomó al balcón del Palacio Real y cuando vio a la muchedumbre revolucionaria, afirmó: «No quiero, no, que por mí se derrame una sola gota de sangre».
Lo que ocurrió aquel día y hasta el momento de su muerte -hoy hace 75 años- lo reconstruyó después con todo detalle, el corresponsal de ABC en Roma y biógrafo de Alfonso XIII, Julián Cortés Cabanillas, cuyos testimonios se recogen en esta crónica.
Al Rey le dolía enormemente abandonar España, pero su ministro de Estado, el conde de Romanones, no le había dejado otra salida tras conocer los resultados de las elecciones municipales del 12 de abril. Los partidos monárquicos habían ganado sobradamente a los republicanos, pero éstos habían vencido en la mayoría de las capitales. Aquello fue asumido como una derrota del sistema. Por ello, cuando los periodistas preguntaron al presidente del Consejo de Ministros, el almirante Aznar, si habría crisis de Gobierno, éste contestó: «¡Qué más crisis quieren ustedes que la de un pueblo que se acuesta monárquico y se levanta republicano!».
Romanones prefirió que fuera el médico del Rey quien le dijera que tenía que abandonar España, y llamó al doctor Aguilar, vizconde de Casa-Aguilar: «Vaya usted a Palacio y comuníquele que entiendo que no hay otra solución que su inmediata salida de España». También el republicano Niceto Alcalá Zamora había pedido la marcha inmediata del Rey. Alfonso XIII reunió al Consejo de Ministros, donde hubo fuertes discusiones, pero la situación que le habían expuesto no le dejaba otra salida: «Yo no quiero resistir. Por mí no se verterá una gota de sangre. Si el bien de España exige que me vaya, lo haré sin vacilaciones».
La despedida
El Monarca leyó ante sus ministros -algunos lloraron al oírlo- su mensaje de despedida: «Soy el Rey de todos los españoles, y también un español. Hallaría medios sobrados para mantener mis regias prerrogativas, en eficaz forcejeo con quienes la combaten. Pero resueltamente quiero apartarme de cuanto sea lanzar a un compatriota contra otro en fratricida guerra civil...».Para entonces habían acudido a Palacio aristócratas, militares, amigos, conocidos, empleados de la Casa, unos para tratar de evitar lo inevitable; otros, a despedir al Rey. Con una serenidad inquebrantable, Alfonso XIII se despidió de cada uno de ellos y partió hacia Cartagena, donde embarcó en el buque «Príncipe Alfonso» rumbo a Marsella. A mitad de travesía, el barco recibió un mensaje del Gobierno republicano que ordenaba que se hiciera ondear a bordo la bandera tricolor, y el comandante dispuso que se cortara un trozo del guión del Rey (morado) para improvisar una enseña tricolor.
Antes de desembarcar en una falúa, que le llevó a la costa de Marsella, el Rey pidió la bandera española que había ondeado en el buque y, al pisar tierra francesa, rompió a llorar: «Perdone, mi general, pero abandono lo que más quiero en el mundo».
La ruta del destierro siguió a París, Fontainebleau y Roma, donde se instaló en el Grand Hotel, a la espera de poder regresar algún día. Desde allí contempló con horror cómo España se desangraba en la Guerra Civil que él había tratado de evitar.
Tras casi diez años de exilio, las dolencias de su corazón se agravaron y una angina de pecho acabó con su vida a 1.300 kilómetros de su patria. Tenía 55 años. Días antes de expirar, el 15 de enero, abdicó en su hijo, Don Juan de Borbón, y le hizo jurar que no descansaría hasta que sus restos reposaran en el Monasterio de El Escorial.
Alfonso XIII fue enterrado en la Iglesia española de Santiago y Montserrat, en Roma, y 39 años después, con la Monarquía restaurada en Don Juan Carlos, un buque de la Armada española deshizo el camino del exilio y repatrió sus restos hasta Cartagena, envueltos en la misma bandera del barco que le llevó al destierro. El Conde de Barcelona pudo afirmar entonces: «Majestad, misión cumplida».