18 de abril de 2017

Las rodillas del diablo




ADELANTE LA FE

Las rodillas del diablo

Dos caras de la misma medalla
Un amigo escribe el Jueves Santo reciente: «Terrible lo que he visto esta noche ha sido muy triste. He llegado a la parroquia -por cierto espléndida- de un conocido pueblo de Navarra, a estar un rato con el Santísimo, y allí no había nadie salvo yo. Cuando me he puesto de rodillas, no he podido quedarme ni diez minutos. A las once de la noche han empezado a recogerlo todo como si les fuese la vida en que no quedase ni rastro. No podía dar crédito, nunca había visto más cabritos topando juntos al mismo tiempo. La guinda la ha puesto un tipo que ha cogido el copón cómo si fuese una barra de salchichón y, entre risotadas, ha soltado que pesaba mucho porque iba lleno de hostias. No me he podido contener y le he comentado que dejase el Santísimo en su sitio y que lo cogiese el párroco, que por cierto estaba presente en la escena, me ha respondido que él también era sacerdote. De locos.
Ha sido lo más indecente que he visto en mi vida. Un pueblo lleno de peregrinos a Santiago y no había ni uno sólo delante del Santísimo Sacramento».
En otras latitudes, como en mi diócesis, las iglesias se llenaron de fieles el Jueves Santo, tanto durante la Misa in Coena Domini como en las visitas a los templos, al Santísimo Sacramento expuesto; sin embargo, es muy triste advertir que durante las masivas visitas la mayoría de los que las hacen no tienen conciencia de la Presencia real y verdadera de Nuestro Señor Jesucristo en la Hostia Consagrada, la mayoría no se arrodilla, se queda parada, y entra y sale de las iglesias sin ningún acto de adoración o reverencia.
  1. Recuerdo muy bien, un domingo en Chile, cuando con un colaborador visitábamos una parroquia rural en misión de apostolado. Ya en el pueblo, asistimos a la Misa. El párroco -un buen y santo sacerdote- tenía una visible invalidez que no le permitía desplazarse ciertamente. Llegado el momento de la comunión, una religiosa administró la Santa Comunión: sostenía en una mano el copón, mientras que a su vez partía las sagradas formas para administrarlas, sin ningún monaguillo que sostuviera una patena. En acercarnos a recibir el Cuerpo del Señor, y cada que partía las formas, se veían caer al piso fragmentos, hecho del cual la religiosa parecía no percatarse. Terminada la Santa Misa, los dos foráneos, sin habernos puesto de acuerdo, rápidamente fuimos a arrodillarnos ante los muchos fragmentos eucarísticos visiblemente esparcidos para consumirlos.
Algunos años después supe que por hechos similares frecuentemente repetidos, han surgido grupos de laicos cuya única responsabilidad es la de recoger fragmentos de las Hostias Consagradas que se han caído después de dar la comunión en la mano.
He sabido de una señora, «ministra de la comunión» que llevó el Viático a un enfermo en una bolsita plástica.
Hay un cáncer anti Eucaristía que se ha esparcido bajo la consigna de construir comunidad. La pérdida de la fe se manifiesta de una manera especial en la irreverencia ante Jesús Eucarístico. Por la manera de recibir la Santa Comunión y de asistir a la Santísima Eucaristía se ve claro que muchos no creen que allí está presente Nuestro Señor en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, y consiguientemente se recibe la Comunión en estado de pecado grave en el alma, sin haber recibido antes la absolución sacerdotal en la Confesión sacramental.
En ese falso espíritu de madurez cristiana, individualista y liberal, la comunión en la mano propicia una falsificación y desacralización de la Eucaristía.
  1. En su obra Mysterium Fideiel gran autor jesuita P. Maurice de la Taille, para comprender la conexión existente entre la Ultima Cena y el sacrificio de Cristo en la Cruz propone como ejemplo una casa de 2 pisos, pues ambos son un solo sacrificio.
La Eucaristía es la piedra angular de la fe y doctrina católica, si se quitase la Misa, colapsa con ella toda la fe católica, resulta difícil imaginar lo que de ella quedaría. El máximo teólogo católico Santo Tomás de Aquino, se refiere a la Eucaristía declarando que todos los otros sacramentos dependen de ella, el mismo bautismo resulta eficaz porque nos capacita para recibirla, y si un bautizado se niega conscientemente a recibirla, esa actitud lo separa de la corriente de la gracia santificante.
Luego, todas las perturbaciones, debilidades y deficiencias en la Iglesia se originan en una relación inadecuada con la Eucaristía.
A San Agustín le dijo el Señor: Tú no me trasformarás en ti como el alimento corporal, sino que Yo te transformaré en Mí.[1]
Esto lo hace posible la Misa, porque, al renovarse el Calvario en nuestros altares, nosotros no somos espectadores, sino participantes en la Redención; y en nuestros altares es donde nosotros terminamos nuestro trabajo. Él nos dijo: cuando yo fuere levantado en la Cruz, todo lo atraeré a Mí. Terminó su Obra cuando fue levantado en la Cruz; terminamos la nuestra cuando le permitimos atraernos a Él en la Misa.[2]
  1. En la Santísima Eucaristía mientras el sacerdote eleva la Hostia y el cáliz, hay un momento de silencio. El sacerdote se arrodilla después de cada elevación para dar testimonio de su fe en que el Señor resucitado está presente en el altar.
San Agustín decía: Nadie coma de este Cuerpo, si primero no lo adora. Fe y reverencia son consecuentemente los criterios básicos ante la Presencia real y verdadera, no obstante, muchos toman la postura de estar de pie o sentados. Después de la comunión muchos no se quedan en íntima adoración con Jesús, y terminada la Misa, casi todos los comulgantes buscan alcanzar cuanto antes la puerta en una evidente pérdida del sentido de lo sagrado.
Apolonio, un padre del desierto que vivió hace diecisiete centurias enseñó que el diablo no tiene rodillas; él no puede arrodillarse; no puede adorar; no puede orar; sólo puede mirar en desacato debajo de su nariz.
No estar dispuesto a doblar la rodilla ante el nombre de Jesús es la esencia del mal:
«Por Mí mismo lo juro; de mi boca sale justicia, y (mi) palabra no será revocada, pues ante Mí se doblará toda rodilla, y toda lengua prestará juramento».[3]
«Pues escrito está: “Vivo Yo, dice el Señor, que ante Mí se doblará toda rodilla, y toda lengua ensalzará a Dios”.»[4]
Joseph Ratzinger recuerda ese antiguo modo de representar al diablo sin rodillas. [5] Por su orgullo el demonio no tiene la capacidad de arrodillarse ante Dios, así también pasa con muchos de nuestros contemporáneos: han perdido la capacidad de adoración. Jesús instituyó la Sagrada Eucaristía para que la humanidad recordara su sacrificio. El pecado del hombre es el olvido. El diablo no tiene capacidad de arrodillarse ante Dios, pero nosotros sí y a menudo no queremos arrodillarnos para adorar al Rey de reyes y Señor de señores.
Nuestro Señor Jesucristo mismo se arrodilló para orar a su querido Abbá Padre. La noche de su Pasión en el huerto de Getsemaní, «habiéndose arrodillado, oró así: “Padre, si quieres, aparta de Mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”.»[6]
El pasaje de la Sagrada Escritura que da el fundamento teológico más fuerte para arrodillarse es el famoso himno que se encuentra en la carta de San Pablo a los Filipenses: «Por eso Dios le sobreensalzó y le dio el nombre que es sobre todo nombre, para que toda rodilla en el cielo, en la tierra y debajo de la tierra se doble en el nombre de Jesús, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre».[7]
Arrodillarse es más que un gesto piadoso, es un gesto fundamental de la fe, una expresión sólida que está en el centro de la vida cristiana y a quien está en el centro de toda la creación. Hincar las rodillas ante el nombre de Jesús es un acto decisivo de aquellos con alma de atletas y humilde corazón. No hay nada pasivo sobre las rodillas en humildad y adoración. Cuando las rodillas actúan en respuesta a un corazón que ama a Cristo, se desata una fuerza tan fuerte que puede cambiar la faz de la tierra. Gracia es el nombre que damos a esa fuerza.
Pensemos en algunos ejemplos de la infinidad de testigos que nos han precedido: San Ignacio de Antioquia, anheló ser el trigo de Dios molido en la boca de los leones, a fin de unirse a Jesús Eucarístico; San Policarpo, quien dijo a aquellos que estaban prendiéndole fuego a su cuerpo: ustedes están iniciando un fuego temporal para mí, pero tengan cuidado, porque están prendiendo un fuego eterno para ustedes mismos. Pensemos en San Félix y Adauctus. Félix era sacerdote de la Iglesia primitiva, horriblemente torturado con los métodos más terribles, y aún así, soportó todo su martirio como un cordero. Esa humilde mansedumbre de Félix movió el corazón de uno de la multitud que no era cristiano, él gritó: Estoy dispuesto a aceptar a Jesús, el Cristo, el Dios de ese hombre, debido a la paz con que este hombre se dirige a su muerte. Fue sacado de la multitud y martirizado junto con Félix. Debido a que se desconoce el nombre su nombre, el martirologio se refiere a él simplemente como Adauctus. No son leyendas, son testimonios vivientes de la verdad.[8]
«Dios podría hacer que todos los seres humanos cayéramos de rodillas llenos de pavor, en este mismo instante… Hay cientos de otras formas en que Dios puede hacer caer de rodillas a la humanidad, pero el Señor se rehúsa a ganarse a su pueblo de otra forma que no sea por el amor».[9]
Todos debemos mantenernos vigilantes, recordando en humildad de corazón, que la recepción eucarística y la adoración son nuestro deber más alto y nuestra más grande necesidad, sin olvidar que nuestra forma exterior ante el Misterio de la Fe, junto a la devota y reverente disposición interior, conducirá también a mejorar la de los demás.
Germán Mazuelo-Leytón 
[1] SAN AGUSTÍN, Confesiones VII, 10.
[2] SHEEN, Mons. FULTON J., El Calvario y la Misa.
[3] ISAÍAS 45, 23.
[4] ROMANOS 14, 11.
[5] RATZINGER, JOSEPH, El espíritu de la liturgia.
[6] SAN LUCAS 22, 42.
[7] FILIPENSES 2, 9-11.
[8] Cf.: MIRAVALLE, S.T.D., MARK I. El dogma y el triunfo.
[9] VALENTA OFM Cap., P. STEPHEN, La Jornada de la cabeza al corazón y más allá.
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